Juan Gabriel Vásquez: Marcel Proust y las redes sociales
Durante octubre y noviembre de 2022, Juan Gabriel Vásquez fue invitado por la Universidad de Oxford a dictar las conferencias de la prestigiosa cátedra Weidenfeld de Literatura Europea Comparada, en la que antes participaron autores de la talla de Mario Vargas Llosa, George Steiner, Umberto Eco, Javier Cercas y Ali Smith. En esas cuatro ponencias, reunidas ahora en el libro «La traducción del mundo» (Alfaguara, 2023), Vásquez se pregunta si hay en la ficción literaria una manera de comprender la vida que no pueda encontrarse en ningún otro espacio. Porque... ¿acaso es la literatura el lugar donde el mundo es traducido, interpretado e iluminado? El siguiente texto, titulado «Marcel Proust y las redes sociales» e incluido en «La mirada de los otros», ponencia leída el 19 de octubre de 2022, el autor colombiano se acerca al escritor de «En busca del tiempo perdido» para redefinir los usos de la ficción en nuestra época actual, probablemente cuando sean más indispensables que nunca.
Marcel Proust 2.0. Crédito: Getty Images.
Hace cien años [1922], por estas fechas del mes de octubre, Marcel Proust enfermó de bronquitis. Un día de la primavera anterior había llamado a Céleste, la mujer que le servía desde hacía varios años, para anunciarle que algo grande acababa de ocurrir. «He escrito la palabra "Fin"», le dijo. Había terminado En busca del tiempo perdido. Pero añadió: «Ahora me puedo morir». Y aunque tuvo una salud frágil desde la niñez, no creo que se lo esperara de verdad. En septiembre, sus pulmones comenzaron a deteriorarse; a mediados de octubre, al salir de una velada en casa de los Beaumont, el soplo del aire frío lo agravó todo. Semanas después, el 18 de noviembre, su hermano el cirujano fue a verlo, pero no pudo hacer nada para prestarle ayuda. Proust se negó tercamente a recibir las inyecciones que habrían podido mejorar su condición, y llegó incluso a pedirle a Céleste que le hiciera una promesa: no dejaría que lo sometieran a «esos tratamientos que los médicos les imponen a los moribundos para darles una hora más de vida». El hombre que había dedicado tres mil páginas a recobrar el pasado se negaba a una hora de tiempo presente.
En los últimos tres o cuatro años he vuelto con frecuencia a la novela de Proust. Parte de la razón es mi intuición, que recojo de mil señales distintas, de que recientemente se ha vuelto difícil prestarles atención a los demás, observarlos con dedicación —sí, como Velázquez hubiera observado a sus modelos— para tratar de leerlos. Una parte considerable de En busca del tiempo perdido se dedica al aprendizaje de la observación, que para Marcel es inseparable del arte en general pero, en particular, del arte de la novela. Lo que más lamenta de sus años de juventud es su incapacidad original para ver a los demás, para fijarse en ellos: «El escritor, antes de convencerse a sí mismo de que un día llegaría a serlo, solía omitir la observación de tantas cosas que los demás se daban cuenta de ello, con lo cual lo acusaban de distracción, y él se acusaba a sí mismo de no saber ni ver ni escuchar». En otras palabras: el escritor nace en Marcel cuando aprende a mirar con dedicación a los seres humanos que lo rodean; el artista nace cuando aprende a interpretarlos.
Y esto, la interpretación de los otros, es lo que se ha vuelto cada vez más difícil. Hace cuatro años, en su panfleto contra las redes sociales (titulado, con sutileza, Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato), Jaron Lanier nos descubrió a varios algo que muchos ya sabían y ahora saben casi todos. Lo que las redes proporcionan a cada usuario, explicaba con conocimiento de causa, es una versión de la realidad elaborada por algoritmos que han estudiado su comportamiento, sus gustos y aversiones, sus convicciones y hábitos y sus movimientos físicos. «Pero cuando todos vemos mundos diferentes y privados, las señales que nos damos unos a otros carecen de sentido», escribe. En otras palabras, ya no es posible leer al otro, verlo en su contexto y, por tanto, intentar comprenderlo. En ausencia de una realidad compartida (porque cada uno tiene su propio mundo privado, cocinado para confirmar sus prejuicios), la interpretación de los otros resulta imposible. Lanier lo explica en términos de teoría de la mente. «Tener una teoría de la mente», dice, «es construir una historia en tu cabeza sobre lo que está pasando en la cabeza de otra persona. La teoría de la mente es la base de cualquier sentido de respeto o empatía, y es un requisito previo para cualquier esperanza de cooperación inteligente, civismo o política útil. Es la razón de que existan las historias». Y enseguida, por si no hubiera quedado claro: las redes sociales, dice Lanier, «nos están robando las teorías de la mente sobre los otros».
Muy finas percepciones
En la sección central de El tiempo recobrado, el volumen que Proust terminó aquella primavera de 1922, los temas que se han movido desde las primeras páginas en las profundidades de la novela salen, por fin, a la superficie. «La verdadera vida, la vida finalmente descubierta y aclarada, la única vida en consecuencia que merece la pena ser vivida, es la literatura», escribe Marcel. «Esta vida, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres igual que lo hace en el artista. Pero los hombres no la ven, porque no sienten la necesidad de iluminarla». Esta vida toma, en la novela, la forma metafórica de un libro: el libro de lo que somos, nuestro libro interior. Entonces dice Marcel:
Me percataba de que este libro esencial, el único verdadero, no necesita que un gran escritor lo invente, en el sentido corriente del término, sino que, puesto que el libro ya existe en cada uno de nosotros, lo traduzca. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor.
La experiencia deja en nosotros un rastro de signos incomprensibles; la tarea del artista es transformarlos en un lenguaje que permita asirlos y extraer sus significados. El novelista como intérprete de vidas; la novela como traducción de la experiencia, la nuestra y la de los otros. «Cada lector, cuando lee, es el lector de sí mismo», escribe Proust en otra parte. «La obra del escritor no es más que una suerte de instrumento óptico que le ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin el libro, no habría visto en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo de lo que el libro dice es la prueba de la verdad del libro».
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