«Epitafio romano», un relato de Silvina Ocampo
Antes de ser recogidos en un volumen, los relatos que componen «Autobiografía de Irene» fueron publicados, a partir de 1943, en el suplemento literario del diario «La Nación» y en las revistas «Sur» y «Los Anales de Buenos Aires». Ya en diciembre de 1948, Editorial Sur publicó en Buenos Aires la primera edición compilada. El libro conoció una segunda edición en julio de 1975 bajo el pie de imprenta de Editorial Sudamericana. No presenta variantes, a excepción de unos pocos cambios léxicos y leves modificaciones en la puntuación. La reciente edición de Lumen mantiene esta versión aprobada por la autora (y aporta el argumento inédito que Silvina escribió para una versión cinematográfica nunca realizada). Ahora, cuando se cumplen 120 años de su nacimiento (el 28 de julio de 1903) y 30 de su muerte (el 14 de diciembre de 1993), rendimos tributo a Silvina Ocampo publicando uno de estos relatos, «Epitafio romano», un texto que refleja la grandeza literaria de la cuentista argentina y parte de su universo temático: desde la exploración de la identidad, la mentira, el rencor, la muerte, la melancolía y los sueños hasta la narración de las certidumbres e incertidumbres acerca de lo que ocurrió... o no ocurrió.
Por Silvina Ocampo
Silvina Ocampo. Crédito: Aldo Sessa.
Oscuros cipreses, un puente de madera al pie del monte Aventino, el cielo más azul sobre las aguas del Tíber, desconocidas casas plebeyas (sin la redención de los patios), organizaban, perfeccionaban, el atormentado secreto de un caballero romano.
Sé que amaba, como Virgilio, los perfumes del laurel y del mirto; llevaba dos ramitas que su mujer le prendía por las mañanas sobre el pecho. Frecuentemente, en las discusiones políticas, en el Foro, se le veía arrancar hojitas de esas ramas y llevárselas a la boca; al sentir ese gusto, que, según él, le recordaba la infancia, adquiría la indulgencia necesaria para soportar la falta de lógica de sus adversarios. Del mismo modo, al cruzar por lugares insalubres, cerca de los pantanos con moscas y olor a huevo podrido en las afueras de la ciudad, respiraba el perfume de esas hojas.
Ninguna precisión, ningún busto de mármol me guían para describir ese rostro joven y resuelto, embellecido por el mentón y los labios. Prohibida la tristeza por las cejas rectas, sus ojos eran bruscamente severos. La simetría, la pureza de las facciones, la mirada atormentada y sin melancolía pocas veces lograron ennoblecer tanto un rostro.
«Puedo atormentarme, pero sin tristeza. La tristeza pertenece al tedio que sienten los débiles o los niños», solía decir a sus amigos. «La vida nos encierra continuamente en invisibles prisiones, de las cuales sólo nuestra inteligencia o nuestro espíritu creador pueden liberarnos. En alguna prisión de mi vida he creído ser feliz; en otras he creído ser desdichado; en otras, humillado. La vida, como el amor, como el poema, se corrige fácilmente y es buena para los estudiosos.» Con frecuencia citaba a Plauto: «Para ignorar el amor, para tenerlo apartado, para abstenerse de él, todos los procedimientos son buenos. Amor, nunca seas mi amigo. Sin embargo, hay desdichados a quienes maltratas y que son tus víctimas. Pero yo he decidido consagrarme a la virtud». Con una sonrisa escéptica asistía a las fiestas religiosas; todos los años veía a los fieles arrojar sobre las aguas del Tíber (para aplacarlas) treinta maniquíes vestidos. Protestaba: «Para aplacar la violencia de las aguas ¿no sería más eficaz y económico arrojar treinta mujeres verdaderas?».
En algún momento de su vida las cuestiones políticas, las ocupaciones sociales, los sueños deleitables, los esplendores de la naturaleza o del arte y hasta los versos más inspirados, llevaban su pensamiento a un determinado lugar, cuyo paisaje le sugería infiernos de voluptuosidad: en esas penumbras ardientes, anónimas, estaba su mujer...Vanamente era devota de Venus Verticordia, y en vano amaba el recuerdo de la casta Sulpicia.
Flavia y su insistente perfil, su cabellera con ocho trenzas, entrelazadas con ocho cintas, su vestido ondulante del color de la miel o de las uvas violetas ¿se prostituía? ¿Qué falso candor ofrecía a otros hombres? ¿Qué inventadas confidencias entregaban sus labios? En sus temores, Claudio Emilio parecía el protector de sus rivales. Más de una vez, paseando con amigos, creyó verla salir de casas desconocidas, cerca del puente Sublicio, el rostro oculto en un manto amarillo o rosado, de un fulgor análogo al del poniente. Al ser interrogada, ella, sin ruborizarse, le había respondido: «¡Oh, Claudio Emilio! Tus amigos plagian tus versos, pero yo los reconozco. Dime, ¿te agradaría que los confundiera? Porque soy hermosa, y también para que las ames, mis amigas plagian mis túnicas, el color de mi cabello, tan difícil de lograr, las ocho trenzas de mi peinado. ¿No trataron de imitar el color de mis ojos con ungüentos? Para recibir tus besos ¿no perdió casi la vista Cornelia con aquella pomada azul que nunca llegó a ser del color de mis ojos? Durante tres meses, para lograr el brillo alarmante de mi cabellera, ¿no quedaron calvas las sienes de Helena? ¿Adela no murió de fiebre, con esa flor que daba a sus labios el color de mis labios? (Para recibir, después de todo, un solo beso, el de la muerte, y la atención de mis lágrimas obligatorias.) Reconoces sobre mi pecho, desde lejos, la rosa artificial y la rosa verdadera; sin equivocarte puedes distinguir el buen poema del malo, ¡pero puedes confundirme en pleno día con mis amigas!». Para conmoverlo aún más, agregaba: «¡No sabes lo triste que es estar triste!». El silencio de un rostro amado es elocuente cuando quiere ser más hermético; los párpados sobre los ojos de Claudio Emilio indicaban grados de ternura, indicaban a veces a una mujer lo que debía decir: «Cambiaré de amigas», decía Flavia trenzándose el cabello con lentitud nocturna. «Serán más serias, más idénticas a mí, pero nunca lograré que no te amen.»
¿En dónde encontraba Flavia amigas tan parecidas? La misma estatura, el mismo talle, los mismos senos. ¿Les elegía las túnicas? Para amarlas o desecharlas ¿se medía con ellas?
Como los senderos de un jardín que se alejan o se acercan arbitrariamente, formando modestos laberintos, muchas escenas, muchos diálogos, se repetían entre Claudio Emilio y Flavia:
—La vida parece hecha por personas distraídas —decía Claudio Emilio—. Las cosas se repiten, y vuelvo siempre a la dulzura de tus brazos.
—Es cierto —decía Flavia aspirando una flor—; se repiten las cosas, pero nunca son iguales y nunca se repiten bastante. Este atardecer no se repetirá, ni esta flor que me da su perfume, ni este momento de tus ojos del cual no me cansaría nunca.
—Las cosas se repiten demasiado: un solo día es igual al resto de la existencia. Una sola amiga es igual a todas tus amigas. El vuelo de aquel pájaro, que incesantemente se acerca al cielo de los árboles, lo volveré a ver en este mismo jardín que honra a Diana. Estas palabras que estamos diciendo ¿no las dijimos ya otro día?
—Para un enamorado, el encuentro y la separación transforman los minutos, las imágenes, las palabras. No podemos conservar intacto ni el recuerdo de un momento porque el recuerdo va siendo recuerdo del recuerdo: de un recuerdo apasionado o indiferente que siempre es inexacto.
—Se repiten los hechos con extraña insistencia. Con temor de perderse, las formas se repiten en ellas mismas: en la hoja del árbol está dibujada la forma de un árbol en miniatura; en el caracol, la terminación del mar con sus ondas sobre la playa; en una sola ala, imperceptibles alas infinitas; en el interior de la flor, diminutas flores perfectas. En las caras se reflejan las caras más contempladas.
—Esa figura que prefirieron nuestras pupilas, ¿puede, entonces, quedar para siempre en nosotros como un brillante retrato en colores?
—Puede quedar como quedan en las manos las formas y el perfume de otras manos. Se repiten las cosas, pero un día se saben, un día se transforman, un día se expían.
—Un día también se pierden: es claro que un día llegará la muerte.
—En el argumento de una vida hay casi siempre una parte indigna que los hombres o los dioses descuidaron: la muerte a veces sería oportuna; a veces convendría anticiparla.
Deseo, dolor y abismos
Flavia, probablemente dócil a su destino, cambió de amigas hasta llegar a la que tendría que delatarla. Pero ¿cuál fue la verdad? ¿En qué forma se descubrió? ¿Cómo palideció Claudio Emilio, cómo latió su corazón al ver a Flavia en otros brazos? ¿Cómo eran el aposento (o el jardín), la hora, el perfume de alguna flor perturbadora, inolvidable, el color delictuoso de una nube, la estación, el silencio? ¿Mandó matar Claudio Emilio al amante, lo mató con sus propias manos, o bien desdeñó ambos procedimientos? ¿Una muerte no bastaba? Nadie logró saberlo; pero tal vez sólo importa (y sólo es distinto de lo que ocurre siempre) lo que ocurrió después. Cortésmente, sin explicaciones, sobornando a tres o cuatro personas, Claudio Emilio hizo encerrar a Flavia en su granja del Tíber. Dio órdenes explícitas: había que alimentarla bien, darle ropa de las más finas telas, buenos vinos, dulces, instrumentos de música y libros; pero no le sería permitido ver el sol, ni pasear por el campo, debajo de los árboles que tanto amaba. Incendió su casa de Roma; para que se propagase más pronto el fuego, eligió un día de tormenta. Salvó a sus hijos y retiró algunos objetos de valor, algunos retratos. Anunció la muerte de Flavia. Se recogieron en una urna las pretendidas cenizas, y los retazos de una de sus túnicas (Claudio Emilio los había colocado cuidadosamente entre los escombros) fueron enterrados con pompa.
Por primera vez Claudio Emilio pareció triste. Sobre la tumba grabó personalmente un largo epitafio. Hizo figurar a los más cercanos parientes de la muerta como autores de algunos versos que él mismo compuso: esta acción fue agradecida por sus padres, pero severamente reprobada por sus amigos, que juzgaron el epitafio absurdamente extenso y plebeyo.
Dos años después, cuando el recuerdo de Flavia parecía casi olvidado, Claudio Emilio la sacó de su prisión. Le costó reconocerla: la falta de sol y de tinturas había oscurecido su pelo, estaba pálida y sus ojos claros parecían negros, estaba menos delgada (y aún más hermosa, pensó Claudio Emilio). La vistió con la misma túnica rota que había utilizado como prueba de su muerte y, secretamente, la llevó en una noche de luna hasta su tumba. Sin apartar de ella los ojos, aguardó a que leyera el epitafio: sobre una lápida decorada con instrumentos musicales, figuras de adolescentes y guirnaldas, estaban grabados estos versos: (ver nota al pie: 1)
TUS PADRES:
Qué racimos azules, cuántas flores
y dulces venerando tus favores,
te regalan tus hijos. Atesoran
complicadas ofrendas y no lloran.
TU HERMANA MENOR:
¡En qué admirado incendio fuiste de oro
la claridad de arrepentidas llamas!
TU HERMANA MAYOR:
Tus labios tendrán sed como las ramas
que han devorado el sol: por eso lloro,
por eso el ánfora con agua helada
traigo con una estrella reflejada.
TUS HIJOS:
Oh madre, eternamente la paloma
cantará entre los árboles de Roma;
se extinguirá tu cuerpo mientras dura
del verano la sombra, la dulzura...
TU PRIMA:
Y seguirán cayendo del invierno
las nieves de otros tiempos, sin gobierno.
TU HERMANO:
¡Oh, Flavia, la distancia de la muerte
oculta los misterios de tu suerte!
TU ESPOSO:
Traerán las estaciones, en los brazos,
para ti en vano, frutas, dulces lazos:
como la tierra en sombra augustamente
te alejará tu sueño eternamente.
La antigüedad nos propone tres finales para esta historia:
En el primero, el más previsible, Flavia agradece a Claudio Emilio la salvación del honor de sus hijos y de su familia por haberla ennoblecido prematuramente con los privilegios que sólo puede otorgar la muerte. «Muchas personas vivientes me envidiarán», suspira Flavia con dulzura. «Y también muchos muertos», le dice Claudio Emilio. «Te has convertido ya en una venerable aparición. Tu vida transcurrirá pacíficamente, pues no te faltarán alimento, ni techo, ni reverencias.»
En el segundo, Flavia, después de leer su epitafio y de alabar algunos versos, de censurar otros, exclama: «¡Esto se parece mucho a un sueño! Tendré que estar atenta y recordarlo para contártelo mañana». «No te preocupes, Flavia. Es un sueño sin despertar y no se lo contarás a nadie. Tus hijos, tus padres, tus hermanos, tus amigas, el mundo entero cree que has muerto. Si te acercas a ellos, si les hablas, creerán que eres una aparición, tendrán miedo de ti y te darán alimentos; pero no lograrás reincorporarte a la vida. El día en que mueras realmente, nadie asistirá a tu muerte, nadie te enterrará.» Flavia, con una voz casi inaudible, responde: «Es cierto, todos creen que he muerto, salvo tú: tú eres el único equivocado».
En el tercero, después de leer el epitafio, Flavia, con renovado esplendor, le dice: «¡No soy bastante seria! ¡No merezco estar muerta!». El fulgor de su cabellera suelta ilumina la noche y Claudio Emilio pide clemencia a los dioses y amor a Flavia. La lleva a su casa. Nadie la reconoce y ella asegura ser una mendiga que un demente ha violado, después de vestirla con las túnicas que robó de una urna sagrada. La locura de Claudio Emilio es tal vez inevitable; nadie entiende sus explicaciones claras e ingeniosas; en vano probará las hojas del mirto y del laurel. A orillas del Tíber, entre los cantos del Fragmen Arboris (ver nota al pie: 2), se le oye durante tres noches gritar su indignación en versos que la posteridad ha perdido.
Notas al pie:
1) He puesto rimas a la traducción de los versos latinos.
2) Especie de ruiseñor.