Magia de Cortázar (o cómo Claudia Piñeiro se coló en «Rayuela»)
Además de cultivar la ficción en novelas, cuentos o guiones, Claudia Piñeiro (Burzaco, Argentina, 1960) es una minuciosa cronista de la realidad. «Escribir un silencio» (Alfaguara) es el resultado de esta mirada a la no ficción, un libro que recopila notas y columnas de opinión publicados durante años en diferentes medios, así como discursos u otro tipo de escritos más personales. En el que aquí sigue, un artículo titulado «Magia de Cortázar» y que fue publicado en 2013 en la revista «La mujer de mi vida», la autora de «Las viudas de los jueves» o «Elena sabe» reflexiona sobre su compatriota, quien llenaba cualquier estancia con su sabiduría, y relata el momento en que ella misma se logró «colar» -una historia de lo más disparatada- en una edición conmemorativa de «Rayuela».
Por Claudia Piñeiro
Julio Cortázar en su casa de París el 27 de noviembre de 1978. Crédito: Getty Images.
Es muy difícil hablar de Cortázar, leerlo, revisar entrevistas o notas en donde alguien habla acerca de él, y que no aparezca la palabra magia.
La escritora Sylvia Iparraguirre me contó alguna vez una anécdota relacionada con Cortázar y sus «poderes», que Abelardo Castillo —su pareja— recogió en el libro Ser escritor: «Cortázar vino a mi casa esa tarde. Cuando lo atiende Sylvia, que le llegaba literalmente a las costillas flotantes —Cortázar era un hombre altísimo—, estábamos oyendo jazz, a Charlie Parker, pero por pura casualidad. Estaba encendida la radio, no era un disco nuestro. Supongo que a él le pareció natural. En su literatura se nota que esos pequeños milagros le parecían naturales». Quienes leímos a Cortázar sabemos de su admiración por Charlie Parker; quienes lo conocían saben, además, de sus poderes mágicos.
Gabriel García Márquez también recuerda dos episodios de magia cortazariana. El primero fue en un viaje de París a Viena, junto a Carlos Fuentes. El escritor colombiano lo relata en un artículo de 1984, que hace poco rescató la revista Lengua: «Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados. A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas».
El segundo episodio fue en un parque de Managua, Cortázar leía su cuento «La noche de Mantequilla Nápoles» frente a poetas, albañiles, comandantes de la revolución y contrarios a la revolución, una muchedumbre sentada en el pasto pero flotando ante su voz. Dice García Márquez: «Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aun para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo». Según García Márquez esos dos recuerdos lo definían, porque eran los extremos de su personalidad: en privado, su elocuencia, su erudición viva, su memoria milimétrica, su humor; en público, «una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña».
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Parece que Cortázar era consciente de esa magia y la buscaba. Edith Aron, la traductora al alemán en quien se inspiró para crear su personaje La Maga, dijo hace un tiempo en una entrevista en la revista Ñ: «... algunos años después de nuestra relación en París, me dijo que tenía ganas de escribir un libro mágico. Me envió un ejemplar, pero la dedicatoria me molestó mucho y la arranqué... decía algo así como que yo era un fantasma que lo perseguía por la Argentina...». Se trataba de Rayuela, un libro mágico por cierto, del que Aron —La Maga— tuvo un borrador.
A esta lista de importantes personajes cercanos a Cortázar que se cruzaron en la vida con hechos mágicos, nos sumamos los que no lo conocimos. Yo también tengo mi anécdota cortazariana. La mía tiene que ver con la edición de mi libro, Un comunista en calzoncillos. La novela incluye un pequeño texto suyo, pero además la estructura es un homenaje a Rayuela. De una manera mucho más simple que en su novela, en la mía también se puede elegir el camino de lectura, ir por los capítulos en forma consecutiva o saltando a determinadas llamadas que propongo en el texto. La nota donde explico esto, incluida antes de que empiece la novela, la escribí después de repasar la que incluye Cortázar en Rayuela. Hasta aquí, nada fuera de lo común. Pero resulta que un día me contactó alguien por Twitter y me dijo que tenía un ejemplar de la edición conmemorativa por los cincuenta años de Rayuela que acababa de publicar la editorial Alfaguara. Y que para su sorpresa, en cuanto arrancó la lectura notó que por error se incluyeron treinta y dos páginas de Un comunista en calzoncillos en el ejemplar de Cortázar. Me dijo que iba a pedir a Alfaguara que se lo cambiaran. Le pedí que no lo hiciera, que de ninguna manera lo devolviera, que yo quería ese ejemplar para mi biblioteca. Después de un intercambio de libros, allí está ahora, en el estante donde ubico los libros dedicados por sus autores, como si ése también me hubiera sido dedicado. Después de la tapa que dice «Rayuela, 50 edición conmemorativa», arranca Un comunista en calzoncillos hasta el final de la página 32 donde se mezcla con impertinencia una oración mía con una de Cortázar, en el comienzo de la página 33. Así lo leería quien tuviera este ejemplar: «Era esa clase de tiempo, tal vez el primero... alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor probatorio tenía?».
Sylvia Iparraguirre no estaba equivocada, con Cortázar te pueden pasar estas cosas.
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