«Noche negra», de Pilar Quintana
Rosa decide dejar su vida cómoda en la ciudad para irse con Gene, su pareja de origen irlandés, a construir con sus propias manos una casa en la selva a orillas del mar. Cuando él tiene que irse unos días, ella queda sola en aquel paraje que aún le resulta indescifrable. Durante ese tiempo, a medida que la luna mengua y las noches se oscurecen, Rosa se enfrenta a las amenazas de la ingobernable naturaleza que la rodea y también a los otros, los vecinos del lugar que la saben sola. Su pasado, además, no deja de acecharla, y su soledad se hace cada vez más profunda y definitiva... A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «Noche negra» (Alfaguara, septiembre de 2025), la nueva obra de Pilar Quintana, autora ganadora del Premio Alfaguara de novela 2021.
Por Pilar Quintana

Domingo
La muchedumbre vibra en el muelle y todos arden bajo el calor sin viento, los pasajeros, los acompañantes, los curiosos, los niños, libres como trompos en el día festivo, un policía, la inspectora y los porteadores, que pasan en fila con los torsos desnudos y cargas en la espalda.
El muelle es de madera, débil y deteriorado. Por eso el barco no se arrima y fondea en medio del canal, a este lado de las islas. Se llega a él en canoas o lanchas que van, vienen y lo rodean, igual que hormigas a un enorme caramelo. Es un barco viejo, repintado de blanco, con franjas azules y las letras del nombre rojas. Se llama Don Pascual y en algunas partes tiene brotes de óxido y la lata abollada.
Gene está con el morral en la espalda, listo para embarcarse, mirando a Rosa como si quisiera absorberla.
—Yo dejaré un mensaje por ti en la tienda cuando yo llega —promete en su español torcido.
Sus ojos azules se ven más diáfanos que nunca bajo el invencible sol de la tarde y por las patillas le corre un cordón de sudor.
—Por favor —pide ella.
Él amaga una sonrisa, le pasa un dedo cariñoso por la mejilla y la besa.
Ella siente el amor en esos gestos y, mientras él se sube a la canoa, el pellizco de dolor. Es la primera vez que se separan. La primera desde el día que se conocieron y empezaron a dormir juntos. Entre ellos todo pasó muy rápido. Ustedes parecen un chicle, les decía la mejor amiga de Rosa. Una melcocha, era la figura que usaba su mamá.
Gene llega al barco y a Rosa, revuelta por las emociones de la despedida, la asalta una sospecha, aún no puede decir de qué, una sospecha sin nombre que se esparce como una mancha de tinta en una hoja de papel antes pulcra.
El muelle se vacía a medida que el barco se aleja y ella queda sola en el borde. El mar está tranquilo como un niño dormido y con la superficie plateada por el sol. Parece que el barco avanzara por una autopista descomunal y se figura que las islas son tres objetos desechados hace tanto tiempo que les creció vegetación.
A pesar de la distancia, puede distinguir a Gene de los demás pasajeros en la cubierta. Es el único blanco y tiene el pelo rubio. Está recostado con los brazos en la baranda disfrutando de la vista del mar y la brisa que se genera con el movimiento.
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Siempre, desde antes de venirse para la selva, pensaron que harían ese viaje juntos. Los planes empezaron a venirse abajo cuando un vendaval les tumbó el techo de lata apenas una semana después de que lo pusieron. Lo compraron de ese material porque era barato sin saber que no aguantaría las condiciones del acantilado.
Les tocó ir al puerto a comprar otro, de asbesto, que era más pesado, resistente y caro. Además, tuvieron que pagar el transporte en un bote de carga y los jornales de los porteadores que lo embarcaron en el puerto, lo desembarcaron en el pueblo y lo subieron al acantilado.
El presupuesto se les descuadró y por la noche, en la carpa donde se estaban quedando mientras construían, ella le dijo que iba a tener que irse solo. ¿A dónde?, preguntó él sin entender de qué hablaba. Al consulado, no podemos gastar tanta plata. Tajante, él dijo que no, que de ningún modo se iría sin ella, la plata es no importante, nosotros pertenece juntos, y por un tiempo el asunto quedó así.
Pusieron el techo nuevo, se pasaron a la casa y comenzaron a buscar a una persona confiable que se la cuidara mientras no estaban. El tendero les recomendó a un joven que trabajaba en la cooperativa de pesca y quedaron de hablar con él el domingo siguiente por la tarde.
Ese día muy temprano, cuando volvía del monte con la pala y el papel higiénico, Rosa encontró a Gene tomándose su café en el balconcito de la entrada. Después de una noche sin lluvia todo estaba en calma. La selva alrededor y el mar en la distancia, verdes los dos, igual que si estuvieran hechos de la misma sustancia.
Tú eres en lo correcto, dijo sin saludarla. Esta vez la que no entendió a qué se refería fue ella: ¿en qué? Nosotros necesita ahorrar y yo debe viajar solo. Aunque en ese momento no le dio importancia, ella notó que tenía la cara de tonto que a veces adoptaba en los restaurantes para que le dieran más tajadas, o en los depósitos del puerto cuando quería que le rebajaran el precio de los materiales.
De repente las lanchas comenzaron a salir por el estero. Desde el balconcito no podían verlas sino escucharlas. Una estampida mecánica y violenta que sacudió la naturaleza como tiros de metralla. Ella suspiró, con un piquete en las tripas. Es lo mejor, reconoció con la voz ahogada por el estruendo.
La casa constaba de un cuarto y en esa etapa aún no tenía paredes. Era nomás la estructura de vigas y columnas, con el techo de asbesto pintado de rojo y el piso de tablas sin cepillar. Para protegerla por las noches y cuando llovía la envolvían con unos fuertes plásticos negros.
En los días que siguieron techaron el patio de atrás con las tejas rescatadas del vendaval. Luego se aplicaron a cortar las tablas de las paredes y las clavaron, superpuestas en sentido horizontal, para evitar que al secarse y contraerse se abrieran grietas entre una y otra.
A una semana del viaje, para poder cerrar la casa, nada más les faltaban las cubiertas de la puerta y el ventanal. Era el tiempo suficiente para fabricarlas y dejarlas instaladas, pero se desató un diluvio satánico que parecía de nunca acabar.
Cada noche se iban a la cama esperando que por la mañana hubiera escampado, y cada mañana se levantaban creyendo que era imposible que lloviera muchas horas más.
Desde el primer minuto hasta el último estuvieron confinados en el cuartico. Para evitar que se les metiera el agua, recortaron los plásticos negros a la medida de las aberturas de la puerta y el ventanal y los fijaron con un sistema que les permitiría enrollarlos cuando dejara de llover. Así que estaban a oscuras.
Ahí dentro tenían la cocina, las maletas con la ropa, las herramientas, los bultos de cemento y otros materiales de construcción, el altillo con la colchoneta donde dormían, el dinero..., en fin, todo lo que poseían en el mundo, y no quedaba espacio para serruchar y preparar las largas tablas y los listones.
Tampoco podían trabajar en el patio de atrás, ya que el agua corría como un arroyo por el piso de tierra y el rocío se colaba por los costados.
A ratos la intensidad disminuía y el aguacero agarraba un ritmo monótono, como de niños aburridos que pasan las cuentas de un ábaco. Se ponían la ropa de trabajo, alistaban las herramientas y volvía a ensañarse. Fueron siete días en los que llovió con una potencia maligna que se parecía al odio.
Escampó la víspera del viaje antes de que amaneciera. A Rosa la despertó el silencio, extraño y frígido. Salió a mirar qué pasaba. Nunca había visto una madrugada tan negra y quieta, con la selva, las islas y el mar casi confundidos con la oscuridad. El mundo le pareció aterrador, como tomado por fuerzas ocultas.
Regresó al altillo y despertó a Gene para decirle que no se quería quedar sola. Él no respondió nada y ella pensó que se había vuelto a dormir. Gene, lo llamó. ¿Qué? La casa no tiene puertas. Yo sé, le dijo con ternura, el problema es que nosotros no consiguió alguien para cuidar la casa.
Con el joven de la cooperativa de pesca que les recomendó el tendero nunca llegaron a hablar.
Don Israel, a quien también consideraron para el trabajo, porque era un señor responsable, les había dicho que no podía dejar sus obligaciones por irse a la casa de ellos. ¿Ni por las noches? Menos, aseguró. Era el cuidandero de la propiedad vecina y, para justificarse, les contó que en una oportunidad que salió a las fiestas del pueblo le robaron la guadañadora. Encima, a su señora le daba miedo quedarse sola a esas horas.
Al otro vecino del acantilado lo descartaron sin siquiera preguntarle porque bebía a diario. Era un ingeniero joven que compró la propiedad cuando era estudiante gracias a la herencia que le dejó un tío.
Según su versión, al poco tiempo de graduarse se había enrollado con una muchacha que tenía ganas de casarse y cuyo hermano, un mafioso reconocido, le ofreció que montaran una constructora para que el ingeniero se animara.
Rosa intuía que lo que en realidad había pasado era que había dejado a la muchacha en embarazo.
En cualquier caso, el ingeniero salió huyendo y desde hacía meses vivía en su lote, que colindaba con el de ellos por detrás y era tan indómito, en una choza con techo de palma, palos redondos y paredes de guadua. La construyó con ayuda de don Israel, sin planeación y con las materias que la selva le dispensó. Ellos no entendían cómo resistía los temporales y demás amenazas.
Quedaba una opción: Rodrigo, el hermano de las dueñas del otro lote de atrás, unas funcionarias del norte del Valle que lo compraron con la idea de construir una cabaña para las vacaciones y la jubilación.
Se suponía que él iba a ejecutar la obra, pero en las dos semanas que llevaba en el acantilado no se le había visto iniciativa. Se estaba quedando, igual que ellos al principio, en una carpa en el quiosco de la propiedad que cuidaba don Israel, y todo el tiempo se la pasaba recostado en la hamaca.
Yo soy el hermano calavera, les dijo el día que lo conocieron. Rosa se rio. En serio, salí de rehabilitación y como no sabían qué hacer conmigo me exiliaron. Más risas de ella. ¿Rehabilitación?, preguntó Gene. De drogas y alcohol, respondió.
En el altillo empezaba a clarear y ya se percibían los bultos de Rosa y Gene, acostados bocarriba en la colchoneta, bajo el toldillo de gasa con que se protegían de los mosquitos. Seguro ni nos cobra, argumentó ella, no necesita la plata y va a estar más cómodo aquí que en la carpa. Yo no confío en él, declaró Gene. Nos llevamos la plata, insistió ella, ¿y qué otra cosa nos va a robar? Él se giró para encararla. Nosotros no puede pagar dos viajes, le dijo, nosotros tiene que cuidar la plata.
Fue ahí cuando se le metió la espina de la sospecha. Rosa lo comprende de cara al barco, que cada vez está más lejos, pasando las islas, como una anomalía blanca, una incongruencia en el paisaje.
Para Gene lo principal siempre había sido ella. Se lo dijo con todas sus letras la noche que le propuso que se fuera solo y, aunque no lo hubiera hecho, ella lo sabía. Era una certeza física. Lo sentía en el cuerpo como se sienten los pies sobre la tierra. Lo sintió hasta aquel momento en el altillo cuando de pronto, sin una razón aparente, la prioridad pasó a ser la plata.
Por supuesto debían cuidarla. Fue ella quien dio la voz de alarma y sembró la idea del viaje en solitario. Pero no deja de sentir que para él representó una liberación —arrancarse del chicle que son ellos dos, de la agobiante melcocha— mientras que a ella algo se le rompió por dentro.
Su seguridad es el punto herido. Ahora lo sabe y por el agujero abierto se le irriga, líquida y ponzoñosa, la negra idea de que ella ha comenzado a molestarle a su marido.
(...)
Noche negra, de Pilar Quintana, sigue aquí.

