«Mi oficio es escribir»: las grandes virtudes de Natalia Ginzburg
La práctica de la escritura como necesidad y responsabilidad, la exploración de la memoria como diálogo con el ahora, la precisión del lenguaje como búsqueda incesante y declaración de estilo: tres ejes que articulan la obra de Natalia Ginzburg (1916-1991), en sus dimensiones textuales, políticas y sociales. La complejidad de las relaciones humanas se traduce en los léxicos familiares que pulsan en el centro de las historias, mientras la mirada se desplaza y observa y se observa, narra y nos narra, en todos nuestros ayeres, en este presente.

Natalia Ginzburg en 1988. Crédito: Getty Images.
«Natalia Ginzburg es también una mujer fuerte. Quiero decir una escritora fuerte, y se trata de una condena que pesa sobre sus libros, como también la resignación a un peso que no se aligera con ese lenguaje suyo tan piadoso, o emotivo, o evasivo», escribió Italo Calvino en el prólogo a Y eso fue lo que pasó, la segunda novela de la autora turinense, publicada en 1947. Cinco años antes, Natalia Ginzburg había debutado con El camino que va a la ciudad, bajo el pseudónimo de Alessandra Tornimparte. Es decir, el desplazamiento simbólico de la voz y de la identidad de la autora –del centro visible a la periferia difuminada– inauguró la trayectoria de la novelista, ensayista y dramaturga, configurando así el núcleo de su propuesta y la continuidad de intenciones narrativas: decir la verdad, equilibrando la miel de las vivencias con la pulpa de la autenticidad.
Natalia nace en Palermo, hija del científico Giuseppe Levi y de Lidia Tanzi (que, por cierto, era la hermana de Drusilla, la esposa del poeta Eugenio Montale, tan hermosamente presente en su poesía). Última de cinco hermanos, tenía dos años cuando la familia se muda a Turín, la ciudad que conformará su topografía emocional, aunque residirá también en Roma y en Londres. Hasta la escuela secundaria, la futura escritora recibe educación en casa, cultivando el interés por las letras y la atención plena al lenguaje. En 1938 se casa con el intelectual antifascista de origen judío Leone Ginzburg y asume su apellido. El matrimonio tendrá tres hijos (uno de ellos es el historiador Carlo Ginzburg) y compartirá visión y práctica política. El 20 de noviembre de 1943, Leone es detenido y llevado a la cárcel de Regina Coeli, donde morirá el 5 de febrero del año siguiente. En los versos de Recuerdo, Natalia Ginzburg plasmará la herida de la pérdida con la textura a la vez delicada y áspera que es la huella de su escritura. En 1950, se casará con el anglicista Gabriele Baldini, con quien tendrá dos hijos y que la acompañará durante una etapa de intensa producción artística. Tras el fallecimiento de su segundo marido, en 1969, la escritora intensificó su presencia en el debate cultural y político italiano, también como diputada del Partido Comunista Italiano (PCI), durante dos mandatos (en 1983 y 1987). Los parpadeos de la biografía, tan humanos como las vidas que Natalia Ginzburg imaginó y vivió, se sustentaron siempre en un hilo firme que los atravesó todos: la escritura, latido y compromiso.
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1. Sobre la escritura
«Mi oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mucho tiempo. Espero que no se me interprete mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir, me siento extraordinariamente cómoda y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente bien, utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien firmes en mis manos». Con estas palabras se abre Mi oficio, el texto –que es declaración de intenciones y reflexión crítica y clase magistral de escritura– que Natalia Ginzburg escribió en su ciudad en 1949 e incluyó después en el volumen Las pequeñas virtudes. Y escribir fue, de hecho, el oficio que encarnó con urgencia y pulso, desde la sólida certeza de su impacto ético y político, y la lealtad a transparencia de los hechos (colectivos y personales) que relató en sus crónicas, transformó o imaginó en la ficción, y analizó con agudez en sus artículos para los diarios La Stampa, L’Unità e Il corriere della sera. Porque entender la escritura como oficio implica la necesidad de artesanía, el compromiso con la práctica y la vocación íntima que no busca consuelo ni reconocimiento, que no es refugio ni satisfacción, sino «se alimenta y crece en nuestro interior».
La inmediatez de la escritura, su pulso decidido y directo beben también de la poesía cotidiana, que Natalia Ginzburg contempla y eleva con la aparente sencillez que instala profundidad absoluta en cada página
Y Natalia Ginzburg cultivó su oficio en todas las dimensiones. En otoño de 1944, empieza a colaborar en Roma con la editorial Einaudi para convertirse después en editora de la sede de Turín, junto a Cesare Pavese (las páginas que le dedica en Retrato de un amigo, tras el suicidio del escritor, son de una belleza devastadora) y en diálogo con Italo Calvino. «En la editorial […] solía trabajar en sus textos. Pavese, con una pipa en la boca, escribía, tachaba lo que acababa de escribir, se rizaba el pelo con un dedo. Para descansar, leía en voz alta algunos versos de la Ilíada, canturreando en griego. Natalia escribía la misma página varias veces, pero no cambiaba nada en la estructura. Los dos buscaban un lenguaje nuevo; el viejo se había vuelto hueco e inútil tras veinte años de fascismo. […] El lenguaje nuevo debía ser lapidario, claro, acorde con la realidad», escribe Maja Pflug en la biografía Audazmente tímida. La colaboración con Einaudi durará casi cincuenta años, durante los cuales Natalia Ginzburg lee, corrige, traduce, edita los libros publicados por la editorial, comparte valoración y consejos con autoras y autores, imagina nuevas colecciones, sin dejar nunca de plasmar su propia escritura. Las cartas que intercambia con Calvino, con Elio Vittorini y Elsa Morante dibujan las coordenadas principales del panorama editorial italiano de mitad del siglo XX y brindan el acceso al laboratorio de la escritora que, mientras comenta y propone, reflexiona sobre su proceso creativo y su visión personal de la palabra escrita, que es, sobre todo, mirada y voluntad de ver.
La inmediatez de la escritura, su pulso decidido y directo beben también de la poesía cotidiana, que Natalia Ginzburg contempla y eleva con la aparente sencillez que instala profundidad absoluta en cada página: «Mucho antes de convertirse en una actividad del ingenio, la poesía es una condición del espíritu, y como condición del espíritu es imposible pensarla separada de la condición humana», escribe en Sobre la poesía, texto incluido en la colección de artículos y ensayos breves Vida imaginaria. Y la escritora vivió y rememoró todas las vidas que hoy seguimos imaginando.

Natalia Ginzburg en Turín, Italia, circa 1990. Crédito: Getty Images.
2. Sobre la memoria
El año 1963 marca un punto de inflexión en la trayectoria de Natalia Ginzburg. El 22 de marzo sale de imprenta Léxico familiar, a principios de abril la novela llega a las librerías y el 4 de julio gana el Premio Strega. Más de sesenta años después, la crónica de la familia Levi-Tanzi sigue invitándonos a descifrar los léxicos familiares que conforman nuestras redes emocionales, a explorar las transfusiones entre los recuerdos y su reconstrucción continua que bordan nuestra historia personal.
«No deseaba hablar de mí. Ésta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia. Debo añadir que ya en la infancia y adolescencia me propuse escribir un libro sobre las personas que entonces me rodeaban. En parte, puedo decir que éste es el libro. Pero sólo en parte, porque la memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad con frecuencia son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos», escribe la autora en el prólogo, interpelando el género autobiográfico y transfigurando la presencia de la subjetividad en la escritura. Los hechos, todos reales, fundamentan el desarrollo de la novela, los espacios y las atmósferas, los personajes (que siempre aparecen con sus nombres y apellidos) y sus acciones. «Sólo he escrito lo que recordaba», afirma la autora y destaca así el movimiento selectivo de la memoria, el acceso intermitente a sus estratos donde claridad y claroscuro se fusionan. ¿Cómo narrar la historia familiar? Situándonos en el umbral entre lo real y lo verdadero, entre el acontecimiento y su recuerdo, convirtiendo la propia escritura en ancla para fundamentar el léxico compartido, las frases que «son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra».
La implicación con la escritura se produce siempre gracias y a través de la lengua.
La recreación de la memoria íntima vibra también en Todos nuestros ayeres. La vida de Anna se recorta contra el fondo de la segunda guerra mundial, luces y sombras convergen en la intimidad de la protagonista y reflejan los miedos, las amenazas, la dureza de la sociedad contemporánea. El propio título es una referencia explícita a la escena quinta del acto quinto de Macbeth, la tragedia shakesperiana, y el eco de la batalla íntima que enfrentó el conde escocés resuena en las conversaciones de los personajes, planteando un debate esencial acerca de la justicia y la igualdad. «Es una novela perfecta», afirmó la novelista irlandesa Sally Rooney. Y la escritora estadounidense Vivian Gornick, que profesó en múltiples ocasiones su admiración hacia Natalia Ginzburg, escribió en Cuentas pendientes: «el texto se construye sólo cuando la narradora no está involucrada en una confesión, sino en una auto investigación, en una auto implicación, en definitiva. […] Esta visión fue el gran regalo de Natalia Ginzburg para mi propia vida de escritora».
Y la implicación con la escritura se produce siempre gracias y a través de la lengua.

Natalia Ginzburg en Turín, Italia, circa 1990. Crédito: Getty Images.
3. Sobre el lenguaje
La lectura atenta, vehículo para la comunión con el texto, implica la indagación en las elecciones léxicas y los matices semánticos, la penetración en el ritmo y sus pausas, la voluntad de habitar la página para respirar sonidos y sentidos. Se trata de la lectura que precede y acompaña el gesto de la traducción, otra de las dimensiones del oficio que Natalia Ginzburg sintió siempre suyo. En 1983 Einaudi publicó el tercer título de la colección Scrittori tradotti da scrittori: Madame Bovary, de Gustave Flaubert, traducido por nuestra autora. En su nota, leemos: «Traducir significa pegarse y aferrarse a cada palabra y escrutar su sentido. Seguir paso a paso y fielmente la estructura y las articulaciones de la frase. Ser como insectos sobre una hoja y como hormigas en un sendero. Pero mientras tanto mantener los ojos alzados para contemplar todo el paisaje, como desde la cima de una colina». Ser hormiga y caballo, inspeccionar el lenguaje sin perder la visión de conjunto, sobrevolar los párrafos sin despegar el ojo de la lupa. La exactitud del funcionamiento singular de cada palabra en el engranaje plural de la textura lingüística caracteriza toda la obra de Natalia Ginzburg y propicia una experiencia de lectura inconfundible. La prosa fluye en el equilibrio de oralidad y sutileza descriptiva, levedad en la adjetivación y estabilidad en la puntuación, entonando la melodía del estilo y acompañando las metamorfosis formales.
El lenguaje se despliega como reflejo de la voz que lo piensa y lo convierte en hogar. Los espacios de las casas se vuelven entonces plásticos por las vivencias que los habitan, convertidas en escenas, diálogos, cartas.
El lenguaje se despliega como reflejo de la voz que lo piensa y lo convierte en hogar. Los espacios de las casas se vuelven entonces plásticos por las vivencias que los habitan, convertidas en escenas, diálogos, cartas: «Uno puede vender o ceder las casas a otras personas, pero sigue conservándolas para siempre en su interior», escribe Natalia Ginzburg en la novela epistolar La ciudad y la casa. Y las habitaciones, con los objetos que las ocupan o decoran, cartografían la sociedad del siglo pasado, examinando los roles femeninos en las crónicas de La tarea de la casa y otros ensayos y en los relatos de A propósito de las mujeres. En el centro siempre palpita la concentración en la lengua para liberarla de máscaras y artificios, de «lo que Wittgenstein llamaba las palabras-cadáveres. Por docilidad, por obediencia, […] intentamos utilizar esos cadáveres de palabras cuando hablamos en público o en voz alta y conservamos nuestro verdadero lenguaje dentro de nosotros, clandestinamente. Parece un problema insignificante, pero no lo es», defendía en «El uso de las palabras». Y el lenguaje de Natalia Ginzburg construye precisamente el puente entre verdad íntima y sociedad pública, devolviendo latidos al léxico que se expande en su familiaridad.
Familiar es también la alegría que la escritora asigna a sus personajes y que afina con la ironía en su obra teatral más conocida, la comedia en tres actos Me casé por alegría. Los movimientos escénicos y las danzas verbales traducen en el escenario el sello de la prosa de Natalia Ginzburg, la vida de las palabras que renacen en la escritura, transitando la memoria con el aliento de la lengua y la mirada embebida de verdad. Porque «la realidad es tan exacta como las ciencias exactas, y es a la vez vacilante, incoherente, vertiginosa, peligrosa e infinita. Solo en la poesía, es decir, en el arte, la realidad se revela en su naturaleza exacta e infinita», en todas sus grandes y pequeñas virtudes.

