Cualquier verano es un final

Ray Loriga

Fragmento

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I

 

 

 

 

Les contaré lo peor que me ha pasado: confundir, en un sueño, una oca con un alce después de haberme obsesionado durante muchos días y sus correspondientes noches con un poema de Elizabeth Bishop. Según parece, hay que fijarse en los detalles. La realidad tiene engranajes y piezas muy pequeñas.

Las orlas, por lo visto, son esenciales, y los pespuntes, los flecos, las cenefas, las golas, los tocados, los chapines, todos los principios y todos los finales importan. Afilado o romo. ¿Detrás de qué? ¿Escondido dónde? ¿A qué hora exacta se fue?

El azul, el verde y el marrón de los mapas delimitan, y mientras tanto la vida se comprime hasta caber entera en una bolsa de canicas, pero a nadie parece inquietarle. Y eso que no he mencionado mi ridícula colección de sellos (tres), o las suelas de los zapatos, que cuando se despegan parece que van a hablar.

Pero vayamos con lo que he venido a contar. Aún no saben siquiera quién es Luiz, cuánto mide, cuánto pesa, cómo se dobla el puño de las camisas, cuánto pelo le queda en la cabeza, cuántas muelas, con qué frecuencia revisa el aire de las llantas de su bicicleta, o las pilas de su linterna.

Malditos detalles...

Cuando de niños mirábamos las cosas, ¿no estaba el valor, y hasta la inteligencia, en nuestros ojos? En las banderas dibujadas había un sable cruzado por una pluma, una corona de laurel, un gallo, una rosa, una daga, un cazamariposas, dos tibias, un roble, un bastón, una guadaña... Detalles. Pero, a pesar de éstos, veíamos (o creíamos ver) lo esencial. ¿Cuál es la diferencia entre una oca y un ganso? O entre un alce y un ciervo.

Vista cansada... Ja. ¿Por qué no decir la verdad? Me están arrancando la vida de los ojos.

Mienten, y saben que mienten. Aunque sean médicos cualificados.

Se imponen algunas puntualizaciones.

Nunca animé a Luiz a empeñarse en morir, ni, en contra de los muy extendidos rumores, maté a mi tía Aurora. Ni siquiera maté al capataz de la finca de Pago de San Clemente. Ni caminé por las calles de Praga, ni crucé el puente de Carlos en dirección a Krizovnicke mirando con envidia a otros hombres que paseaban a jovencitas en calesas, ni deambulé junto a los llamados (entre sí mismos) poetas en los falsamente bohemios círculos literarios de Madrid, ni me colé de polizón en los ferrocarriles de carga entre verdaderos miserables, ni crucé miradas lascivas con la prima ballerina del Bolshói, ni bailé con las tristísimamente alegres tiqueteras en la costa de Chile, cerca de Horcón, ni disparé con armas de fuego, ni peleé con los puños, ni monté a caballo, ni toqué el violín, ni negocié con desertores en la puerta de Brandeburgo, ni jugué con peces escorpión y tortugas gigantes a cuarenta metros de profundidad en una isla remota de la costa malaya, ni comí peyote con los huicholes en el valle sagrado bajo la mina de Real de Catorce, ni fui blanco ni fui negro, ni sé dibujar, ni clavé sombrillas en la playa, ni te dije adiós.

No, ni hablar, nada de eso. Habladurías, inexactitudes, maledicencias. Una sarta de mentiras, un oscuro enredo, un formidable embrollo. Nada que ver con la realidad. Yo nunca hice eso, nunca «asesiné y creé», que dirían el bueno de T. S. Eliot o el loco de Blaise Cendrars. En realidad, apenas hice nada. Cursi por dentro y podrido por fuera (y viceversa), vago, digno de ninguna confianza, bueno para poco.

Ni siquiera sé si tengo un amigo o sólo lo he construido minuciosamente en mi imaginación. Pero el caso es que, para mí, existe. Me lo repito con frecuencia insana en la ducha, tratando de convencerme: Luiz existe.

¿Cómo iba a desear perderle precisamente a él?

Pero he empezado con mal pie.

Primero, supongo, son de rigor las presentaciones, y ajustarse bien el nudo de la corbata.

Yo soy más del previsible cuatro en mano que del Windsor, más que nada por vagancia, pero da lo mismo, hay un nudo para cada cuello.

Cuestión de gustos.

 

 

Me llamo Yorick (bueno, en realidad no, pero en realidad sí), y casi todo lo que vengo a contarles es cierto y espero que aclare de una vez por todas este triste asunto, al menos en lo que a mí concierne. Tengo ya tantos remordimientos que me niego a cargar con culpas que no sean mías.

Mi padre, un señor muy serio con un macabro sentido del humor, me rebautizó Yorick (enterrando mi nombre verdadero) por un bufoncillo muerto prematuramente en Hamlet, sí, el mismo cuyo cráneo sujeta el joven príncipe cuando pronuncia la dichosa perorata. También porque al parecer, según me contó mi madre, de bebé lloraba muchísimo, pero eso es más bochornoso aún y menos literario. Mi padre adoraba a Shakespeare como otra gente adora las patatas fritas, el sexo o la mentira. Murió también prematuramente, mi pobre padre, atropellado por un camión, aplastado sería más preciso, bajo un camión de dos ejes y casi dieciocho toneladas, perteneciente a la flota de su propia empresa, aquella en la que había trabajado toda su vida como contable. Así son las cosas algunas veces, por mucho Shakespeare que leas. Yo era muy pequeño y apenas guardo recuerdos de mi padre. Según he visto en las fotografías, llevaba bigote. Mi madre lloró un poco y enseguida se rehízo y encontró, por medio de una prima soltera, un empleo como azafata mostradora de galletas en una cadena de supermercados. Se convirtió de la noche a la mañana en una de esas señoritas encantadoras que ofrecían galletitas gratis en los setenta, supongo que eso ya no se lleva, y sonreían a todo el mundo y entablaban conversaciones intrascendentes con desconocidos mientras trataban de promocionar delicias de nata. Mi madre no había trabajado nunca, fuera del deprimente trabajo del hogar, y descubrió que le encantaba. Se acicalaba todas las mañanas para ir a ofrecer esas galletas, malísimas por cierto, junto a su alegre prima, y volvía a casa al anochecer con los pies molidos pero satisfecha. Sospecho que tanto ella como su prima coqueteaban dentro o fuera del trabajo con algunos caballeros, pero en casa jamás entró ninguno y así, frente al resto de la familia y ante el mundo en general (la parte del mundo que nos mira), mi pobre madre fue siempre una viuda irreprochable. No ganaba mucho dinero, pero con su sueldito y la pensión de viudedad nos daba para vivir holgadamente. Mientras iba y venía, me dejaba al cuidado de mi tía Aurora, una señora requetefina, viuda a su vez del hermano de mi padre, dueña de un temperamento insoportable, dotada de una habilidad especial para hacer mal hasta los huevos duros, y a la que le encantaba que su pequeño caniche le chupara los pies y sólo Dios sabe qué otras cosas. Una nota más sobre mi padre: mi madre decía que tengo su voz y mi tía Aurora asentía con

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