Mary Shelley entre fantasmas, opio y aguaceros: la historia del nacimiento de Frankenstein

La pesadilla de Mary Shelley en los Alpes forma parte de la leyenda literaria. Pero la verdad sobre su viaje a Ginebra con Percy y Byron —que incluyó erupciones volcánicas y a un mono y un pavo real— es aún más extraña. Esta es la verdadera historia de una de las peores (y más decisivas) vacaciones de la literatura; la historia de la odisea que dio lugar a «Frankenstein o el moderno Prometeo».

30 agosto,2022

Crédito: Getty Images.

A lo largo de los dos últimos siglos, Frankenstein, de Mary Shelley, ha engendrado un mito sobre su creación tan confuso como el monstruo de la autora, lo que suscitó un debate académico muy acalorado sobre la autoría del libro, espoleado por la mezcla de un arraigado sexismo —¡seguramente una muchacha de dieciocho años jamás podría haber escrito un libro así!— y la compañía que tuvo Shelley cuando lo escribió: la de los poetas Percy Shelley y Lord Byron

Sin embargo, lo que a veces se pasa por alto es la extraña combinación de circunstancias que llevaron a Mary a tomar pluma y papel. Erupciones volcánicas, deseos latentes, excursiones demasiado ambiciosas y editores sin escrúpulos tuvieron su encontronazo en las vacaciones más productivas —y desafortunadas— de la historia de la literatura. Dos egocéntricos poetas hicieron la maleta con sus toallas de playa para un viaje que produjo dos de los personajes más perdurables de la literatura, ninguno de los cuales fue creado por ellos. 

Como muchas malas vacaciones, la excursión de junio de 1816 al lago de Ginebra se había torcido desde el principio. Considérese la composición del grupo que viajaba: Lord Byron, para el que no eran tanto unas vacaciones como un exilio, al desterrarse a sí mismo de Inglaterra tras ser acusado de haber cometido incesto con su hermanastra; su principal acompañante, John Polidori, un médico precoz recién salido de la adolescencia que —sin el conocimiento de Byron— había aceptado quinientas libras esterlinas del editor del poeta para que llevara un diario de sus aventuras, con la esperanza de conseguir material para un superventas subido de tono; y un pavo real, un mono y un perro que acompañaron a la pareja.

A veces se pasa por alto es la extraña combinación de circunstancias que llevaron a Mary a tomar pluma y papel. Erupciones volcánicas, deseos latentes, excursiones demasiado ambiciosas y editores sin escrúpulos tuvieron su encontronazo en las vacaciones más productivas —y desafortunadas— de la historia de la literatura.

Se les unió Percy Bysshe Shelley, que huía de su esposa —cuyo cadáver fue encontrado en el lago Serpentine, en Hyde Park, seis meses después— junto a Mary Wollstonecraft Godwin, que tenía dieciocho años y era su amante desde hacía dos. Shelley no había tratado antes con Byron ni con Polidori: el encuentro de ambas parejas fue ideado por Claire Clairemont, hermanastra de Mary, ansiosa por reavivar el breve romance con Byron que la había dejado embarazada. Como señaló Muriel Spark en su biografía de Mary Shelley, en 1951, Claire era «el tipo de mujer joven que hoy sería considerada una esnob». Byron no le dio mucha importancia a su encuentro con ella, aunque sí sucumbió a su «pavoneo ante uno a todas horas», como lo describió más tarde. 

Además, los poetas sentían la suficiente curiosidad el uno por el otro para embarcarse en unas vacaciones en el lago de Ginebra con dos completas desconocidas. Shelley era una especie de prodigio adolescente que había publicado su primer poemario a los diecisiete años y que en 1816 disfrutaba de su mayor éxito hasta la fecha, Alastor. Byron debía de saber quién era Shelley, una pensadora radical y defensora del amor libre cuatro años menor que él: los mismos que llevaba reluciendo en los círculos de las celebridades londinenses.    

A principios del siglo XIX la ciudad suiza era una versión mucho más deprimida que el elegante paraíso bancario internacional en el que se convertiría después, pero su paisaje no era menos inspirador: sus imponentes picos nevados alrededor de las tranquilas aguas del extenso lago atraían a decenas de turistas ingleses —para disgusto de Byron, que los llamó «bobos mirones» en alguna de sus cartas—.  

Claire, Percy y Mary —que adoptó el apellido de Percy cuando la pareja se casó, pocas semanas después de la muerte de su primera esposa— ya habían estado en Suiza. Dos años antes habían navegado a Francia, y desde allí habían ido a pie hasta Suiza, leyendo en voz alta durante el camino. Regresaron a casa seis semanas después sin blanca, doloridos y completamente abatidos.

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Frankenstein o el moderno Prometeo

La historia original de uno de los monstruos más famosos de la historia de la literatura.

Traducción de Silvia Alemany Vilalta

Introducción de Alberto Manguel

El viaje fue mejor la segunda vez. Fueron solo diez días de trayecto desde Londres, aunque marcado por los mareos (Mary) y un debilitante estrés (Shelley, al que comprensiblemente le pesaba haber abandonado a su esposa y su herencia). Al llegar, Shelley y Byron superaron la incomodidad inicial y enseguida surgió entre ellos un poético bromance , ignorando completamente a la pobre Mary.

Aun así, había paisajes que disfrutar. Para intentar librarse de la persistente mirada de sus compatriotas, Byron sugirió que se alojaran en la cercana aldea de Cologny, donde habían visto que la Villa Diodati, con una adecuada grandiosidad y rodeada de viñedos, estaba libre. Los Shelley alquilaron una casa bastante más modesta cerca de la orilla del lago. En sus cartas, Mary recordaba el lago «azul como los cielos que refleja».

Sin embargo, no les duró el buen tiempo. El año anterior había entrado en erupción un volcán llamado Monte Tambora, en Indonesia; la nube de ceniza fue gigantesca incluso comparada con el detritus del Eyjafjallajökull que nos arruinaría las vacaciones dos siglos después. La nube de ceniza del Tambora robó el verano al norte de Europa —un parte meteorológico de Ginebra fechado en julio de 1816 informaba de que «los robles aún no tienen una sola hoja»—, y fue a mediados de junio cuando comenzaron los pronósticos más aciagos. Mary recordaba una «lluvia casi perpetua», interrumpida por unas terribles tormentas. La grisura era implacable.

Para matar el tiempo, consumieron mucho vino y láudano (opio líquido) y, para contribuir a la sensación general de delirio, empezaron a recitar espeluznantes poemas (...). Resultó una mezcla embriagadora: Shelley acabó saliendo del salón dando gritos, tras sufrir la alucinación de que los pezones de Mary se habían convertido en unos ojos demoniacos.

Nuestros cinco venturosos se vieron obligados a permanecer bajo techo y a cambiar los cristalinos paisajes montañosos por reuniones cada vez más claustrofóbicas en la villa de Byron. Para matar el tiempo, consumieron mucho vino y láudano (opio líquido) y, para contribuir a la sensación general de delirio, empezaron a recitar espeluznantes poemas. «Cayeron en nuestras manos algunos volúmenes de cuentos de fantasmas traducidos del alemán al francés», contó Mary quince años después. Resultó una mezcla embriagadora: Shelley acabó saliendo del salón dando gritos, tras sufrir la alucinación de que los pezones de Mary se habían convertido en unos ojos demoniacos. 

Aun así, las bromas continuaron. Byron les propuso un reto a sus amigos: escribir su propio cuento de fantasmas.

Los resultados fueron inesperados. Byron —quizá el escritor más consumado y elogiado del grupo— contó una historia de vampiros bastante decepcionante. Shelley, otro meritorio poeta, desistió enseguida después de lanzarse con una historia sobre su propia infancia. Tras un lento comienzo —«el pobre Polidori tuvo cierta idea terrible sobre una dama con cabeza de calavera»—, el doctor logró estirar sus habilidades de escritor creativo para conjurar «El vampiro», un cuento que más tarde inspiraría a Bram Stoker para crear Drácula. El personaje principal de Polidori, el chupasangre mujeriego lord Ruthven, guarda un notable parecido con Byron.

El curador de la biblioteca Bodleiana, Stephen Hebron, sostiene un retrato de Mary Shelley donado en 2010 a la institución. Crédito: Getty Images.

Pero fue sobre todo la creación de Mary lo que hizo famoso a este viaje. Frankenstein, considerado el indiscutible nacimiento de la ciencia ficción, surgió al estilo gótico, como corresponde. Tras escuchar a Shelley y Byron disertar sobre la posibilidad de vivificar un cadáver, Mary —como tal vez era de esperar— se despertó varias veces aquella noche. Algunos interpretan sus diarios como ataques de insomnio, y otros como pesadillas, donde vio «el espantoso fantasma de un hombre tendido y luego, como accionado por un potente mecanismo, dio señales de vida». En cualquier caso, tenía una historia que leer al grupo para la siguiente noche de tormenta: 

Una desapacible noche de noviembre contemplé a mi hombre terminado y, con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida en la cosa inerte que yacía a mis pies. 

Cinco días después, los dos poetas abandonaron el concurso de relatos de fantasmas y prefirieron disfrutar de una escapada de ocho días a Montreaux, rematada por el hundimiento casi fatal de su barco durante un tormentoso viaje de regreso. Entretanto, Mary se afanó con la escritura de Frankenstein, mientras recibía las indeseadas atenciones de Polidori, que, tras pelearse con Shelley y Byron, desarrolló «El vampiro» junto con su amor no correspondido mientras cuidaba un esguince de tobillo.

El viaje fue muy productivo: además de los dos cuentos de terror, Shelley escribió dos de sus mejores poemas: «Himno a la belleza intelectual» y «Mont Blanc: líneas escritas en el valle de Chamouni». Este último fue incluido en Historia de una excursión de seis semanas, un diario de viaje publicado por Mary y prologado por Shelley al año siguiente. Byron escribió el tercer canto de Childe Harold, el poema narrativo que lo había lanzado al estrellato. Claire, embarazada, dio a luz a su hija Allegra en enero. El reticente padre, Byron, preguntó: «¿Esta mocosa es mía?».

Tras escuchar a Shelley y Byron disertar sobre la posibilidad de vivificar un cadáver, Mary se despertó varias veces aquella noche. Algunos interpretan sus diarios como ataques de insomnio, y otros como pesadillas, donde vio «el espantoso fantasma de un hombre tendido y luego, como accionado por un potente mecanismo, dio señales de vida».

Frankenstein (publicada como Frankenstein o el moderno Prometeo) nació un año después, con un prefacio de Shelley. El nombre de Mary fue eliminado, y los críticos que ignoraban que lo había escrito ella fueron considerablemente más amables que quienes lo sabían. El libro generó división entre los críticos, pero los lectores lo devoraron, y Frankenstein se abrió paso hasta las tablas como obra de teatro, precursora de las adaptaciones cinematográficas y televisivas que han mantenido vivo el legado de Mary desde entonces. 

Al final, la pandilla de Ginebra tomó caminos separados. Si bien hubo nuevos viajes a Suiza, los aparatosos dramas y las tragedias que rodeaban a sus miembros siguieron arremolinándose en los años siguientes. En la primera mitad de la década de 1820 murieron todos los hombres: Polidori, envenenado con cianuro que se administró a sí mismo en 1821; Shelley, un año después, cuando lo azotó una tormenta mientras navegaba en Italia; y Byron, en 1824, por una sepsis causada por una sangría terapéutica en Grecia. 

Mary sufrió la debilitadora pérdida de sus hijos en dos veranos consecutivos, en 1818 y 1819. Aquello la sumió en una profunda depresión y se distanció cada vez más de su marido. En consecuencia, las vacaciones de Frankenstein pasarían a la posteridad como uno de los momentos más memorables de una vida marcada por el sufrimiento. Al escribir sobre ello más tarde, Mary reflexionó sobre todo ello con cariño, y expresó su «afecto» por Frankenstein, «fruto de unos días felices, cuando no estaba sola».



Texto de Alice Vincent publicado en origen en Penguin.co.uk.

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