Bioy Casares por Caparrós: un escritor de clase
En 1983, Martín Caparrós entrevistó a Adolfo Bioy Casares en su casa de Buenos Aires. Bioy llevaba décadas publicando alguno de los mejores cuentos y novelas en la lengua, ya era considerado uno de los grandes nombres de la literatura en castellano y disfrutaba de manera cotidiana de su célebre amistad con Borges. De todo eso y más habló aquella tarde: el inicio onírico o alucinatorio de su literatura; de sus libros malos, de la amistad con Borges, sus libros a cuatro manos, la prédica narrativa de su colección de policiales; de las acusaciones de frialdad o de sentimentalismo; de la importancia del insomnio en su escritura; de una vida en la que todo parece un cuento de Bioy... A propósito de la edición de toda su obra en Alfaguara, LENGUA publica aquella entrevista que resultó un retrato agudo del argentino exquisito.
Por Martín Caparrós
Año 1983. Martín Caparrós (izquierda) y Adolfo Bioy Casares. Crédito: cortesía de Dani Yako.
Muchos creyeron que Adolfo Bioy Casares era un personaje de Borges. Mostraron pruebas, como la página inicial de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde alguien con ese nombre desencadena el descubrimiento de un vasto mundo ignorado y literario con el solo poder de una cita: «Los espejos y la cópula son abominables –porque multiplican el número de los hombres–». Sin embargo, cuando llegué a verlo, en una extraña mañana de sol, él mismo me abrió la puerta. En su casa, es cierto, hay pocos espejos.
Cuando Adolfo Bioy Casares nació, en 1914, el estruendo lejano de los primeros cañonazos de la batalla del Marne no turbaba la pachorra bucólica de las vacas argentinas. Su padre era un abogado que había heredado varios miles de hectáreas de pampa del suyo, un francés llegado al país hacia 1850: don Adolfo fue un hombre influyente de su tiempo, presidente de la Sociedad Rural, que solía arrimarse a sus jornaleros junto al fuego para versificar historias camperas sobre fondo de guitarra y siempre quiso escribir libros –y finalmente publicó sus memorias–.
Su madre era una señora austeramente bella que descendía de las mejores familias porteñas. Leía con deleite grave a Epicteto y Marco Aurelio y citaba como ejemplo de estoicismo aplicado a su hermano que, sobreponiéndose a las quemaduras advenidas al meter la mano en un enchufe, no se había negado a tocar el piano para las visitas. La mansión de los Bioy en Buenos Aires era un caserón afrancesado y erizado de libros donde se recibía sin mayor etiqueta a escritores y diputados, jueces y profesores, señores de bien que entre el ajetreo discreto de la servidumbre mechaban sus palabras sopesadas con citas del barón de Tocqueville o de sir James G. Fraser, en el original, bien entendu; los veranos se pasaban en la estancia. La aristocracia argentina –con perdón del oxímoron– vivía así.
A todo esto, Bioy era un niño con un gran futuro que leía los cuentos de Pinocho en la versión de Calleja sin dejar de andar a caballo y jugar foot–ball, y cuando quiso seducir a una primita no tuvo mejor idea que escribirle un cuento. El joven no había cumplido los diez años, el opúsculo se llamó Iris y Margarita, y del romance y sus avatares poco comentan las crónicas mundanas.
–¿Qué sensación le produce saber que está en la historia de la literatura?
–Antes que nada, el asombro. Pero como no se está allí de un momento para otro, sino que uno va llegando por signos –un día aparece una carta de alguien que uno admira y resulta que lo admira a uno, o expresiones de personas desconocidas que me dejan sentir que les he dado un mundo o, de forma mucho más crasa, la cara de uno apareciendo en la tapa de una revista–, todo eso lo va preparando a uno, de modo que cuando llega no importa demasiado, uno tiene que ocuparse de otras cosas. Además, sabemos que en la historia de la literatura hay una cantidad de imbéciles, o sea que eso tampoco garantiza nada, ¿no?
–¿Pero se cumplieron sus expectativas de cuando tenía quince años?
–Mire, no recuerdo exactamente qué pensaba ese chico sobre su futura carrera literaria. Sospecho que no tenía ideas muy refinadas: mi vanidad era mucho más crasa. Aspiraba a que hablaran de mí como hablaban de los autores que yo admiraba, y además quería escribir un libro «importantísimo». No sé si un libro bueno pero sí un libro muy importante; ahora ya no quiero escribir un libro importante sino un libro bueno.
–¿Cuál es la diferencia entre un libro importante y un libro bueno?
–Bueno, digo importante entre comillas. Un libro que justamente quedara en la historia de la literatura; no me interesaba tanto que fuera por buenas razones o por malas, sino porque la gente hubiera decidido que era un autor importante, como sucede tantas veces. Yo era muy vanidoso, cuando chico. Posiblemente por eso mi primer relato se llamaba Vanidad, una aventura terrorífica, porque quería luchar contra la vanidad, catartizarla.
Obra y vida, vida y obra
Cuando Adolfo Bioy Casares tenía quince años y lo llamaban –como ahora– Adolfito, su padre descubrió que los cuentos que el vástago le mostraba no eran del todo malos y podrían suplir, tal vez, los que él siempre había querido escribir. Así que le corrigió un poco el estilo y los llevó a una falsa editorial que tiraba 300 ejemplares de lo que le trajeran previo pago de 300 pesos. El libro, como corresponde, se llamaba Prólogo.
Las críticas fueran desalentadoras, pero el adolescente era audaz, y dos años después se atrevió a presentarle otra colección de cuentos –Diecisiete disparos contra lo porvenir– a un señor llamado Torrendell, que publicaba en la editorial Cometa a los escritores prestigiosos del momento. Bioy creyó que lo había convencido de las bondades de su prosa, porque el libro también fue publicado. Mucho tiempo después, reconstruyendo los hechos, entendió que una vez más su padre había actuado entre bambalinas, pagando la edición. Pero el hecho de figurar en esa colección le sirvió para convencer a un tal Zona, de la ignota casa Viau y Zona, de que aceptara su tercera obra, Caos. Bioy tenía veinte años, y el crítico del matutino agropecuario La Nación le recomendó «que se dedicara a sembrar papas».
«Era un libro escandaloso, pero por lo malo, desagradable y aburrido», dice Bioy. «Sin embargo, el artículo me atrajo la simpatía de la gente que estaba contra lo establecido y conocí un pequeñísimo auge a causa de ese error». Los libros de ese período –hubo aún tres más antes de 1937, publicados a cuenta del autor– han sido renegados por Bioy y hoy resulta muy difícil dar con ellos.
«Durante todo ese tiempo», dice Bioy, «yo notaba que mis amigos, no sólo los escritores, sino también los deportistas, o simplemente los muchachos ranunes de Buenos Aires, sufrían cada vez que salía un libro mío. Supongo que ellos me consideraban una buena persona, un tipo no del todo estúpido, y yo los agredía una vez por año con algo horrible, que creaba una situación social desagradable, porque ¿qué se le puede decir a una persona que ha escrito algo así?».
Mientras tanto, Bioy había decidido dejar sus estudios de Derecho, pero como para la buena sociedad porteña de la época «un señor que escribía era algo así como una señora que hacía punto», se encontró con la oposición paterna. Al final llegaron a un acuerdo: Adolfito podría dedicarse a escribir siempre y cuando se ocupara de la administración de los campos. Allí, en el viejo caserón de la finca de Las Flores, tuvo una noche de 1937 una larga discusión con Borges sobre los principios de la creación literaria. Esa madrugada, Bioy se acostó con la convicción de haber convencido a su huésped; a la mañana siguiente, cuando se levantó, se había pasado a su bando: había renunciado al surrealismo, al espontaneísmo, al deseo de originalidad, y sólo quería escribir con deliberación y lucidez. Tres años después, en 1940, publicó La invención de Morel.
Adolfo Bioy Casares por Max Rompo (I).
«Bioy, usted ha dicho alguna vez que no conocía la angustia de la página en blanco...».
Bioy me mira risueño, como sorprendiéndose. Bioy habla con profusión de risas y sonrisas, con perpetua ironía un poco ingenua, como quien no se toma en serio o se toma tan en serio que ya no necesita la solemnidad. Sus ojitos húmedos y claros buscan de tanto en tanto en los míos un pestañeo afirmativo, la aprobación de sus palabras. Dicen que Bioy es tímido y muy don Juan y ahora dice que no, que francamente no, que eso nunca nunca nunca aunque haya tenido otras angustias parecidas, cuando ha tenido que escribir con límites de tiempo. «Pero no tener tema... no, eso nunca», dice Bioy. «Ese es casi uno de mis agobios. Yo vivo con seis, siete, ocho cuentos por escribir y dos o tres novelas...». Le digo que me parece envidiable y él me pregunta con tono afable si realmente me lo parece. «Yo, que soy una persona de espíritu animoso, más bien alegre», dice Bioy, «que me gusta vivir, y siempre que hago un balance hedónico digo "bueno, las cosas no van mal, he escrito libros, he tenido mujeres", conozco el elemento de nostalgia, que no es un elemento agradable, que trae su parte de remordimientos, por esos cuentos y novelas que no escribo, algunos de los cuales vienen desde hace veinticinco años. Porque siempre hay, en cada momento, una historia que aparece con más fuerza, que se impone y relega a todas las demás. Y eso si hay que escribirlo enseguida, por una cuestión simplemente pragmática, porque uno va a escribirlo mejor».
«Esto me recuerda cómo escribí El perjurio de la nieve». dice Bioy. «Inventé el argumento hacia el año 32. Alrededor del 33 se lo comenté a Borges en una caminata cerca del cementerio de La Recoleta y él me dijo que era una historia muy linda, pero muy difícil de resolver. Años después, en 1941, un médico me recetó vitaminas, que yo nunca había tomado. Y esas vitaminas me provocaron insomnio, y en ese insomnio resolví El perjurio de la nieve. Como se me mezclaban las imágenes del comienzo del sueño con mi trabajo de la vigilia, me veía como un jugador de billar –juego que nunca practiqué– que estaba haciendo carambolas, y era como el símbolo de mi invención de ese cuento: lo estaba resolviendo, tacada tras tacada. Y así he tenido, a lo largo de mi vida, varios insomnios muy favorables. Insomnios que me dieron un cuento, una novela, un final difícil...».
«(...) Sospecho que no tenía ideas muy refinadas: mi vanidad era mucho más crasa. Aspiraba a que hablaran de mí como hablaban de los autores que yo admiraba, y además quería escribir un libro "importantísimo". No sé si un libro bueno pero sí un libro muy importante; ahora ya no quiero escribir un libro importante sino un libro bueno».
Bioy se ríe más, entrecerrando los ojitos, y describe su rutina de trabajo. «Trato de escribir todos los días de mi vida», dice. «Todas las mañanas, y si estoy muy vacío hago un par de versitos satíricos, casi epigramas, sobre cualquier situación de mi vida. Son como una especie de diario, sobre el dolor de cabeza, los extravíos cotidianos, cualquier cosa. Son versos rimados, con los acentos que corresponde, todo muy armadito. Y me sirven para pasar del sueño a la vigilia, de alguna manera. Además, yo sueño muchísimo».
(Más tarde, Bioy me contará una historia infantil. Estábamos hablando sobre las memorias, sus ganas actuales de escribir un libro de memorias, y los problemas que le trae su afán de ceñirse a la realidad. «Que ésa es una diferencia que tenemos con Borges», dirá, «que no tiene ningún empacho en reinventar constantemente su vida, crearse permanentemente su propio personaje». Pero él sí, y por eso me contará la historia de cuando, a los siete u ocho años, ganó supuestamente en una tómbola de un cine un perro de aguas color café con leche, que se llamaba Gabriel. «Ya era tarde», dirá Bioy, «y en cuanto llegué a casa con el cachorro me mandaron a la cama. A la mañana siguiente, cuando me desperté, le pregunté a mi madre por el perrito, que no aparecía por ninguna parte. "¿Qué perro?", me dijo ella, que nunca me había dejado tener animales en casa. Yo, un poco extrañado, le conté la historia de Gabriel. "Lo habrás soñado", me dijo ella; "aquí no trajiste ningún perro"». Sus padres murieron sin que él les preguntara nunca por la verdad de Gabriel, y aún hoy dice dudar; cuando recuerda, si alguna vez existió tal animal, o si fue un sueño. «Eso parece un cuento de Bioy», comento. «Es un cuento de Bioy», responde Bioy. «Pero es cierto…», insisto yo. «¿Cierto?», responde Bioy).
Pero ahora Bioy se ha pasado la mano por el pelo entrecano, ha entrecerrado los ojitos y está hablando de sus sueños reales. Dice que cuando joven tenía pesadillas pero que ahora sus sueños suelen concluir bien, que cuando en un sueño está por doblar a la derecha y le parece que allí hay ambiente de pesadilla dobla a la izquierda, por ejemplo. «Y descubrí este año», dice Bioy, «que un psicólogo francés de mil ochocientos treinta y tantos escribió un libro sobre cómo manejar los sueños, que parece que no fue ignorado por Freud». Y cuenta cuál era el método: «En esa época existían ya los primeros aparatos para grabar sonidos. Entonces él, que era un tipo muy rico, iba a bailar con dos señoritas y hacía que la orquesta tocara tal pieza cuando bailaba con la rubia y tal otra cuando bailaba con la morena. Entonces él grababa ambas piezas y, mientras dormía, un artefacto que había construido ponía en marcha las grabaciones. Y él, en sueños, realizaba con la rubia o la morena todas las fantasías que la vigilia no le había permitido». «Esto sigue pareciendo un cuento de Bioy», digo yo, pensando tal vez en La invención de Morel, y Bioy se ríe cortés: se diría que no hay nada que haga sin cortesía.
Adolfo Bioy Casares por Max Rompo (II).
Adolfo Bioy Casares ha publicado media docena de novelas, varios libros de cuentos, antologías, obras en colaboración. Muchos de ellos han sido traducidos a diversos idiomas, algunos llevados al cine y a la televisión. Son historias fríamente mágicas donde realidad y fantasía coexisten sin choque, con límites difusos. O relatos policiales de personajes expresionistas y construcciones esmeradamente perfectas. O historias de amor que no suelen abandonar un rictus de distanciamiento irónico. Todo lo cual arropado por los oropeles de una prosa elegante y las seguridades de una cultura universalista, argentina. Tal vez la obra de Bioy mueva menos a la pasión que a la admiración serena, sopesada.
–¿Qué prefiere escribir, cuentos o novelas?
–Prefiero escribir cuentos cuando estoy en el comienzo de una novela. El comienzo de una novela siempre es muy duro para mí –y cuando digo comienzo estoy hablando de la primera mitad de una novela–. En esos momentos siempre tengo dudas sobre si voy a ser capaz de concluirla, que no es tampoco la cuestión de la página en blanco de la que hablábamos sino de hacer una novela coherente, inteligente, que corresponda a la imaginación que yo tenía. Porque uno de los descubrimientos que he hecho a lo largo de mi vida es que tiene razón Goethe cuando dice que el pensamiento no sirve para pensar. Yo trato de pensar mi novela antes de escribirla por una razón de prudencia: una novela es un largo viaje, y sería triste no poder resolverlo al final, cosa que les ha pasado a muchísimos novelistas, que no por eso han fracasado, porque los leemos con placer por la parte lograda que han dejado. Pero yo no quiero fracasar como ciertos grandes escritores sino que quisiera hace las cosas bien dentro de mis pequeñas posibilidades, de mis limitaciones.
–¿Cuál sería un ejemplo de gran novela «inconclusa»?
–Yo diría que casi toda la obra de Stevenson, que es uno de los autores preferidos por mí. Los comienzos de Stevenson son extraordinarios, y los finales... bueno, uno llega a olvidarlos. Para mí un ejemplo de gran comienzo de relato está en Los ladrones de cadáveres. Y concluye de cualquier manera... Pero el comienzo es espectacular: el ideal de mi vida sería llegar a tener un comienzo así alguna vez.
–Algunos críticos le han reprochado cierto exceso de racionalidad, un no dejarse llevar y tener todo muy controlado. ¿Usted qué opina?
–Yo creo que me lo reprochaban más bien antes. Yo creo en lo que me dicen de afuera. Me parece que uno de mis peligros es estar muy metido en mis errores. Porque eso es lo que me pasó al comienzo: yo empecé a escribir muy convencido de mi inteligencia, de las fuerzas de mi imaginación y de mi capacidad para resolver situaciones. Entonces empecé a pensar que había algo en mí que estaba equivocado, y que había que atender razones, ¿no? Entonces, cuando escribí La invención de Morel y La trama celeste y Plan de evasión, puse ahí un exceso de racionalidad. Era un recurso contra mi tendencia al error, mis descuidos posibles. Y me dijeron que yo era inhumano, que hacía simplemente juegos, que no ponía seres humanos en mis historias, que no eran cosas que afectaran realmente los sentimientos, que los personajes eran simplemente vehículos de un argumento. Pensé reaccionar contra eso y empecé a escribir libros como El sueño de los héroes y los que escribí a continuación. Entonces muchos me criticaron, porque les gustaba lo primero, y se preguntaban cuándo escribiría otra Invención... En fin, hay un dicho francés muy apropiado que dice que «on ne peut pas satisfaire tout le monde et son père», ¿lo recuerda?
Bioy suele hablar como si supusiera que su intelocutor lo sabe todo: es, también, un rasgo de cortesía. Yo le digo que no, que no lo recuerdo, y le pregunto si su ironía habitual tiene que ver con ese intento de control.
–No, yo diría que la ironía es algo que ha venido conmigo. Desde chico, todo lo que he escrito tiene cierta ironía. Pero yo ironizo sobre mí, sobre las cosas que me gustan, sobre los lugares que quiero... Y a veces la gente se enoja, pero yo no puedo escribir de otra manera, porque soy un escritor de tendencia satírica, de vena satírica... Ahora bien, me defiendo contra eso. Alguna novia psicoanalizada me castigó muchísimo por eso, y me dijo que ponía entre el lector y mi obra y entre mi obra y yo una distancia que hacía que las cosas fueran menos vívidas. Acepté la crítica, traté de morigerar mi ironía, pero ella está ahí, sigue ahí.
«Como esos árabes que, en los cafés, escuchan los relatos de las Mil y una noches, creo que todos, a lo largo de la vida, seguimos siendo personas que deseamos que nos cuenten cuentos. Y que los novelistas y cuentistas lo habían olvidado. Esa era la utilidad que quisimos darle con Borges a la publicación de narrativa policial, o fantástica. Y creo que la tuvieron: me parece que, de algún modo, en la literatura argentina, aparecieron escritores que empezaron a contar cuentos».
Bioy es una especie de conservador escéptico, un ácrata inconfesable que cree en la ley y el orden como atributos estéticos y que ahora se ha puesto más serio, por un momento casi grave. Su voz tiene resonancias de los patricios de antaño, una cierta manera de pronunciar las erres, las yes, y su chaqueta de tweed y la corbata azul y sus maneras componen una imagen de perfecto clubman atildado, el estilo británico de una Argentina agropecuaria y exclusiva que le ha permitido llevar una vida cómoda y desahogada, sin más preocupaciones laborales que su literatura.
–Usted ha hecho mucho por la difusión del género policial en castellano. Junto con Borges, fundaron la colección El Séptimo Círculo, que todavía existe. ¿Esa inclinación tiene que ver con la racionalidad y el control de que hablábamos antes?
–Si, siempre me gustó leer novelas policiales. Yo cuento en Prólogo una cosa que es verdad: Conan Doyle y Gaston Lerroux influyeron en mí antes de conocerlos. Yo tenía una idea de lo que eran sus relatos, y por eso escribí Vanidad, una aventura terrorífica. Estaba influido por lo que todavía no había leído. Después, cuando leí sus obras, me dieron muchísimas ganas de escribir. Pero otras cosas, no necesariamente relatos policiales. En aquella época me parecía que los autores de relatos policiales y fantásticos podían tener una buena influencia en la literatura del momento, que estaba dominada por la tranche de vie, por novelas que ejemplificaban la situación de, digamos, un pastor protestante en la sociedad moderna, o una vendedora en una tienda, y me parecía que esas novelas no contaban historias, casi. Que la gente había olvidado que lo esencial, el destino principal de la narrativa es... alguien que quiere oir un cuento. Como esos árabes que, en los cafés, escuchan los relatos de las Mil y una noches, creo que todos, a lo largo de la vida, seguimos siendo personas que deseamos que nos cuenten cuentos. Y que los novelistas y cuentistas lo habían olvidado. Esa era la utilidad que quisimos darle a la publicación de narrativa policial, o fantástica. Y creo que la tuvieron: me parece que, de algún modo, en la literatura argentina, aparecieron escritores que empezaron a contar cuentos.
Adolfo Bioy Casares por Max Rompo (III).
Dice Bioy, maestro en el arte de hablar mal de tantos como si sólo comentara el tiempo o el resfrío de una tía, y mira a su alrededor, como buscándose. Su escritorio es un salón de muchos metros cuadrados tapizados de libros encuadernados en cuero que él no ha comprado, y por las ventanas se ven los árboles de la plaza Francia y, más atrás, los templetes neoclásicos que encierran las tumbas de los próceres y dueños de la patria: el cementerio de la Recoleta. En esta ciudad, la aristocracia vive cerca de sus muertos. Su casa es un piso descomunal y algo descascarado, de pasillos anchísimos y cubiertos de libros y fotos y grabados por los que corretean sus nietos –«los hijos de mi hija», dice Bioy coqueto– y transita lentamente su mujer, Silvina Ocampo, la hermana pequeña de Victoria, excelente cuentista y retoño también de las familias ilustres. Su casa, su matrimonio, sus maneras, son rescoldos ejemplares de esa Argentina que pasó y no ha sido, la cara cultural de esa Argentina que tiraba manteca al techo y encendía cigarros con billetes en la locura de Montmartre, París, 1927.
«De chico yo tenía un proyecto: yo quería ser Pico de la Mirándola, ése era mi plan», dice ahora Bioy con la sonrisa cortés. «Entonces, como decía no recuerdo quién: "Un poco demasiado es justo para mí". Yo quería leer todo; no quería leer sólo el Quijote, Lope de Vega, Calderón, San Juan de la Cruz... No, no, yo tenía que leer también a José Delicado, a Tirso, a Alarcón, a todos. Y leí mucho, realmente. Leía la Biblia, literatura inglesa, francesa, argentina, el Dante... Leía todo eso, y al mismo tiempo también filosofía, desde luego, y me hubiera encantado fotografiarme con un tomo de la Crítica de la razón pura con letras así de grandes en el lomo, para que todo el mundo supiera que la había leído. Y así leí todo Kant, Schopenhauer, Hegel... Leía así, con grandes deseos de... de haber leído. Pero no me arrepiento de todo eso, porque alguna enseñanza me ha quedado. Ahora bien, no me extraña haber escrito los peores libros del mundo, si se piensa también que cuando empecé con todo eso tenía doce años, y que yo leía y escribía y... bueno, era un mamarracho, ¿no?».
Dice y se ríe, como festejando su ocurrencia, y después el silencio. Se ha hecho el silencio, y es Borges: falta Borges. Me da cierto pudor hacerle la pregunta inevitable, mostrarle una vez más a este hombre tan agradable y tan deseoso de agradar hasta qué punto su nombre está uncido el de su viejo amigo.
«En 1941, un médico me recetó vitaminas, que yo nunca había tomado. Y esas vitaminas me provocaron insomnio, y en ese insomnio resolví El perjurio de la nieve. Y así he tenido, a lo largo de mi vida, varios insomnios muy favorables. Insomnios que me dieron un cuento, una novela, un final difícil...».
Cuando Bioy lo conoció, a principios de los treinta, Borges ya era un señor que había publicado algún poemario y estaba considerado por sus pares como un escritor, aunque muchos lo mirasen con desconfianza por encontrarlo un poco alocado, un poco subversivo. Bioy, entonces, no era más que un jovencito con ínfulas literarias a quien papá había editado un par de libros y, por eso, que un escritor lo tomase en cuenta, le hablase, lo aceptase, le supo como maná manando oracular.
Así, cuando, con la sana intención de rescatarlo para el trabajo productivo, la gran empresa láctea de su familia –La Martona– le propuso la redacción de un folleto sobre el yogur, Bioy no dudó en proponerle a Borges que compartieran el trabajo y los 16 pesos por folio que les ofrecían, una verdadera fortuna. El folleto, de unas treinta páginas, estaba basado en sesuda bibliografía seudocientífica y narraba el caso de una familia búlgara que, a fuerza de cuajada, había vivido más de 140 años. El opúsculo, curiosamente, gustó y fue seriamente publicado e incluso les encargaron otro sobre las virtudes del huevo en el que «Borges, por alguna razón, no quiso participar», dice Bioy con sonrisa pícara.
Pero se habían divertido, y surgió la idea de nuevas colaboraciones. Estaba naciendo Bustos Domecq, el heterónimo que adoptaron los dos escritores para firmar sus cuentos y crónicas, policiales de humor rotundo y despiadado. Los Seis problemas para don Isidro Parodi de H. Bustos Domecq aparecieron en 1942, publicados por Sur, y causaron cierto desconcierto. «Como nadie sabía exactamente si debía considerarse atacado por los sarcasmos de ese libro» dice Bioy, «los críticos no lo comentaron, guardaron un ambiguo silencio. Por eso decía Borges en esa época que "sobre Bustos no hay nada escrito"».
La colaboración siguió. Más crónicas de Bustos Domecq, antologías, prólogos, y una botella de sidra ritualmente compartida cada 31 de diciembre al mediodía. Bioy dice que la posibilitaba el hecho de que se divertían mucho escribiendo juntos, y que alguna vez quisieron hacer algo más serio, una especie de «ars poética, que es uno de los proyectos que más lamento no haber realizado», dice Bioy. «Si existiesen alguna forma de sobrevida, allí me acusaría por esta defección. Pero es que nos aburríamos tanto que lo dejamos. Lo cual no sucedía con las crónicas».
Le pregunto cómo las hacían, y me dice que las ideas se le ocurrían a cualquiera de los dos, que se las contaba al otro. «Entonces empezábamos a conversarla», dice Bioy, «y al segundo o tercer día de conversación yo me ponía en esa máquina, y Borges se sentaba, y conversando conversando la redactábamos. Como dijo Borges, estábamos muy cómodos trabajando juntos, no había entre nosotros timideces o pudores: yo no tenía ningún reparo en decirle a Borges que una frase suya era una tontería, ni él a mí. Y ninguno de los dos trataba de imponer sus invenciones».
«¿Sabe qué pasa?», me pregunta Bioy, retórico. «Pasa que yo creo con toda ingenuidad ser otra persona y tener mi obra, mis cuentos, mis invenciones y mi forma de ser, y si somos dos caballos de lechero, él se detiene en unas casas y yo en otras, aunque después, a veces, abrevemos juntos en el mismo establo», dice Bioy, con la sonrisa siempre. Habrá quienes piensen que Adolfo Bioy Casares es un personaje de Borges. Mostrarán pruebas, como por ejemplo la página inicial de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Otros, more Morel, tal vez sospechen lo contrario.