La covid hoy: cómo convivir con el virus que nos derrotó
«No hemos erradicado la poliomielitis, pese a las décadas de intentos. No hemos erradicado el sarampión. Y esos virus no tienen ningún lugar donde esconderse, excepto dentro de los humanos. Este virus tiene muchas más opciones. Podríamos eliminarlo de todos los seres humanos de la Tierra (lo cual es improbable) y seguiría estando allí, en los ciervos de cola blanca de Iowa o en los visones callejeros del paisaje de Dinamarca». En las siguientes líneas, un texto extraído de su libro «Sin aliento» (Debate, 2023), David Quammen, uno de los mejores escritores científicos del mundo, regresa al momento en que irrumpió la variante ómicron para explicar el apabullante poder de adaptación de un virus que -nos tememos- siempre estará entre nosotros.
Por David Quammen

Durante el confinamiento de 2020, alguien colocó una mascarilla sobre el célebre mural de Banksy La niña con el tímpano perforado. Crédito: Getty Images.
Nadie lo sabe todo acerca de este virus, y nuestro intento de comprensión sobre él no ha hecho más que empezar. Por muy largos que se nos puedan haber antojado los lúgubres meses y años de la pandemia de la COVID-19 —la pandemia hasta ahora—, todavía es pronto. Apenas hemos empezado a adaptarnos nosotros mismos y adaptar nuestras sociedades para los retos que les aguardan y sus etapas posteriores. Este virus va a permanecer con nosotros para siempre. Estará en los humanos, siempre en algún lugar, y estará en algunos de los animales que nos rodean. La regla «Nunca digas nunca» es sensata, pero ningún experto puede decirnos hoy por hoy cómo podría erradicarse alguna vez el SARS-CoV-2. No hemos erradicado la poliomielitis, pese a las décadas de intentos. No hemos erradicado el sarampión. Y esos virus no tienen ningún lugar donde esconderse, excepto dentro de los humanos. Este virus tiene muchas más opciones. Podríamos eliminarlo de todos los seres humanos de la Tierra (lo cual es improbable) y seguiría estando allí, en los ciervos de cola blanca de Iowa o en los visones callejeros del paisaje de Dinamarca.
Continuará cambiando. Se adaptará a nuestras adaptaciones. Cuando escribo estas líneas, la última variante, Ómicron, parece un espectacular ejemplo de ello.
Ómicron irrumpió en la escena internacional a finales de noviembre de 2021, cuando unos científicos de Sudáfrica informaron de su existencia a la OMS en Ginebra. El jefe del equipo sudafricano era Tulio de Oliveira, el actual director del Centro de Respuesta e Innovación ante Epidemias de la Universidad de Stellenbosch; también es el jefe de la Red para la Vigilancia Genómica del país, además de profesor en la Universidad de KwaZulu-Natal. A mediados de noviembre, De Oliveira y sus colegas advirtieron un peculiar repunte del número de casos en Gauteng, la pequeña pero densamente poblada provincia a la que pertenecen Johannesburgo y Pretoria. Los científicos de la red incrementaron su vigilancia genómica y, desde un laboratorio, el grupo de De Oliveira recibió seis genomas, todos los cuales compartían una alta incidencia de mutaciones. Eso fue el 23 de noviembre, un martes. Preocupado, el equipo examinó otros datos y halló pruebas de la misma cepa, que aumentaba su incidencia en los casos de Gauteng. A la mañana siguiente, 24 de noviembre, como declararía posteriormente De Oliveira a The New Yorker, «empezamos a ver que podría tratarse de una variante súbitamente nueva» (ver notas a pie de página: 1). Alertó a la OMS. Un día después, el equipo de De Oliveira recibió un resumen de los resultados de un centenar de muestras más, escogidas aleatoriamente de Gauteng, que señalaba que todas esas infecciones correspondían a la misma variante. Esa mañana informó al ministro de Sanidad y luego al presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa. El viernes, con una inusual rapidez, la OMS declaró esa nueva variante una Variante Preocupante. Se trataba de otra variante dentro del linaje B, pero muy diferente de todas las demás y, mediante el sistema PANGOLIN, se clasificó como B.1.1.529. La OMS, dando un salto hacia delante en el alfabeto griego, la denominó Ómicron.
Una carrera contrarreloj
Lo que hacía que se activaran las alarmas con Ómicron era la presencia de cincuenta y tres mutaciones, cincuenta y tres diferencias con respecto al genoma básico de Wuhan, la mayoría de ellas en la proteína de la espícula, que provocaban más de treinta cambios en los aminoácidos de la espícula, la mitad de ellos dentro del dominio de unión al receptor. También había dos mutaciones cerca del sitio de escisión de furina. Nadie podía discernir con un simple vistazo qué podrían haber estado haciendo esas mutaciones mientras la variante se propagaba por Gauteng, ni predecir lo que podrían hacer en otros lugares, pero la noticia se difundió a toda velocidad, incluso más deprisa que la propia Ómicron. La mañana del 24 de noviembre en La Jolla, que era la tarde en Edimburgo, Kristian Andersen recibió un mensaje vía Slack de Andrew Rambaut: «Esta variante es absolutamente demencial». Andersen le respondió en cuestión de minutos: «Échale un vistazo a la lista de mutaciones: una auténtica locura» (2).
Inmediatamente surgieron dos importantes preguntas con respecto a Ómicron, las dos cuestiones que todo el mundo sigue deseando responder, a una escala más amplia, a propósito del propio SARSCoV-2: ¿de dónde venía y qué haría?
Apenas hemos empezado a adaptarnos nosotros mismos y adaptar nuestras sociedades para los retos que les aguardan y sus etapas posteriores. Este virus va a permanecer con nosotros para siempre. Estará en los humanos, siempre en algún lugar, y estará en algunos de los animales que nos rodean.
La panoplia de mutaciones de Ómicron refleja un periodo de evolución extensiva y activa, ya que las mutaciones no solo se producían, sino que se preservaban dentro del linaje, lo cual sugería que ofrecían un valor adaptativo (o quizá algunas de ellas, pero no todas, simplemente habían tenido suerte). Aquello había sucedido en algún contexto no identificado hasta la fecha. De repente, los cambios estaban simplemente ahí, empaquetados dentro de una única cepa de virus que estaba prosperando, tal como se reflejaba en los genomas que el grupo de De Oliveira había visto. En los datos disponibles no había rastro alguno de formas intermedias, que contuvieran solo la mitad de esas mutaciones, pongamos por caso. ¿Cómo explicar la ausencia de intermediarios? Un numeroso grupo de científicos, incluido el propio Tulio de Oliveira, abordó pronto ese y otros misterios en una extensa publicación en dos partes en el sitio web Virological. El primer autor de ese grupo era Darren P. Martin, un bioinformático de la Universidad de Ciudad del Cabo.
Martin y sus coautores postulaban tres posibles explicaciones para la ausencia de intermediarios a lo largo de la senda hacia Ómicron. Puede que el muestreo y la secuenciación en Sudáfrica hubieran sido demasiado escasos para detectar lo que estaba sucediendo entre la población de pacientes. Según ese escenario, los estadios intermedios estaban ahí, diseminados entre la multitud, pero la ciencia no los vio. O puede que la variante Ómicron evolucionara en un paciente crónicamente infectado y todos los estadios intermedios tuvieran lugar dentro de dicho paciente, en vez de entre un paciente y otro. Según ese escenario, los intermediarios habían surgido y existían como un enjambre dentro de una persona enferma (o tal vez varias), pero la ciencia no los vio porque de ese paciente no se tomaron muestras de forma reiterada (o no se tomaron de esos distintos pacientes), y la variante surgió de pleno derecho. Los pacientes inmunodeficientes tienen más probabilidades de sufrir infecciones prolongadas con el SARS-CoV-2 y, como me recordó Penny Moore, Sudáfrica tiene un número elevado de individuos inmunodeficientes por estar viviendo con el VIH.

David Quammen en una imagen de noviembre de 2022. Crédito: Getty Images.
La tercera posibilidad se remontaba a los ciclos selváticos y la fauna salvaje. Puede que Ómicron derivara de un acontecimiento zoonótico inverso: transmisión humana a un animal no humano, seguida por un periodo de evolución en la población de animales, seguida a continuación por un nuevo derrame a los humanos. Un paradigma para este escenario era la variante Cluster 5 que había saltado de los visones a las personas en Dinamarca un año antes. Lo que cambiaría sería que Ómicron, a diferencia de Cluster 5, resultaba de combinar mutaciones que lo tornaban extremadamente transmisible entre humanos. Los estadios intermedios podrían estar ahí, en los bosques, pero la ciencia no los vio porque la ciencia no estaba tomando muestras de animales salvajes (¿leones, leopardos, zorrillas comunes?) en Sudáfrica. «Hoy por hoy no existen pruebas directas que respalden o refuten ninguna de estas hipótesis sobre el origen de Ómicron —aseveraba el grupo de Martin—, pero conforme se recopilen nuevos datos, podrá definirse con más precisión su origen» (3). O no.
Las numerosas innovaciones incorporadas en Ómicron —y, en particular, trece cambios en los aminoácidos de la proteína de la espícula que no han aparecido en otras variantes del SARS-CoV-2— sugerían a Martin y a sus coautores que la selección natural darwiniana favorecía las mutaciones individual o colectivamente, toda vez que aumentaba la capacidad del virus para replicarse, para transmitirse o para esquivar las defensas inmunitarias. (Resulta importante recordar que determinadas mutaciones, con un efecto individualmente neutral o incluso negativo, pueden transmitirse por puro azar, pero probablemente no cincuenta y tres de ellas en un mismo linaje). ¿Cuánto mejor se transmitiría la variante? ¿Con cuánta efectividad esquivaría las defensas inmunitarias, incluidas las proporcionadas por las vacunas y las dosis de refuerzo? Esas preguntas también se responderán mejor «conforme se reúnan nuevos datos». La situación es fluida. Usted será capaz de ver Ómicron con más claridad, cuando lea estas líneas, de lo que lo ven en estos momentos Darren Martin y Tulio de Oliveira, y aún más yo.
La panoplia de mutaciones de Ómicron refleja un periodo de evolución extensiva y activa, ya que las mutaciones no solo se producían, sino que se preservaban dentro del linaje, lo cual sugería que ofrecían un valor adaptativo (o quizá algunas de ellas, pero no todas, simplemente habían tenido suerte).
Los coautores abordaban asimismo otra intrigante incertidumbre a la que acabo de aludir: ¿favoreció la selección evolutiva todos los cambios significativos de Ómicron de manera individual, aminoácido a aminoácido, o los favoreció en su conjunto, por su efecto combinado, su compleja interacción y su balance final colectivo? La segunda de estas propuestas, como señalaban Martin y sus coautores, tiene un nombre sofisticado en genética: «epistasis positiva». Este concepto es sencillo (solo los detalles son complejos). La epistasis se refiere a los efectos interactivos de los genes en diferentes partes del genoma, enfrentándose entre sí o armonizando, al igual que los instrumentos en distintas partes de una orquesta. Una mutación inclinada a ejercer un impacto neutral o incluso negativo individualmente puede desempeñar una función beneficiosa cuando ese gen interactúa con otros. Además, el efecto de un gen mutado puede depender de la presencia o ausencia de mutaciones en otros genes. En el contexto de Ómicron, la epistasis positiva se traduce en que las numerosas mutaciones están potenciando mutuamente su valor adaptativo. Esta variante, con su gran número de mutaciones, puede ser una criatura que se está volviendo más temible en virtud de las grandes dificultades de la epistasis.
Kristian Andersen cuenta en su laboratorio con una investigadora posdoctoral que lo expresaba más gráficamente cuando decía que «el jodido circo del sol epistático de este virus resulta desconcertante» (4).
Notas:
1) Isaac Chotiner, The New Yorker, 30/11/21.
2) Kai Kupferschmidt, Science, 27/11/21.
3) Publicación de Martin et al. en Virological.org, 5/12/21.
4) Citado en Twitter por Kristian Andersen, 5/12/21; utilizado aquí con permiso de Edyth Parker.