¿Es que Rafa Nadal nació en París?
«Han sido unos años difíciles. Estos dos últimos especialmente. No he sido capaz de jugar sin limitaciones (...). Creo que es el momento adecuado para poner punto y final a lo que ha sido una carrera larga y mucho más exitosa de lo que jamás habría podido imaginar». El 10 de octubre de 2024, Rafael Nadal anunció a los 38 años su retirada definitiva del tenis profesional con un vídeo publicado en sus redes sociales. Doble campeón olímpico y ganador de 22 títulos de Grand Slam, a Nadal no se le recordará solo por los títulos, sino también -¡y sobre todo!- por su manera de ganarlos. Uno de sus primeros «bailes» -y el que marcaría su carrera de dos décadas- se celebró el 5 de junio de 2005 sobre la tierra batida del Stade Roland Garros, donde ganó su primer Grand Slam. Las líneas que siguen, un capítulo íntegro de «Gracias. El legado de Rafael Nadal» (Ediciones B, 2023), libro del periodista argentino Sebastián Fest, recuerdan el momento exacto en que todo cambió: «Una pelota puede transformar a un adolescente en hombre, que es lo que le sucedió a Rafael Nadal a las 18.38 del 5 de junio de 2005 en París (…). A partir de esa tarde parisina, todo pareció posible en la vida de Nadal. Y todo sucedió: ganó mucho más de lo que él y los suyos se hubieran atrevido nunca a soñar».
Por Sebastián Fest
Rafael Nadal en una piscina de Montecarlo, Mónaco, el 15 de abril de 2007. Crédito: Getty Images.
¿Tiene poder una pelota? Mucho, casi infinito. Una pelota, no importa su tamaño, puede enseñar a correr, a ponerse de pie tras una caída o a entender que los demás son distintos, y no por eso peores o mejores. Una pelota enseña a hacer amigos, a superarse, a conocer el mundo.
A ser feliz. Una pelota puede transformar a un adolescente en hombre, que es lo que le sucedió a Rafael Nadal a las 18.38 del 5 de junio de 2005 en París, en una tarde de nubes bajas y cargadas, escenario ideal para su tenis eléctrico, pleno de energía y urgencias, un tenis que encandiló al mundo en una temporada inolvidable. Esa pelota ya en el atardecer, un drive descontrolado del argentino Mariano Puerta, era el punto que Nadal necesitaba para ganar Roland Garros. Era el noveno torneo que sumaba en lo que llevaba de año, pero sería el más importante, porque marcó el punto de inflexión en su carrera. A partir de esa tarde parisina, todo pareció posible en la vida de Nadal. Y todo sucedió: ganó mucho más de lo que él y los suyos se hubieran atrevido nunca a soñar. Es cierto que el zurdo español ya venía demostrando que de niño o adolescente ya le quedaba poco. En la final de la Copa Davis 2004 ante Estados Unidos en Sevilla, por ejemplo, en la que consiguió dos puntos clave. Pero aquella vez nadie lo había «obligado» de antemano al éxito. En las semanas previas a Roland Garros 2005 sí, porque había ganado todo lo que es posible ganar sobre tierra batida. Hacía años que no se veía semejante unanimidad en el pronóstico. Y había que preguntarse si alguna vez un joven de dieciocho años soportó tanta presión como la que toleró Nadal en aquellas semanas, aunque la final la jugara ya con diecinueve. La fecha de su cumpleaños, 3 de junio, es en cierta forma una predestinación: en esas fechas se juega Roland Garros, lo lógico es que Nadal esté en París, la ciudad en la que debería haber nacido de no haberlo hecho en Manacor. Nadal ya asombraba en aquellos días. Se necesita estar hecho de una madera especial para superar tanta presión, salir indemne, cumplir con lo esperado y seguir comportándose como si todo fuera normal. Sobre todo porque «normal» era un término que encajaba muy mal con la figura de Nadal en aquellos años. Y, en el final de su carrera, echando la vista atrás, a todos sus logros, quedaba claro que ningún adjetivo era más absurdo que «normal» a la hora de hablar de él. No es normal un jugador que pega saltos hasta el techo en el vestuario automotivándose al grito de «¡Vamos, Rafa!». Saltos en los que más de una vez se dio con la cabeza contra el techo.
No es normal un jugador que salta como un poseído junto a la red, ante sus rivales, el juez de silla y los encargados del sorteo antes de comenzar a jugar.
No es normal un jugador que quiere ganar desde el primer hasta el último punto, convencido de que parte del honor en el deporte pasa por no ser condescendiente con el adversario.
No es normal un jugador al que cada vez que se le presenta un resumen de sus hazañas responde diciendo que aún tiene mucho que aprender, que todavía debe mejorar.
«No jugué en mi mejor nivel aquel partido», recordaría Nadal ocho años después en Montecarlo. «Pero fue emocionante, sentía que podía correr tres días seguidos, sólo por la adrenalina que llevaba dentro ante la posibilidad de ganar mi primer Grand Slam».
Tanto le gustaba competir al joven Nadal que, en aquellos primeros pasos de su carrera, fue el «salvador» en la despedida de su tío Miguel Ángel Nadal, recordado defensa del Barcelona y durante muchos años integrante de la selección española de fútbol. Nadal integraba junto a su tío el equipo —una peculiar «selección española»— que enfrentaba en aquel julio de 2005 a un combinado de estrellas, entre ellas casi todas las que conformaron el mítico «Dream Team» del Barcelona en los años noventa. Se agotaba el segundo tiempo, la «selección española» perdía y su tío se despedía del fútbol con una derrota. Rafael no podía permitirlo: entró en diagonal al área contraria, se deshizo de un rival con un amague y lanzó un «misil» de zurda que terminó en la red: 1-1 y Nadal que, una vez más, se demostraba incapaz de perder. Su fútbol funciona también fuera de la cancha: años más tarde el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, se apoyaría en su consejo para fichar a un jugador del Mallorca.
Y, una década después, un Pérez ya más cerca de los ochenta que de los setenta años desveló el nombre de la persona a la que imagina como sucesor: Rafael Nadal. Al mallorquín, que es embajador del club desde 2011, alguna vez se le preguntó si le gustaría estar al frente de la «Casa Blanca».
«¿Si me gustaría tener ese trabajo? Mi respuesta no puede ser más que positiva».
Tendrá que esperar, eso sí, hasta el año 2031, cuando sume los veinte años como socio que exigen los estatutos. Presentar avales por un 15 por ciento del presupuesto anual del club no sería, por supuesto, un problema para Nadal.
Nadal en una imagen tomada durante la cena de gala previa a la Laver Cup 2022 en Londres. Créditos: Getty Images.
Entre el Zamora de la discoteca de Acapulco y la Shi-Ting que sonreía servicial en Shanghái había un mundo de distancia: diez torneos conquistados y casi una vida, si se pensaba en lo que fue aquel 2005 de Rafael Nadal. La temporada en la que cumplió diecinueve años caminó a su primer título en Roland Garros, el año en el que el mundo asistió alucinado a un desborde de energía y pasión desconocidos en el tenis. Shi-Ting era en Shanghái una de las jóvenes azafatas encargadas de que cualquiera que ingresase a ese amplio salón se sintiera como en su casa. Un salón más grande que la suite de un hotel, un espacio que se multiplicaba: se podía encontrar uno igual abriendo cada puerta en ese largo pasillo que serpenteaba por las catacumbas del Qi Zhong Tennis Center, donde se jugaba por entonces el Masters de fin de año, el exclusivo torneo que reúne a los ocho mejores tenistas del planeta. Rafael Nadal debió entrar en varios de esos salones en aquella fresca tarde de noviembre. A diferencia de Acapulco, donde muchos en la discoteca no reconocieron su rostro, en Shanghái no existía persona que ignorara quién era. Menos aquel día en que acababa de anunciar que no podía jugar el Masters debido a una lesión en el pie. El pie, ese maldito y bendito pie izquierdo de Rafael Nadal.
Fue el colofón de un día trágico para el torneo, que vio también la renuncia de Andre Agassi. Pero mientras el ex número uno estadounidense se escabullía para renunciar al torneo en forma casi clandestina, Nadal dedicó varias horas a una maratón de relaciones públicas visitando patrocinadores, hablando con el público y dando entrevistas para explicar por qué no jugaba. Ese respeto es agradecido por los organizadores y el público de cualquier torneo, pero para los chinos es fundamental. Agassi perdió imagen —también dinero— en Shanghái; Nadal, en cambio, se ganó unos cuantos amigos. El hombre que comenzó el año en el puesto 50 y lo terminaba en el segundo, el hombre que conquistó once torneos en 2005, ya era eso, un hombre. Y ya nunca más se lo vería con aquella camisa a rayas tan poco a la moda.
Cuatro meses más tarde, en Miami, el amarillo fluorescente de la camiseta de Nadal hería los ojos bajo la resolana del mediodía caribeño de marzo. Ya vestía camiseta sin mangas y, sobre todo, bien ajustada al cuerpo, como exigía la última moda del tenis. Pero el que estaba jugando no parecía Nadal, un detalle no encajaba: estaba perdiendo. Era Carlos Moyá, su amigo, el que lo estaba matando a derechazos. Y Nadal, apagado como pocas veces, dejaba en evidencia lo duro que era para él enfrentarse al jugador que tanto admiró y que tanto lo ayudó, aunque fuera precisamente Moyá su víctima en la segunda ronda de Hamburgo 2003, cuando apenas tenía dieciséis años.
Moyá era el amigo que se convertiría en su entrenador en los años finales de su carrera, aunque en ese momento ninguno de los dos podía saberlo. Nadal perdió 2-6, 6-1 y 6-1 aquel partido en marzo de 2006 en Miami. Cabizbajo, tomando un Gatorade, entró a la sala de conferencias de prensa, helada por exceso de frigorías, tal como exige el manual de cualquier evento organizado en Estados Unidos. «Para mí era un partido como cualquier otro, nada especial. Él es mi mejor amigo en el circuito», aseguró. Evitó hablar del tobillo que se torció en las semifinales de Indian Wells una semana antes, pero estaba claro que no había jugado en su mejor forma física. Prefería hablar de lo que se venía, eso sí lo entusiasmaba: «Ahora me voy a preparar con mis seis sentidos para Montecarlo». Benito Pérez Barbadillo, un español que por entonces trabajaba en el Departamento de Comunicaciones de la ATP y que con los años se convertiría en su jefe de comunicaciones e inseparable compañía de Nadal, se retorcía de risa en su asiento.
«¿Con cuántos?», le preguntó ante la hilaridad de los periodistas.
«Bueno, ¿cuántos hay?», repreguntó Nadal. «¿Cinco? Mejor, me agregaré uno, porque esta temporada lo voy a necesitar».
Una pelota puede transformar a un adolescente en hombre, que es lo que le sucedió a Rafael Nadal a las 18.38 del 5 de junio de 2005 en París (…). A partir de esa tarde parisina, todo pareció posible en la vida de Nadal. Y todo sucedió: ganó mucho más de lo que él y los suyos se hubieran atrevido nunca a soñar.
Veinticuatro horas más tarde, Nadal estaba fuera de sí. Tras horas de juerga por Miami hasta prácticamente las seis de la madrugada, casi no había tenido tiempo de hacer la maleta, y su habitación era un auténtico caos. Nada nuevo en su caso, aunque aquella vez estaba asustado porque no lograba encontrar su pasaporte por ningún lado. En menos de dos horas despegaba su vuelo a Madrid, Pérez Barbadillo lo esperaba en el vestíbulo del hotel y comenzaba a desesperarse también, porque aún tenía compromisos por cumplir. Dos periodistas tenían agendada una cita con Nadal y esperaban ya desde hacía una hora. Uno quería entrevistarlo para Tennis Magazine, la tradicional revista estadounidense de tenis, el otro, de la agencia alemana DPA, el autor de este libro, quería hablar con Nadal de una faceta novedosa para él: la de columnista. Nadal comentaría el Mundial de fútbol de Alemania 2006 para esa agencia, pero antes que nada tenía que encontrar el maldito pasaporte. Cuando el documento por fin apareció, surgió también el otro Nadal. Nervioso, huidizo y clavando la mirada en el suelo, resolvió la conversación sobre fútbol en el vestíbulo y la entrevista sobre tenis en la furgoneta que lo llevó al aeropuerto. En el camino quedó una noticia: la revista People le ofrecía aparecer como uno de los «cincuenta hombres más atractivos del mundo» en su tradicional edición anual. Pero Nadal dijo que no. Por un lado, porque se sentía un joven y no un hombre, aunque el título de Roland Garros le diera ese status. Por el otro, porque la estrategia de imagen y comunicación de aquellos primeros años apuntaba a eso: Nadal debía transmitir juventud, energía, frescura. Contraste ideal con Federer, además. Ya habría tiempo para aparecer en People.
El joven Nadal jamás rompería una raqueta, jamás le hablaría mal a nadie, jamás haría un mal gesto. Cualidades en buena parte genuinas, porque la educación que recibió de su familia tuvo más tintes prusianos que latinos, de tanto que le insistieron en el valor de las cosas y en la importancia de decir «gracias».
Nadal era ya en aquellos años una máquina de decir «gracias», incluso a los recogepelotas durante un partido, algo absolutamente impensable para la inmensa mayoría de sus colegas, que devuelven la toalla sin mirar, incluso con desprecio, y que demasiadas veces apenas saludan al público.
Pero además de esa educación, Nadal y su entorno sabían ya por entonces algo: Fernando Alonso, que sería dos veces campeón mundial de Fórmula 1, era su rival directo en el espacio del no fútbol en el deporte español, y nada podía brindar mejores resultados que ser educado, ser un buen chico y ser agradecido, porque Alonso iba en esos años en un sentido algo diferente. Nadal tenía entusiasmo por conocer al joven Alonso, que, como él, triunfaba e impactaba en el mundo con una intensidad desconocida para un español. Pero los dos nunca llegaron a trabar una relación como la que el tenista sí tuvo y tiene con el baloncestista Pau Gasol.
París, 5 de junio de 2005, un día que marcaría un antes y un después en la historia del tenis: el español Rafael Nadal ganó su primer Roland Garros tras vencer en la final al argentino Mariano Puerta. Aquel mordisco sería el primero de un total de 14 sobre la tierra batida. Crédito: Getty Images.
Un mes más tarde, el club-house del Real Club de Tenis Barcelona bullía. La alta burguesía catalana estaba en una de sus semanas predilectas del año, la del Conde de Godó, un torneo de tradición y sobre tierra batida que se juega siempre en el inicio de la luminosa primavera de la ciudad marcada por Antoni Gaudí.
En ese club-house, asimilable al de tantos clubes de tenis en el mundo con raigambre británica, se conversaba sobre tenis y fútbol frente a maravillosos bocadillos de pa amb tomàquet y croquetas, todo alineado con prolijidad sobre la barra. Uno de los socios recordaba la anécdota de Rafa —así lo llamaban ya— Nadal un año antes, cuando aún se paseaba con cara de niño por el Conde de Godó.
Una adolescente se le acercó y le pidió tímidamente un autógrafo. «Soy Julia», le dijo, sugiriéndole implícitamente de ese modo el nombre que debía figurar junto al autógrafo. Servicial, Nadal sonrió a la joven inclinando levemente la cabeza. «¡Qué tal, soy Rafa!». Como si Julia hubiera necesitado en aquel 2005 que se lo dijeran.
Aquel Rafa, Rafael o Rafel que comenzó su carrera firmando autógrafos, la terminaría tomándose selfis. El mundo que existía cuando él empezó a soñar raqueta en mano era muy diferente cuando decidió que bien podía haber sueños fuera del rectángulo. Doce meses más tarde, en abril de 2006, Nadal ya había aprendido que todos sabían quién era. Estaba en la cancha central del Real Club de Tenis Barcelona enfrentándose en cuartos de final al finlandés Jarkko Nieminen, un luchador, un jugador más que correcto, pero no un gran talento.
Era una tarde inusual, porque el español atravesaba uno de sus muy contados momentos de sufrimiento ante rivales menores sobre tierra. Nieminen, de brazo veloz y piernas ligeras, le estaba ganando 6-4 y 4-1 en los cuartos de final, rompiendo la placidez que debía vivir bajo el sol del barrio de Pedralbes.
«Va aquest joc, va aquest joc!», repetía un Nadal casi poseído mientras caminaba en círculos detrás de la línea de fondo. «Va este juego», decía en su catalán con cerrado acento mallorquín de Manacor. A ganar ese juego. Cinco días antes había derrotado a Federer en la final de Montecarlo, y ahora estaba sufriendo ante un jugador sin cartel. Eso es, también, el tenis.
«Hostia, ¡cómo está jugando este tío!», comentó Nadal al pasar cerca de la fila que agrupaba a los periodistas. Consiguió llevarse el segundo set, pero en el tercero estaba otra vez en desventaja, 3-1 abajo. «¡No falla una puta bola!», se desesperaba. En el banco de prensa, algún periodista se las tomaba con Mariano Rajoy, líder del Partido Popular (PP) y años después presidente del Gobierno español. Rajoy seguía el partido desde el palco de honor. «¡Este tío es gafe!», decía, mezclando sus convicciones nacionalistas catalanas y de izquierda con el supuesto poder destructor del conservador Rajoy. A su lado, un argentino se entusiasmaba con otro asunto: «Va a seguir vivo el récord de Vilas». Se equivocaría, porque Nadal luchó sin tregua y llegó al match point.
«Va aquest joc», volvió a murmurar entre dientes. Y ganó el partido.
Un rato después sonaban carcajadas. Nadal estaba protagonizando una vez más el show de espontaneidad y seducción con que condimentaba las ruedas de prensa en sus primeros años. El tema era el de sus cuarenta y cinco triunfos consecutivos sobre tierra batida, sólo a uno del récord del sueco Björn Borg y a ocho del argentino Guillermo Vilas. Pero Nadal prefería reírse de sí mismo y pronunciar en «mal inglés» uno de sus chascarrillos preferidos.
A diferencia de compañeros de circuito en aquellos años, como el argentino Guillermo Coria, que no quería hablar inglés hasta que no lo hiciera a la perfección y cerró su carrera sin hacerlo, Nadal era un kamikaze. Un joven que, ajeno a la gramática y las reglas del idioma, hablaba, hablaba y hablaba en la lengua de Shakespeare —o algo parecido—. Si fallaba, sonreía, con lo que sus diálogos con la prensa iban de sonrisa en sonrisa. Para conocerlo mejor, para acercarse a sus obsesiones, había que escucharlo hablar en castellano. Entonces asombraba, porque recurrentemente volvían las cifras, los puntos, el ranking. Nadal guardaba en la cabeza todos los resultados, todos los puntos ganados y por ganar, todo lo que hacían sus rivales directos en la lucha por la cima del tenis. Enumeraba, sin mirar un papel, todos los torneos ganados sobre tierra batida hasta entonces, analizaba los resultados con sus potenciales rivales del día siguiente y volvía a recordar lo injusto que puede ser el tenis.
«Con los puntos que gané en 2005 habría sido número uno en casi cualquier temporada. El problema es que tengo por delante a Federer, que es el mejor de todos los tiempos».
Aquel Rafa, Rafael o Rafel que comenzó su carrera firmando autógrafos, la terminaría tomándose selfis. El mundo que existía cuando él empezó a soñar raqueta en mano era muy diferente cuando decidió que bien podía haber sueños fuera del rectángulo. Doce meses más tarde, en abril de 2006, Nadal ya había aprendido que todos sabían quién era.
Tres semanas más tarde, las mussolinianas estatuas del Foro Itálico parecían tener ganas de aplaudir. Lo que se estaba viendo en ese escenario tan peculiar en el que se juega el Abierto de tenis de Italia era un partido de los que hacían historia. Federer tenía dos match points sobre Nadal para llevarse el título. Pero el español reaccionó y sumó un nuevo éxito. Acababa de igualar el récord de Vilas —cincuenta y tres victorias consecutivas sobre tierra—, y otra vez era el indiscutible candidato para ganar Roland Garros. Federer no lo sabía aún, pero aquella tarde fue la vez que más cerca estuvo de conquistar Roma, el segundo torneo más importante del mundo en el tenis sobre tierra batida. Necesitó siete años para volver a llegar a la final, y aquella vez, con un 6-1 y 6-3, Nadal no le permitió ni soñar con la victoria.
En aquel 2006 todos querían saber todo sobre Rafael Nadal. ¿Tiene novia?, preguntaban. Poco se conocía por entonces, aunque comenzó a saberse que el jugador estaba feliz por haber empezado a salir con una excompañera de colegio en Manacor. Lo que más le gustó de ella —aseguraron en su entorno— fue que nunca se interesó por el Nadal estrella. De hecho, se le había vuelto más elusiva cuanto más famoso él se hacía. Pero al final Nadal se salió con la suya, confirmando que no quería perder a nada, que estaba en la edad de ganar en todo.
Cuatro semanas más tarde, Nadal se retorcía otra vez emocionado, llenando de polvo naranja su camiseta verde. Ya era bicampeón de Roland Garros, y otra vez, como en Roma, tras liquidar a Federer en una final. Era el mejor colofón para dos semanas verdaderamente perfectas en las que el español disfrutaba de ser el chico de moda del deporte mundial. Había debutado con un blog en aquel Roland Garros. En él relataba en detalle lo que pasaba por su cabeza y cómo eran sus días en un gran torneo. Aquel blog de Nadal incrementó notablemente el tráfico en la página web de la ATP y se convirtió en una pieza de lectura habitual para muchos aficionados al deporte. Con los años irían desapareciendo las ganas de escribir —o incluso de dictar— blogs. Todo sería mucho más hermético y comercial. Pero en ese 2006 todo era nuevo y fresco, Nadal era un joven feliz y espontáneo. Al día siguiente del festejo en París debía salir para Londres. Optó por el Eurostar, el tren que cruza por un túnel el canal de la Mancha. Pero, como tantas veces, llegó tarde, perdió el tren y tuvo que esperar dos horas hasta el próximo. En ese rato escribió su primera columna sobre Alemania 2006 y la envió desde un miniordenador desde el propio tren. No había smartphones ni tabletas. Aunque sí teléfonos móviles. Cuando sonó el suyo, del otro lado estaba el príncipe Felipe, por entonces heredero de la corona española, rey desde 2014. Hablaron largo y distendidamente, Nadal se permitía bromas. Acababa de cumplir veinte años y vivía sus días con una confianza sin límites.
Rostro anguloso y color aceituna, extremidades de gigante, músculos que parecen por momentos estallarle, cabello largo, gesticulaciones extremas, genuino asombro ante las preguntas que de tanto en tanto le plantean los periodistas e invariable amabilidad: todo convertía por aquellos días a Nadal en un personaje peculiar, todo transformaba a Nadal en inevitable y bienvenida estrella. El récord de Vilas en tierra batida había sido hecho —precisamente— polvo. Ya era el récord de Nadal, y el tenis se preguntaba hasta dónde quería y podía llegar ese chico.
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