«Un puente sobre el tiempo», de Kaliane Bradley
Londres, en un futuro próximo. Un ministerio británico de nuevo cuño ha lanzado un encargo singular y de alto secreto: determinar si los viajes en el tiempo son seguros. Allí, unos funcionarios conocidos como «puentes» se ocupan de supervisar a personas reubicadas a la fuerza del pasado al presente, procedentes de un momento histórico distinto. Uno de los «puentes», una antigua traductora, se encarga de la integración de un desorientado Graham Gore, oficial y explorador británico que partió en una misión al Ártico en 1845. A lo largo de un año, lo que empieza como una convivencia difícil, va evolucionando hacia sentimientos más profundos... LENGUA publica a continuación las primeras páginas de «Un puente sobre el tiempo» (Salamandra, febrero de 2025), un «thriller» de espionaje (¡con viajes en el tiempo y una historia de amor!) firmado por la debutante Kaliane Bradley.
Por Kaliane Bradley

I
Quizá no sobreviva esta vez.
Se da cuenta de que no le preocupa morir. A lo mejor porque tiene la mente embotada por el frío. Los pensamientos llegan como medusas translúcidas, flotando a la deriva; mientras el viento ártico le azota las manos y los pies, se decantan contra el cráneo. Serán lo último en congelarse.
Sabe que está caminando, aunque ya no siente nada. El hielo de delante rebota y retrocede, así que debe de estar avanzando. Lleva una escopeta a la espalda y un macuto en bandolera. El esfuerzo es a la vez titánico e insignificante.
Está de buen humor. Si no tuviera dormidos los labios, silbaría. Oye el estruendo de unos cañones a lo lejos. Tres seguidos, como estornudos. El barco está mandando señales.
1
La entrevistadora dijo mi nombre y me quedé en blanco. Nunca digo mi nombre, ni siquiera mentalmente. Además, lo había pronunciado bien, para variar.
—Me llamo Adela. —Llevaba un parche en el ojo y tenía el pelo rubio, del mismo color y textura que la paja seca—. Soy la vicesecretaria.
—¿De...?
—Siéntate.
Era mi sexta ronda de entrevistas. Me presentaba a un puesto de promoción interna. Todo el papeleo llevaba el sello de «Credencial de seguridad requerida» —usar el de alto secreto en los documentos de rangos salariales se considera de mal gusto—, y nunca me habían concedido ese nivel de seguridad, así que nadie me decía en qué consistía el trabajo. De todos modos, como me ofrecían casi el triple de sueldo, no me importaba vivir en la ignorancia. Para llegar hasta aquí había sacado unas notas impecables en los exámenes de «Primeros auxilios», «Tutela de personas vulnerables» y «Vida en el Reino Unido» del Ministerio del Interior. Sabía que trabajaría estrechamente con uno o varios refugiados de especial interés para el gobierno y con necesidades particulares, pero desconocía de dónde estaban huyendo. Sospechaba que serían desertores políticos provenientes de Rusia o China.
Adela, vicesecretaria de Dios sabe qué, se prendió detrás de la oreja un mechón rubio que crujió como la paja.
—Tu madre fue refugiada, ¿verdad? —me dijo, que es una forma demencial de empezar una entrevista de trabajo.
—Sí, señora.
—De Camboya —añadió.
—Sí, señora.
Me habían hecho esa pregunta un par de veces a lo largo del proceso de selección. Normalmente la gente lo preguntaba esperando que los corrigiera, porque nadie es de Camboya. «No pareces camboyana», me había dicho un fantoche en una de las entrevistas del principio, antes de ponerse rojo como una luz de freno al darse cuenta de que lo estaban grabando para supervisar la formación del personal. Ese comentario iba a costarle una amonestación. Suelen hacérmelo a menudo, y en el fondo lo que quieren decir es: «Pareces de una etnia blanca de llegada tardía, tal vez española, y además no das la impresión de cargar con el trauma de un genocidio; afortunadamente, porque ese tipo de cosas incomoda a la gente.»
No hubo más seguimiento del genocidio (¿Algún familiar sigue allí mohín comprensivo? ¿Alguna vez vas de visita sonrisa de simpatía? Un país precioso ensombreciéndose hasta las lágrimas cuando lo visité visibles en el párpado inferior una gente tan amable...). Adela se limitó a asentir. Me pregunté si se decantaría por la cuarta opción, menos habitual, de decretar que era un país sucio.
—Mi madre nunca se referiría a sí misma como refugiada, ni siquiera como ex refugiada —agregué—. Me ha extrañado mucho oír ese comentario.
—Tampoco es probable que las personas con las que trabajes utilicen ese término. Nosotros preferimos «expatriado». En respuesta a tu pregunta, soy la vicesecretaria de Expatriación.
—¿Y son expatriados de...?
—La historia.
—¿Perdón?
Adela se encogió de hombros.
—Hacemos viajes en el tiempo —dijo, como si hablara de la máquina de café—. Bienvenida al Ministerio.
Cualquiera que haya visto una película en la que se viaja en el tiempo, o leído un libro donde aparecen viajes en el tiempo, o se haya abstraído en algún transporte público atascado contemplando la idea de viajar en el tiempo, sabrá que en cuanto intentas analizarlo según los principios de la física te metes en un jardín. ¿Cómo funcionaría? ¿Cómo va a funcionar? Yo existo simultáneamente al principio y al final de este relato, lo cual es una especie de viaje en el tiempo, y estoy aquí para decirte: no le des más vueltas. Basta con que sepas que, en tu futuro cercano, el gobierno británico desarrolló los medios para viajar en el tiempo, pero aún no los había puesto en práctica.
A fin de evitar el caos que entrañaría cambiar el curso de la historia —si es que la «historia» puede considerarse una narración cronológica coherente y única: otro jardín—, se acordó que lo más conveniente sería extraer a esos individuos de zonas de guerra, desastres naturales y epidemias históricas. Esos expatriados al siglo XXI habrían muerto de todos modos en sus respectivas líneas temporales. Eliminarlos del pasado no debía causar ningún impacto en el futuro.
Nadie tenía ni idea de cómo afectaría viajar en el tiempo al cuerpo humano. Por eso la segunda razón para elegir a individuos que hubiesen muerto en su línea temporal era que podían acabar muriendo en la nuestra, como esos peces abisales que aparecen varados en la arena de la playa. Quizá nuestro sistema nervioso no podía soportar el tránsito por tantas épocas. Si sufrían una especie de síndrome de descompresión temporal y se derretían hasta convertirse en una gelatina rosada en un laboratorio del Ministerio, no sería un asesinato, al menos a nivel estadístico.
En el supuesto de que los «expatriados» sobrevivieran, eso significaría que iban a ser personas de pleno derecho, lo cual siempre es un engorro. Cuando se trata con refugiados, sobre todo si llegan en masa, es mejor no pensar en ellos como personas. Complica el papeleo. Sin embargo, desde la perspectiva de los derechos humanos, los expatriados cumplían con los requisitos para solicitar asilo del Ministerio del Interior. Por tanto, sería éticamente cuestionable evaluar sólo las secuelas fisiológicas del viaje en el tiempo. Para saber si se habían adaptado de verdad, los expatriados debían vivir en el futuro, supervisados en todo momento por un acompañante, que resultaba ser el puesto para el que me habían elegido en la entrevista. «Puentes», nos llamaban, tal vez porque el epígrafe de «auxiliar» estaba por debajo de nuestro rango salarial.
Desde el siglo XIX el lenguaje ha recorrido un largo camino. «Sensato» solía significar «sensible». «Gay» significaba «alegre». «Asilo de locos» y «solicitante de asilo» parten del mismo significado básico de «asilo»: un refugio inviolable donde encontrar amparo.
Nos habían contado que traíamos a los expatriados a un lugar seguro. Nos negamos a ver la sangre y el pelo en el suelo del manicomio.
Fue una alegría que me dieran el puesto. En el Departamento de Idiomas del Ministerio de Defensa me había estancado. Trabajaba como traductora-consultora especializada en el sudeste asiático, concretamente en Camboya. Las lenguas de las que traducía las había aprendido en la universidad. A pesar de que en casa mi madre nos hablaba en jemer, no lo practiqué durante mis años de formación. Llegué a mi herencia cultural como extranjera.
Me gustaba mi trabajo en Idiomas, pero quería ser agente de operaciones, y al haber suspendido dos veces los exámenes no sabía muy bien hacia dónde encaminar mi carrera. No era eso lo que se esperaba de mí en casa. Desde muy niña mi madre me había dejado claras sus ambiciones. Quería que fuera primera ministra. Como primera ministra, podría «meter baza» en la política exterior británica, y además llevaría a mis padres a lujosas cenas gubernamentales. Tendría chófer. (A mi madre no le gustaba conducir; el chófer era importante.) Por desgracia también me inculcó las repercusiones kármicas de las habladurías y las mentiras —el cuarto precepto budista es inequívoco en este sentido—, y así, a los ocho años, mi carrera política acabó antes de empezar.
A mi hermana pequeña se le daban mejor las trampas. Yo era obediente con el lenguaje, mientras que ella era esquiva, rebelde. Por eso me hice traductora y ella escritora; o al menos intentó ser escritora porque acabó siendo correctora. A mí me pagaban bastante más que a ella y mis padres entendían en qué consistía mi trabajo, así que yo diría que el karma se puso a mi favor. Mi hermana soltaría un comentario tipo «Anda y que te den», pero seguro que lo diría en plan simpático.
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Hasta el mismo día en que íbamos a reunirnos con los expatriados seguíamos dándole vueltas a la palabra «expatriado».
—Si son refugiados, deberíamos llamarlos «refugiados» —dijo Simellia, otra de los puentes—. Tampoco es que vayan a mudarse a una casa de verano en la Provenza.
—Tened en cuenta que ellos no necesariamente se considerarán refugiados —comentó la vicesecretaria Adela.
—¿Alguien les ha preguntado qué se consideran?
—Se ven como víctimas de un secuestro, la mayoría. Mil novecientos dieciséis cree que está en territorio enemigo. Mil seiscientos sesenta y cinco piensa que está muerta.
—¿Y nos los entregan hoy?
—El equipo de Bienestar cree que el proceso de adaptación se resentirá si los retienen más tiempo en el pabellón —dijo Adela, seca como un sistema de archivo.
Debatíamos la cuestión —o mejor dicho, Simellia y Adela la debatían— en una de las interminables salas del Ministerio: de color gris piedra, con luces empotradas en el techo, modular en la medida que insinuaba que al abrir una puerta se accedía a otro espacio idéntico, y de ahí a otro, y de ahí a otro más. Ese tipo de salas están diseñadas para incentivar la burocracia.
Se suponía que iba a ser la última reunión presencial de los cinco puentes: Simellia, Ralph, Ivan, Ed y yo. Todos habíamos pasado por un proceso de seis rondas de entrevistas en las que nos habían taladrado hasta la saciedad. «¿Está o ha estado alguna vez condenada o involucrada en alguna actividad que pudiera poner en riesgo su nivel de seguridad?» Después, nueve meses de preparación: inacabables grupos de trabajo, verificaciones de los antecedentes, construcción de puestos fantasma en nuestros antiguos departamentos (Defensa, Diplomacia, Interior). Y ahora estábamos allí, en una sala donde se oía el zumbido de la electricidad en las bombillas, a punto de hacer historia.
—¿No cree que lanzarlos al mundo cuando creen que están en el más allá o en el frente occidental podría impedir que se adapten? —preguntó Simellia—. Lo pregunto tanto en calidad de psicóloga como de persona con un grado normal de empatía.
Adela se encogió de hombros.
—Podría ser. Pero este país nunca hasta ahora ha aceptado expatriados de la historia. Podrían morir por mutaciones genéticas dentro de un año.
—¿Debemos esperar que eso suceda? —pregunté alarmada. —No sabemos qué esperar. En eso consiste precisamente vuestro trabajo.
En la sala que el Ministerio había preparado para la entrega se respiraba un aire de ceremonia antigua: paneles de madera, cuadros al óleo, techos altos. Tenía bastante más lustre que las salas modulares. Sin duda lo había organizado alguien del equipo administrativo con sentido de la teatralidad. Por su estilo y el modo en que las ventanas atenuaban la luz del sol, esa estancia probablemente no se había tocado desde el siglo XIX. Mi supervisor, Quentin, ya estaba allí. Parecía irritado, que es como se manifiesta la excitación.
Dos agentes condujeron a mi expatriado por la puerta del otro extremo de la sala antes de que me hubiera hecho a la idea de que llegaba.
Estaba pálido, demacrado. Le habían cortado el pelo tan al rape que apenas se le notaban los rizos. Giró la cabeza para mirar la habitación y vi un perfil de nariz imponente, como si en medio de la cara hubiera crecido una flor de invernadero, portentosa y atractiva. Todos sus rasgos eran excesivos y, en cierto modo, le daban una apariencia hiperrealista.
Se puso muy erguido y clavó los ojos en mi supervisor. Algo en mí le había hecho mirarme y apartar la vista rápidamente. Di un paso adelante y el eje de su mirada cambió.
—¿Comandante Gore?
—Sí. —Soy su puente.
Graham Gore (comandante, Marina Real; c.1809-c.1847) llevaba cinco semanas en el siglo XXI, aunque, al igual que los demás expatriados, estaba lúcido desde hacía apenas unos días. El proceso de extracción había requerido dos semanas de ingreso hospitalario. Dos de los siete expatriados originales no lo habían superado, de manera que sólo quedaban cinco. Gore había llegado con neumonía, quemaduras severas por el frío, primeras fases de escorbuto y dos dedos de los pies rotos, con los que por lo visto había estado caminando tan campante. También hubo que curarle las laceraciones causadas por una táser: disparó a dos de los miembros del equipo que había ido a expatriarlo y un tercero se vio obligado a soltarle una descarga.
Había intentado huir del pabellón del Ministerio tres veces y hubo que sedarlo. Cuando dejó de debatirse, los psicólogos y los victorianistas le dieron las coordenadas esenciales. Para facilitar la adaptación, los expatriados sólo recibían información inmediata y práctica. Llegó a mí con los conocimientos básicos sobre la red eléctrica, el motor de combustión interna y el sistema de fontanería. No sabía nada de las Guerras Mundiales, la Guerra Fría, la liberación sexual de los años sesenta o la guerra contra el terrorismo. Habían empezado hablándole del desmantelamiento del Imperio británico y no había ido muy bien.
El Ministerio había puesto a nuestra disposición un chófer que nos llevaría a la casa. Gore sabía que existían los automóviles, pero era la primera vez que se montaba en uno. Miraba por la ventanilla, pálido por lo que supuse que era asombro.
—Si tiene alguna pregunta, no dude en hacerla —le ofrecí—. Soy consciente de que es mucho lo que hay que asimilar.
—Me complace descubrir que, incluso en el futuro, los ingleses no han perdido el sutil arte de la ironía —dijo sin mirarme.
Tenía un lunar en el cuello, cerca del lóbulo de la oreja. En el único daguerrotipo suyo que se conservaba aparecía vestido a la moda de 1840, con un corbatón bien ceñido. Me quedé embobada mirando el lunar.
—¿Esto es Londres? —preguntó finalmente.
—Sí.
—¿Cuánta gente vive aquí ahora?
—Cerca de nueve millones de personas.
Echó atrás la cabeza y cerró los ojos.
—Es una cifra excesiva para ser real —murmuró—. Voy a correr un tupido velo sobre lo que acabas de decirme.
El alojamiento que nos había proporcionado el Ministerio era una casa victoriana de ladrillo rojo originalmente construida para los trabajadores del barrio. Gore la habría visto terminada si hubiera llegado a octogenario. El caso es que tenía treinta y siete años y no había conocido las crinolinas, ni Historia de dos ciudades, ni la emancipación de la clase obrera.
Salió del coche y miró la calle de arriba abajo con gesto cansado, como de hombre que llega de viajar por todo el continente y aún no ha encontrado su hotel. Bajé de un salto y lo seguí. Intenté ver lo que él veía. Quizá me haría preguntas sobre los coches aparcados o sobre las farolas.
—¿Tienes llaves? —preguntó en cambio—. ¿O ahora las puertas funcionan con contraseñas mágicas?
—No, tengo...
—Ábrete sésamo —susurró con voz siniestra en la boca del buzón.
Una vez dentro le dije que prepararía té. Me pidió permiso para echarle un vistazo a la casa. Se lo concedí. Dio una vuelta rápida. Pisaba con firmeza, como si esperase resistencia. Cuando volvió a la cocina-comedor y se apoyó en el quicio de la puerta, me quedé paralizada. Miedo escénico, pero también la impresión que me produjo de repente su presencia imposible. Cuanta más conciencia tomaba de que él estaba allí, obstinadamente, más me parecía que mis sentidos abandonaban mi cuerpo. Me estaba ocurriendo algo inverosímil, que sin embargo experimentaba con todo mi ser, e intentaba verme desde fuera para darle sentido. Pesqué la bolsita de té y la llevé hasta el borde de la taza.
—¿Vamos a... cohabitar? —quiso saber.
—Sí. Cada expatriado convive con su puente durante un año. Nosotros estamos aquí para ayudar a que se adapten a su nueva vida. Se cruzó de brazos y me miró. Tenía ojos color avellana, con pintitas verdes, y pestañas espesas. Me parecieron al mismo tiempo llamativos y reservados.
—¿Estás soltera? —preguntó.
—Sí. No es una situación indecorosa, en este siglo. Una vez que lo consideren preparado para entrar en la vida pública, deberá referirse a mí como su compañera de piso, tanto fuera del Ministerio como con cualquiera que no esté involucrado en el proyecto.
—«Compañera de piso» —repitió con desdén—. ¿Qué implica eso?
—Que somos dos personas sin pareja, que compartimos los gastos de alquiler de una vivienda y no nos une ninguna relación sentimental.
Pareció aliviado.
—Bueno, al margen de las costumbres, no estoy seguro de que sea decente —sentenció—. Pero, si se permite que aquí vivan nueve millones de personas, quizá sea una necesidad.
—Ahí al lado tiene una caja blanca con un asa. Es un frigorífico, lo llamamos «nevera». ¿Podría abrir la puerta y sacar la leche, por favor?
Abrió la nevera y echó una ojeada dentro.
—Una fresquera —comentó con interés.
—Prácticamente. Aunque eléctrica. Creo que ya le explicaron que la electricidad...
—Sí. También sé que la Tierra gira alrededor del Sol. Para ahorrarte un poco de tiempo.
Abrió un cajón.
—Siguen existiendo las zanahorias entonces. Y la col también. ¿Cómo reconoceré la leche? Espero que me digas que todavía tomáis la leche de la vaca.
—Así es. La botella pequeña, en el estante superior, tapa azul.
Enganchó el dedo en el asa y me la acercó.
—¿La doncella tiene el día libre?
—No hay doncella. Ni cocinera. Nos encargamos nosotros mismos de la mayoría de las tareas domésticas.
—Vaya —dijo, y palideció.
(Un puente sobre el tiempo, de Kaliane Bradley, sigue aquí).