Edición de David Rieff
Jean-Luc Godard por Susan Sontag: cine con identidad literaria
La muerte por suicidio asistido de Jean-Luc Godard, a los 91 años, coloca sobre la mesa de la actualidad la obra de uno de los cineastas más particulares del siglo XX. Referente indiscutible del cine europeo y mundial, revolucionó el lenguaje audiovisual como primer espada de la Nouvelle Vague y a través de una particularísima manera de entender el arte. «El cine es lo único que nos ha dado un signo. Los demás nos han dado órdenes. El cine es un signo para interpretar, para jugar con él, y hay que vivir con él», dejó dicho un director al que pocos entendieron como Susan Sontag, quien le dedicó varios textos. Incluidos en el ensayo «Godard», escrito en 1968 y compilado primero en «Estilos radicales» (DeBolsillo) y ahora en «Obra imprescindible» (Random House), los siguientes párrafos son apenas una muestra del amor que le profesó Sontag al autor francés, el más «discutido» y «literario» de aquel cine contemporáneo de finales de los sesenta.
Por Susan Sontag

Jean-Luc Godard en el set de rodaje de «Sympathy For The Devil» (1968), documental que reflexiona sobre la contracultura occidental. Crédito: Getty Images.
La actitud que Godard introduce en el medio cinematográfico recibe a menudo la denominación despectiva de «literaria». Generalmente, esta imputación da a entender –como cuando Satie fue acusado de componer música literaria o Magritte de pintar cuadros literarios– que el autor se preocupa por las ideas, por la conceptualización, a expensas de la integridad sensual y de la fuerza emocional de la obra, o en términos más amplios, que tiene el hábito (una suerte de mal gusto, según se supone) de violar la unidad esencial de una forma determinada de arte mediante la introducción en ella de elementos ajenos. Es innegable que Godard se ha consagrado valerosamente a la empresa de representar o encarnar ideas abstractas como ningún cineasta lo ha hecho antes que él. En varias películas incluso intervienen intelectuales invitados: un personaje de ficción tropieza con un filósofo de carne y hueso (la heroína de Vivir su vida interroga en un café a Brice Parain sobre el lenguaje y la sinceridad; en La Chinoise la joven maoísta discute en un tren con Francis Jeanson sobre la ética del terrorismo); un crítico y cineasta recita un monólogo especulativo (Roger Leenhardt, vehemente y comprometedor, sobre la inteligencia, en Una mujer casada); un veterano portentoso de la historia del cine tiene la oportunidad de reinventar su imagen personal un poco empañada (Fritz Lang interpretándose a sí mismo, una figura del coro meditando sobre poesía alemana, Homero, el cine y la integridad moral, en El desprecio). Por su parte, muchos de los personajes de Godard musitan aforismos para sus adentros o entablan discusiones con sus amigos sobre temas como la diferencia entre la derecha y la izquierda, la naturaleza del cine, el misterio del lenguaje y el vacío espiritual que se oculta tras las satisfacciones de la sociedad de consumo. Además, las películas de Godard no solo están pletóricas de ideas, sino que muchos de sus personajes tienen una ostensible cultura literaria.
Sontag y el pensamiento crítico
En verdad, a juzgar por las múltiples referencias a libros, menciones de nombres de escritores, y citas y extractos más largos de textos literarios que aparecen en sus películas, Godard parece estar empeñado en una interminable competencia con el hecho mismo de la literatura, competencia que él intenta resolver mediante la incorporación de la literatura y las identidades literarias a sus películas. Y, aparte del uso original que hace de ella como objeto cinematográfico, Godard se interesa por la literatura como modelo para el cine y como medio para revitalizarlo y crearle alternativas. La relación entre el cine y la literatura es un tema que aflora reiteradamente en las entrevistas que concede y en sus propios escritos críticos. Una de las diferencias que subraya Godard consiste en que la literatura existe «como arte desde el principio», pero el cine no. Sin embargo, también observa una fuerte semejanza entre los dos artes: que «nosotros, los novelistas y los cineastas, estamos condenados a analizar el mundo, lo real; no así los pintores y los músicos».
Godard parece estar empeñado en una interminable competencia con el hecho mismo de la literatura, competencia que él intenta resolver mediante la incorporación de la literatura y las identidades literarias a sus películas.
Al encarar el cine como algo que es sobre todo un ejercicio de la inteligencia, Godard descarta cualquier distinción tajante entre inteligencia «literaria» y «visual» (o cinematográfica). Si la película es, según la definición lacónica de Godard, el «análisis» de algo «mediante imágenes y sonidos», no es en modo alguno incongruente convertir la literatura en sujeto del análisis cinematográfico. Aunque este tipo de material pueda parecer ajeno al cine, por lo menos cuando aparece con tamaña profusión, Godard argumentaría indudablemente que los libros y otros vehículos de la conciencia cultural forman parte del mundo, y por tanto pertenecen al ámbito del cine. En verdad, al poner en el mismo plano el hecho de que las personas leen, piensan y van seriamente al cine, y el hecho de que lloran, corren y hacen el amor, Godard ha descubierto una nueva veta de lirismo y patetismo para el cine: en el espíritu libresco, en la auténtica pasión cultural, en la inexperiencia intelectual, en la desgracia de alguien que se estrangula con sus propios pensamientos. (La secuencia de doce minutos en Los carabineros en que los soldados desempaquetan sus trofeos fotográficos es un ejemplo de la forma original en que Godard aborda un tema más familiar: la poesía del analfabetismo zafio.) Lo que quiere demostrar es que ningún material es, por naturaleza, imposible de asimilar.
Pero lo que hace falta es que la literatura se transforme realmente en material, como todo lo demás. Solo se pueden suministrar extractos literarios, fragmentos de literatura. Para que el cine pueda absorberla, la literatura debe ser desmantelada o dividida en unidades irregulares; entonces Godard puede apoderarse de una porción del «contenido» intelectual de cualquier libro (de ficción o no ficción); escoger del acervo público de la cultura cualquier tono de voz discordante (noble o vulgar); invocar en un instante cualquier diagnóstico del malestar contemporáneo que sea pertinente, por el tema, para su narración, aunque no sea coherente con la capacidad psicológica o la competencia mental de los personajes, ya demostrada.

Jean-Luc Godard, Anna Karina y Jean-Paul Belmondo durante el rodaje de «Pierrot el loco» (1965). Crédito: Getty Images.
Así, en la medida en que las películas de Godard son «literarias» en determinado sentido, resulta evidente que su alianza con la literatura descansa sobre intereses muy distintos de los que vincularon a los anteriores cineastas experimentales a los textos avanzados de su tiempo. Si Godard envidia la literatura, no es tanto por las innovaciones formales que se registraron en el siglo xx como por la cantidad ingente de ideas explícitas que se acomodan dentro de las formas literarias en prosa. Cualesquiera que sean los aportes que Godard pueda haber extraído de la lectura de Faulkner, Beckett o Maiakovski para practicar innovaciones formales en el cine, el hecho de introducir en sus películas un marcado gusto literario (¿propio?) le sirve sobre todo como medio para asumir una voz más pública o para elaborar enunciados más generales. En tanto que el cine vanguardista ha sido por tradición esencialmente «poético» (películas como las que filmaron los surrealistas en los años veinte y treinta, inspiradas por la emancipación de la poesía moderna respecto de la narración argumental y del discurso secuencial para pasar a la presentación directa y a la asociación sensual y polivalente de ideas e imágenes), Godard ha creado un cine primordialmente antipoético, entre cuyos principales modelos literarios se cuenta el ensayo en prosa. Godard ha llegado a decir: «Me considero un ensayista. Escribo ensayos con forma de novelas, o novelas con forma de ensayos».
Al poner en el mismo plano el hecho de que las personas leen, piensan y van seriamente al cine, y el hecho de que lloran, corren y hacen el amor, Godard ha descubierto una nueva veta de lirismo y patetismo para el cine.
Obsérvese que aquí Godard ha hecho a la novela intercambiable con el cine, lo cual es hasta cierto punto correcto, porque es la tradición de la novela la que más influye sobre el cine, y porque lo que estimula a Godard es el ejemplo de aquello en que últimamente se ha convertido la novela. «Se me ha ocurrido una idea para una novela», murmura el protagonista de Pierrot el loco en determinado momento, casi burlándose de sí mismo al imitar la voz trémula de Michel Simon. «No se trata deescribir la vida de un hombre, sino solo la vida, la vida misma. Lo que hay entre las personas, el espacio […] los sonidos y colores […]. Debe de existir una manera de lograrlo; Joyce lo intentó, pero uno debe, debe ser capaz […] de hacerlo mejor». Por supuesto, Godard habla aquí en su propio nombre, como director, y parece confiar en que el cine podrá lograr lo que la literatura no logra, incapacidad esta de la literatura que se debe en parte a la situación crítica menos favorable en que se coloca cada obra literaria importante. He dicho que la obra de Godard pretende destruir los viejos convencionalismos cinematográficos. Pero esta tarea de demolición la ejecuta con el entusiasmo de alguien que explota una forma artística considerada joven, que está en el umbral de su mayor desarrollo y no en sus postrimerías. Godard interpreta la destrucción de las antiguas normas como un esfuerzo constructivo, lo cual contrasta con la opinión vigente sobre el destino actual de la literatura. Como ha escrito Godard: «Los críticos literarios elogian a menudo obras como Ulises o Fin de partida porque agotan un determinado género, porque cierran las puertas tras él. Pero en cine siempre elogiamos las obras que abren puertas».
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