La muerte de Pizarnik por la propia Pizarnik: «Escribir es darle sentido al sufrimiento»
Este 25 de septiembre de 2022 se cumplen 50 años del adiós de Alejandra Pizarnik, quien murió debido a una sobredosis de pastillas de Seconal durante un permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires en el que se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo. Dueña de un estilo inimitable, los textos que escribió en los meses previos al suicidio ofrecen un triste recuerdo de la escritora que refundó el castellano con una poesía única. A continuación, y en orden, recuperamos los últimos textos de Pizarnik en forma de entrada de diario, poema y carta a su editor Antonio Beneyto. Además, reproducimos también las misivas que sus amigas le enviaron al propio Beneyto nada más conocer el fatal desenlace y unos extractos del episodio «Fin del juego» de la reciente biografía de Pizarnik -escrita por Cristina Piña y Patricia Venti- en los que se narra parte de su enfermedad y suicidio.
Alejandra Pizarnik. Crédito: Daniela Haman.
Últimos registros de sus diarios:
Noviembre de 1971
Escribir es darle sentido al sufrimiento.
He sufrido tanto que ya me expulsaron del otro mundo.
Escribir es querer darle algún sentido a nuestro sufrimiento.
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26/XI, viernes
Cartas a: Alberto Lagunas – Jean A. – Renée C. – A. Coyné – O. Bardesio – Arias López – C. Campo – Westphalen – A. F. Molina – Starobinski.
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4 de diciembre, sábado
A pesar de todo, es decir de la conspiración para que no escriba, quisiera, subrepticiamente, ir escribiendo CASA DE CITAS.
1) Buscar todos los cahiers anthologiques y reunirlos. Leerlos y obtener de ahí citas (cahier de lecturas de ensayos inclusive).
2) Releer algunos libros mareados, Lichtenberg, Beguin, Kafka (los ojos, ¿cómo puede eso ser hermoso?), Lautr[éamont], Rimb[aud], Hölderlin, Günderode, etc.
3) Lo fundamental es el «tema» del LENGUAJE.
4) Ver La locura y la lógica.
5) Ver mis cartas no enviadas (a Pichon, a Rodrigué). Luego están los poemas de Sala de psicopatología.
Contrapunto: Molly Bloom – elegía a Marie Blanchard. Como si escribir me estuviera prohibido. ¿Y por qué no me estaría? La escritura, el sexo: mi ausencia actual de estos dos pilares de la sabiduría.
Heme aquí escribiendo en mi diario, por más que sé que no debe ser así, que no debo escribir mi diario.
Para «Casa de citas», aún no terminé, creo, de recortar las frases de los poseídos (que son, a su vez, una 1.ª casa de citas.
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Edad de siempre. Edad del oro. Edad del lujo. Edad del brujo. Brújula abierta. Cansada espera de sí. ¿Cuándo vas a venir? Oscuridad amancebada con las estrellas. Tranquilizan las suposiciones áureas que remiten a una poesía evadida de la policía del alma. El arma del poeta es la locura. El arma del poeta es la alarma. Toque de alarma.
24/1/71
Hay varios de sus poemas en sus Textos de sombra que pertenecen al periodo entre mayo y septiembre de 1972, el año de su muerte. Son poemas no recopilados en un libro al uso. Éste sería probablemente el último, según la fecha marcada:
«La noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo
Septiembre de 1972»
De su correspondencia. Todas fechadas en septiembre de 1972 e incluidas en Nueva correspondencia.
Esta carta-postal fue la última que A. P. le escribió a A. Beneyto y que no llegó a enviarle. Quedó sobre la mesa de su estudio y fue Ana Becciu quien se encargó de enviársela, el 29 de septiembre de 1972, dándole la triste noticia de su muerte:
Buenos Aires, 12 de septiembre de 1972
Antonio querido,
unas líneas para encontrarnos y para rogarte que corrijas 2 detalles de mi antología:
1) nací en 1939 y no en 1936.
2) borrar la trivial anécdota de que abandoné letras por esta frase: «Boscán etc…». Es verdad pero no cabe destacarlo ¿no es cierto?
Me gustaría que hicieras la solapa tú.
Además, corrige lo que quieras. La si chère Martha es un tanto profesoral, de modo que debemos enseñarle.
Un gran abrazo de tu
ALEJANDRA
Cartas de Ana Becciu y Martha Moia, amigas de Pizarnik, a Antonio Beneyto enviadas después de la muerte de la poeta
Buenos Aires, 29 de septiembre de 1972
Querido Antonio,
me permito llamarte así porque Alejandra me ha hablado mucho de vos y me ha hecho pensarte con cariño.
Escribirte ahora es para mí muy doloroso. La muerte de Alejandra me ha dejado vacía, cercada, herida. La veo cada día. Vuelvo a su casa. Trato de encontrarla. Sé que volveré a encontrarla. Sé cuanto la querías, por eso quiero decírtelo yo. Fui la que ha estado a su lado con más fervor en estos últimos meses. Murió en mis brazos. Estaba muy bella. Como ella quería. La llevamos a su jardín un día de sol, con algo de viento y pájaros, mucho canto.
Dejó esta tarjeta para vos. Te pido que respetes ahora más que nunca estos deseos suyos. Estaba muy esperanzada con este libro.
Escríbeme pronto a Callao 942 2º piso, Bs. As. Cap. Fed. Argentina. Mi nombre es Ana Becciu.
Me pidió varias veces en estos últimos días antes del lunes 25, que me ocupara de algunas cosas de ella. Como los diarios.
Ahora nos pondremos a trabajar en ello con 5 más de sus mejores amigos de aquí.
No dejes de escribirme. Ahora más que nunca debemos hacer algo muy bello con su palabra. Tuya.
ANA BECCIU
Chicago, 30 de septiembre de 1972
Antonio,
no sé cómo empezar estas líneas, pero sí sé que necesito escribirte, porque vos y yo estamos más cerca que nunca. El triángulo se ha cortado — pero sólo físicamente. El 26 de septiembre, Alejandra se suicidó. Lo dije. Ya está en blanco y negro. Estoy sola, en un país extranjero. No estuve con ella. No pude acompañarla. Ahora nos queda, Antonio, seguir adelante con su primera antología. En su última carta me contaba de tu alegría al volver de un viaje y ver los materiales en tu escritorio.
Creo que vos y yo sentimos lo mismo respecto de El deseo de la palabra. Por sobre todo, nos importaba mucho que sea el nº 7. Se me hace difícil escribir, Antonio. Te ruego que me escribas unas líneas, necesito compañía. Y necesito saber que la antología será algo especial.
Pienso escribir unas líneas personales para que incluyas adelante, pero eso lo haré cuando me reponga un poco de este golpe.
Aún tengo un rollo de fotos sin revelar. Serán sus últimas: podrás imprimir algunas?
Asimismo, me resulta casi imperioso que esta antología sea muy distribuida en la Argentina. Decime tus planes y si yo puedo hacer algo. Conozco varios editores que podrían encargarse de la distribución.
Te mando mi dirección para que me envíes las pruebas — pero, más que nada, tus líneas:
1414 E 59th ST # 531
Chicago, Illinois 60637
USA
T.E. (312) 753-0237
Perdoname, Antonio, por estas líneas trabadas. Alejandra se ha llevado mucho de mi vida con ella y me cuesta recomponerme.
Espero tu carta. Me es muy importante.
Un abrazo
MARTA MOIA
De Biografía de un mito. Todo el capítulo Fin del juego es una narración de su enfermedad y suicidio.
(…) Por su parte, en la carta del 5 de julio de 1972 a Ivonne —quien seguía en el MIT— dice: Martha Moia, muy amiga mía, se va para USA en septiembre. Estará en New York del 14 al 18».
No es difícil imaginar, cuando revisamos la libreta de ese último mes, la sensación de abandono que experimentó, si bien la partida de la tan amada en apariencia se festejó en despedidas con vino y alegría fingida. Pero esa desazón y dolor que aparece en el diario y los textos escritos a partir de los años setenta, se vuelve rabia y obscenidad en una singular carta/apelación/relato que la autora misma rompió y que transcribimos a continuación:
LA PURA VERDAD
El agujero de X….X
Cierra. Se cierra. Cielo raso. Al ras para el coito, trabaja, no escatima jabón, Chanel nº 5, rizos púbicos; se afeita las piernas, algo de su coñito, se maquilla y viste para seducir o mejor para excitar. No sonríe, no ríe, no quiere. Quiere seducir y huir dejando a su paso un reguero de miembros erguidos y conchas vibrátiles.
Yo declaro con vergüenza la verdad siguiente: la amo.
Alguien: ¿cómo es posible? Yo: Porque fue perra conmigo, porque me abandona yéndose a otro país en cual vivirá con un ente apenas humano que la hará trizas. X es sádica y por tanto, lo contrario. Quiere ser conmigo como la gorda marimacho es con ella: lesbiana réptil, frígidas (cosa que les gusta, oh Dios si comprendiera esto!) que ejecutan el coito de juguete sin ruidos respiratorios, a veces un beso perdido pero ¿cuál de las 2 le metería a la otra el dedo en el culo? X, puesto que se lo enseñé! Claro que se trata de deslumbrar a la de Hélade (dueña de un culo que me dio tanto asco y justo pasarme eso a mí, la del trasero perfecto —si bien mi cuerpo todo es mejor que el de las vestales de la Hélade. X no tolera que le acaricien los genitales. Demasiado placer y eso no rinde plata. Por eso me desprecia y admira con pavor a Concha Diz. (allá se las halla con su nombre que no exige tocarla ni menos que la toquen, si bien se quiso acostar con X y yo. Oh bonito espectáculo! Yo Alexandra Pizarnik de Bromiquier Kolikovzka mostrándoles un orgasmo a dos nenas (1).
Pero entre sus amigos algunos se comprometieron a una vigilancia atenta porque temían que algo terrible pudiera pasar. Así, cuando Juanjo la llamaba en la última época, le decían que Alejandra estaba bien, que había salido de la crisis y estaba en la plaza tomando el sol. Aquello era mentira, las «amigas lesbianas»—conocemos la entrada en el diario donde afirma que no es lesbiana ni le gustan las lesbianas—la acaparaban y no dejaban que se relacionara con los viejos amigos (2).
Para entender semejante miedo, López Crespo tenía sólidas bases, pues había visto cosas muy inquietantes en su diario. La libreta a la que nos hemos referido tenía —ahora las hojas han desaparecido pero queda una anotación anterior que da fe— dibujos de revólveres de diferentes tamaños, como si estuviera buscando aquel indicado para matarse, así como listas y combinaciones de pastillas, sin duda con el mismo fin.
De lo primero, tenemos el siguiente testimonio del 19 de febrero de 1972: «Muy pronto tengo que matarme. Averiguar revolver__________»; de lo segundo, además de la lista escrita en un papel azul cuadriculado hacia el final del cuaderno/ agenda, en la sección Memoranda,
Seconal sódico 32
Amytal sódico 0,2
20 hs 50 7hs
20
407 horas
½ hora
el mismo 19 de febrero anota: «El sábado puedo tomar Seconaly Amytal. Hay una buena cantidad y yo ya no puedo más». Y, antes del 19 de abril —en que hay una anotación fechada— dice:
Por algo no estudio el suicidio [subrayado en verde]
Por ej.: libros /de medicina sobre psicofármacos (En El Ateneo
hay)___________
Hasta que los disfraces del «todo-está-bien» se mezclaron, como un mazo de naipes adulterado, con las señales del destino y la creciente desesperación. Mientras el 22 de septiembre le pidió prestada a su viejo amigo Roberto Yahni —profesor de literatura española en la Facultad— la novela de don Miguel de Unamuno, Niebla —donde Augusto Pérez, el protagonista, se niega a morir de muerte natural, como quiere el autor, y reclama su derecho al suicidio—; el domingo 24, cuando Elvira Orphée fue a visitarla, quien la recibió fue una Alejandra alegre e increíblemente «señorita», que con la ayuda de una amiga había puesto en orden todo el departamento para no ofender con su caos de papeles, vasos de Coca-Cola y ropa tirada por el piso la sensibilidad «jansenista» de su antigua cómplice de París. Ese día hubo risas, le lectura de un capítulo novelístico en el que Elvira trabajaba en el momento, el vislumbre de cartas por contestar en la canastilla de correspondencia de Alejandra. Todo fluido y natural, en una atmósfera de armonía, sin el menor signo que indicara la inminencia del final. Pero también, ese mediodía, la había llamado a Esmeralda Almonacid para verse por la noche en su casa y Esmeralda no había podido aceptar porque tenía otro compromiso y nada en la voz de su amiga le dio a entender que hubiera algún tipo de urgencia especial. Tampoco percibieron nada demasiado urgente Víctor Richini y Jorge García Sabal, a quienes les insistió dos veces en que fueran esa noche, pero que tampoco pudieron llegar.
De modo que llamó y llamó, pero siempre sin marcar un énfasis excesivo, sin que nada desolado u ominoso se tradujera en su voz, en su modulación, en su manera de pedir; incluso arregló un programa con Olga Orozco para el día siguiente y esa noche se despidió, sin indicios de que algo estuviera por cortarse, de una amiga que se quedó con ella hasta después de cenar.
Pero el corte, la ruptura, está claramente inscripto en la última entrada de su diario del 24 de septiembre:
Todo el día queriendo buscar límites. No debería ser tan difícil. Está la Martha q’ odio y la q’ amo. Pero ¿cómo escribirle cartas tiernas y, a la vez, escribir acerca de la M. perversa (x mi culpa)---
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Bataille. —la presencia conciente del hombre en el mundo en tanto q’ sinsentido (ser lo q’ es; no superarse ni buscar sentido en la acción). [Esto último es un tabú ancestral o acaso burgués]
Dejar el bien y abandonar la razón (el sentido) es abrirme al abismo (locura.
«Si abandono las perspectivas de la acción, mi perfecta desnudez se me revela». Estoy en el mundo sin recursos, sin apoyo, me hundo» (3).
Creemos que en esta entrada se concentran todos los elementos que la llevaron a querer morir: la ausencia de la persona amada y a la vez detestada —en esos contrastes de opuestos que formaban la materia misma de sus complejos enamoramientos—; la conciencia de la falta de sentido de la vida humana; el consecuente terror/apertura a la locura y, por fin, el reconocimiento de su carencia de «recursos», entre los que nos parece que la pérdida del lenguaje, de la confianza en la poesía, es fundamental.
Apuntemos, también, que el hecho de que la sobredosis la tome precisamente un domingo está cargado de significación: como lo ha dicho en París, al recordar su adolescencia desdichada y lo citamos en el capítulo I, los domingos son un día fatídico, como se ve en estas palabras que volvemos a citar por su estremecedora significación:
Los lúgubres domingos —lúgubre ya no es un adjetivo de domingo en mi caso: es un epíteto inseparable—, los lúgubres domingos me caen ahora como frutos podridos: asociados para siempre a la soledad. Nunca tuve con quién salir, con quién ir al cine, con quién ir a pasear. Y cuando conseguía alguna chica o algún muchacho mi deseo de inspirarle interés por salir conmigo, el domingo siguiente provocaba un clima de tensión y tristeza.
Más allá de nuestra casi certidumbre de que este tercer episodio —no intento, sino suicidio definitivo— fue deliberado, en el fondo carece de importancia el hecho de que la sobredosis de barbitúricos (4) fuera voluntaria o no. Quizá llamó desesperadamente a la tan nombrada, quizá la muerte encontró la forma de colarse en su confusión. No podemos saberlo con absoluta certeza; lo que importa es que la cita se cumplió y vino antecedida de muchos indicios.
Como confirmación de la duda acerca de la voluntad de morir de Alejandra tenemos, nuevamente, el testimonio de Antonio López Crespo. Como lo supo cuando pasó por su estudio —después de saber por Pablo Azcona, quien lo llamó desesperado para darle la noticia del suicidio— y el recepcionista del edificio, que tenía guardia las 24 horas pues era un importante inmueble de oficinas en Talcahuano casi esquina Santa Fe, le entregó los mensajes, Alejandra lo había llamado tres veces en la madrugada. En el primero le decía: «Antonio me tomé una sobredosis de pastillas, ayudame»; en el segundo: «Antonio, por favor, me siento mal»; en el tercero: «Antonio, llamame». Una vez más, una última vez la búsqueda de protección de esa especie de padre adoptivo al que no pudo alcanzar y que quedó tan devastado que durante tres días no pudo hablar (5).
También es significativa la forma de actuar de Alejandra cuando Fernando Noy se fue a Brasil: iba todos los días a su casa y le tocaba el timbre. Cuando él regresó Alejandra ya se había suicidado y el portero le comentó que ella lo había buscado todos los días desde su partida al extranjero.
No debemos imaginar nada; es imposible imaginar nada: la muerte no tiene palabras, el sufrimiento extremo no tiene palabras, la confusión involuntaria o el gesto deliberado de morir no tiene palabras.
Como no hubo palabras que respondieran a los llamados telefónicos de Olga al día siguiente —se había comprometido a despertarla para que fuera a su sesión de análisis y después compartir una tarde de errar por las librerías y tomar café—, a la una, a la dos, a las cinco, hasta que Olga supuso que Alejandra había cambiado de planes y optó por irse al cine con Valerio y después a comer.
Y tampoco las hubo para su amiga Ana Becciu, que debía pasar a buscar unos libros esa tarde y que, cansada de tocar el timbre, recurrió al portero para que le abriera y se los dejara retirar.
Después las hubo menos aún: apenas el cuerpo de Alejandra todavía con un hálito mínimo de vida y el caos: un taxi, un hospital, una morgue, los llamados y llantos y silencios que siguieron después. Como le dice Becciu a Antonio Beneyto en la carta del 29 de septiembre, que le envía junto con la tarjeta que Alejandra dejó para él:
Escribirte ahora para mí es muy doloroso. La muerte de Alejandra me ha dejado vacía, cercada, herida. La veo cada día. Vuelvo a su casa. Trato de encontrarla. Sé que volveré a encontrarla. Sé cuanto la querías, por eso quiero decírtelo yo. Fui la que ha estado a su lado con más fervor en estos últimos meses. Murió en mis brazos. Estaba muy bella. Como ella quería.
En algún momento de esa masa inarticulable, su hermana Myriam, a quien la madre le dijo que habían vuelto a internar a Alejandra, fue al Hospital Pirovano, donde le dijeron que allí no estaba, que no se había internado. Pero Myriam insistió y caminando por los pasillos oscuros —era el atardecer— llegó hasta la sala de psicopatología, donde tampoco estaba. Desconcertada, pensó que por error la habrían llevado a otro hospital, pero alguien la sacó de la confusión: Alejandra estaba muerta. Vinieron entonces la morgue —donde su marido reconoció el cuerpo—, los papeles, el hachazo brutal del sinsentido, la burocracia y los trámites implacables, los rituales para entender que Alejandra ya no estaba y todo se reducía a un cuerpo pequeño que, muy poco antes de partir había escrito en su pizarrón de colegiala: «No quiero ir nada más que hasta el fondo» y un año antes, había entendido, definitivamente, que la palabra no es patria ni refugio sino la intemperie y la desolación, esa intemperie y desolación donde quedó sumida Rosa, que nunca, nunca, superó la muerte de su hija.
El grupo de amigos que la acompañó hasta el último momento se instaló nuevamente en su casa ese día tras enterarse de su muerte, en estado de total desamparo y tristeza. Su cuerpo no estaba, como vuelve a contar López Crespo, pero el departamento era una romería: sus amigos —entre los que también estaban Ana Becciu y Ana Calabrese— tocaban los libros, los cuadernos, los lápices, como queriendo materializar a la amiga muerta. Nadie se hacía cargo de nada porque la familia no estaba y Olga tampoco, solo el desolado coro de los que tanto la quisieron y tan íntimos fueron de ella.
Aunque, como lo dijimos al hablar de la biblioteca de Alejandra, sus amigos seguramente se llevaron muchos libros como recuerdo, así como pequeños adornos, papeles, lapiceras. Felizmente la caja de fotos de Alejandra quedó en manos de su madre, quien en 1976 le permitió a Antonio López Crespo sacar bastantes —de las que sigue conservando alrededor de 20— para un proyecto de hacer un libro de homenaje. El contrato es de ese mismo año, y empezaron a trabajarlo con Arturo Carrera, pero luego vino la dictadura y Antonio se fue al exilio por sus simpatías de izquierda —pese a que no estaba vinculado con ninguna organización o partido—, del que volvió cuando se restauró la democracia. Esto explica por qué nunca se realizó el proyecto.
Y después del horror vinieron los ritos, de los que casi ni vale la pena hablar:
El martes 26, el velorio tristísimo en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se inauguró para velarla. Había tablas, pedazos de espejo por el piso, el pequeño cajón cerrado en el medio con el paño negro y la estrella de David que prescriben los ritos. La luz de los candelabros eléctricos, las flores muertas para la niña muerta. De un lado la familia, atónita y desolada. Del otro, los amigos, los cómplices, los lectores que se habían ido enterando con consternación y que, a pesar de esperarlo, de preverlo, n lo podían creer. De ambos lados, un dolor profundo. Y en medio de él, como una profecía de su transformación progresiva en el mito que deslumbraría a generaciones, una de sus primeras manifestaciones. Como lo señala Antonio Requeni (6), esa noche, tarde, cuando solo quedaban él y unos pocos amigos además de la familia, llegó una chica muy parecida a Alejandra y vestida igual que ella —el infaltable Montgomery de forro escocés—, peinada igual que ella —el pelo muy corto, castaño oscuro—, que caminaba como ella en una imitación inquietante.
El miércoles 27 —llovía, como todas las primaveras en Buenos Aires— (7) la familia y un grupo muy pequeño de amigos entrañables acompañaron el féretro al cementerio judío de La Tablada.
El jueves 28, a partir de las crónicas doloridas de los diarios del despertar entre espesos velos negros de quienes súbitamente entendían que era preciso borrar su nombre y su dirección y su teléfono de todas las agendas, arrancar para siempre de su vida el ritual de las visitas y las charlas hasta el amanecer, del vacío insoportable en la vida de Rosa Bromiker de Pizarnik, su madre, que de pronto no tenía una hija desvalida a quien cuidar y por quien desvelarse, Alejandra comenzó a faltar.
Si, como dice Borges, en el final solo quedan las palabras, guardemos, por un lado, el sintético y bello retrato que Fernando Noy hace de Alejandra:
«Un colibrí que se había vuelto leopardo, un leopardo con corazón de mariposa santa. Era sagrada, era santa. Brava era, muy brava. Era de una bondad infernal, tan grande que daba espanto».
y, por el otro, este ruego conmovido de Alejandra como una forma de revertir su ausencia, como un conjuro para su soledad:
Y que de mí solo quede la alegría de quien pidió entrar y le fue concedido.
Notas a los extractos de Biografía de un mito:
1. Papeles Pizarnik, Biblioteca de la Universidad de Princeton, Departamento de Libros Raros y Ediciones Especiales, Departamento de Manuscritos, Caja 7, Carpeta 54.
2. Testimonio de Antonio López Crespo.
3. Papeles Pizarnik, Biblioteca de la Universidad de Princeton, Departamento de Libros Raros y Ediciones Especiales, Departamento de Manuscritos, Caja 3, Carpeta 1.
4. Alejandra tomó, en apariencia, 50 pastillas de Seconal sódico, cuya eficacia para producir la muerte queda clara cuando nos enteramos de que los médicos de Oregon utilizaban con frecuencia este fármaco como una forma de inyección letal para ayudar a los pacientes a suicidarse, hasta que la compañía que lo fabricaba, Eli Lilly and Company, dejó de producirlo. En la misma página de Internet se señala que la sobredosis puede ser fatal.
5. Como es imposible no hacerlo, nos preguntamos hasta qué punto esa búsqueda de ayuda no la boicoteó la misma Alejandra. Porque lo llamó a su estudio, no a su casa, donde seguramente lo habría encontrado… De nuevo, el sí y el no quiero, la entrega a la muerte y el terror a ella, la tan buscada.
6. Antonio Requeni, Memoria iluminada, Capítulo IV: Final del juego. Video de Ernesto Ardito y Vilma Molina, 24:48 a 25:32. vimeo. com/41143178
7. Los testimonios se contraponen: mientras varios de sus amigos hablaron de un día de lluvia, Becciú, en la citada carta a Beneyto, le dice: «La llevamos a su jardín un día de sol, con algo de viento y pájaros, mucho canto» (323). Quizás, cada uno vivió el clima según su estado de ánimo o su deseo.