«Autofagia», el feroz salto al vacío de Alaíde Ventura Medina
«Autofagia» (Random House, 2024), la más reciente novela de la autora mexicana Alaíde Ventura Medina, es un terrorífico acercamiento a quien jamás ha tenido siquiera un clavo ardiendo al que agarrarse. La apatía, la abulia, la soledad y el autodesprecio sustentan la toxicidad (con la comida, con su pareja, con el mundo, pero sobre todo consigo misma) de una protagonista anónima que, con la industria azucarera latinoamericana como alegórico telón de fondo, rumia sus pensamientos página tras página desde la obsesión y la desesperanza: «Quería escribir una novela en la que el cuerpo y la mente se desorganizaran juntos».
Por Carmen Cocina
Alaíde Ventura Medina. Crédito: Sergio Hernández Vega.
Lo que se come se cría, dice el refrán. Pero, ¿qué pasa cuando no comemos absolutamente nada? Que el vacío se apodera del cuerpo y de la mente, despojándolos del menor atisbo de dignidad, cordura, determinación o esperanza. En el caso de la protagonista sin nombre que retrata Alaíde Ventura Medina en su última novela, su demencial relación con la comida es solo la punta del iceberg del ardor que la roe por dentro. La microingesta, los litros y más litros de agua que apura para engañar al hambre, el cómputo obsesivo de calorías, el escupir y vomitar metódicamente y los banquetes descomunales que terminan con dos dedos en la campanilla (realidades probablemente frecuentes en los trastornos de conducta alimentaria) son aquí un reflejo del desierto material y emocional que la asola desde su infancia, marcada por una madre y una abuela distantes y autoritarias y por el más absoluto de los desposeimientos. Desde el esquema castigo-recompensa al que se somete a sí misma, la muchacha sin nombre experimentará la única privación que le importa con la muda desaparición de Ana, su compañera de perversiones y de cama, sumiéndose cada vez más en el abismo con el lector como horrorizado e impotente testigo en una novela no apta para estómagos delicados. Quien avisa no es traidor.
LENGUA: La novela trata el tema de la anorexia y la bulimia y, de forma más amplia, unos trastornos de conducta alimentaria llenos de matices. ¿Por qué decidiste abordarlos? ¿Parten de una experiencia propia o de una realidad que percibes a tu alrededor?
Alaíde Ventura Medina: Me interesan mucho las obsesiones y los mecanismos de la mente: una de mis novelas previas aborda también la depresión y el trauma. Ahora llevaba un tiempo escribiendo desde una mente aislada del cuerpo, y me pregunté por qué había desvinculado tanto la racionalidad de la emoción y del organismo. Así que me planteé escribir una novela que estuviera enraizada en un cuerpo desregulado, que mente y cuerpo se desorganizaran juntos. La obsesión alimenta las conductas del cuerpo y, a su vez, el cuerpo desregulado potencia los pensamientos rumiantes. En Autofagia, los trastornos de conducta alimentaria entran ahí, pero lo principal es la desregularización química de la mente: un cerebro maníaco que da salida a sus obsesiones a través de esa relación insana con la comida. Por otro lado, yo estoy muy familiarizada con la manía. Durante la pandemia todos lo pasamos muy mal y muchos vimos cómo se nos potenciaban condiciones previas debido a la soledad y la angustia ante la incertidumbre, ante la posibilidad de perderlo todo.
LENGUA: Y esa familiaridad con las manías, ¿de dónde viene?
Alaíde Ventura Medina: El libro es una ficción, pero no creo en la imaginación por arte de magia. Me gusta fundamentarlo todo en la investigación, en este caso sobre los procesos metabólicos y lo que en inglés se llama «gut brain act», que viene a ser la relación entre la digestión y la química cerebral, ya que la primera regula muchos estados de ánimo y viceversa. Pero también me he basado en lo que me dice mi propio cuerpo, porque conozco mis ciclos y mi desregulación.
«La protagonista ha sido educada bajo la máxima de no estorbar y de ocupar el menor espacio posible. Su trastorno no se deriva del ansia por ajustarse a los estándares de belleza occidentales, sino de no tener lugar en un mundo donde le falta de todo».
LENGUA: La novela comienza con una frase impactante: «La primera vez que dejó de comer tenía once años». ¿Qué puede llevar a una niña tan pequeña a renunciar a comer cuando tiene hambre? ¿Cuánto parte del propio carácter y cuánto de la experiencia adquirida, ya sean traumas emocionales o estructuras sociales?
Alaíde Ventura Medina: Es un poco de todo. En el caso de la protagonista de la novela también hay una relación con la precariedad: la han educado bajo la máxima de no estorbar y de ocupar el menor espacio posible. Su trastorno no se deriva del ansia por ajustarse a los estándares de belleza occidentales, sino de no tener lugar en un mundo donde le falta de todo. El sistema le indica que no hay un espacio para ella, y ella lo ha percibido e interiorizado desde niña.
LENGUA: La protagonista ha pasado penurias en la infancia, tanto materiales como atencionales y, una vez se hace adulta, vive de forma precaria, es retraída, observadora y con baja autoestima. ¿Crees que existe alguna relación casual entre estos rasgos de personalidad y la obsesión con no comer? ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?
Alaíde Ventura Medina: Lo bonito de la ficción es que este personaje está delimitado con unos rasgos muy particulares que se dieron así. Es cierto que me documenté para crear su universo, pero no me atrevería a generalizar porque ese no es mi campo, así que sería un poco irresponsable por mi parte. Me interesaba plantear una infancia desatendida por circunstancias del entorno: tanto su madre como su abuela están absorbidas por el trabajo en la industria azucarera y para la protagonista es difícil crecer así, sin referentes, sin estructura, en la maleza.
Cuitlahuac, Veracruz, México, viernes 5 de marzo de 2010. Un agricultor posa con tallos de caña de azúcar cosechados que serán entregados a la refinería de azúcar San José. La producción de azúcar en México en 2010 fue de 4,5 millones de toneladas, frente a los 5 millones de la temporada anterior. El país fue el mayor proveedor de Estados Unidos en los últimos dos años. Crédito: Getty Images.
LENGUA: La novela es muy prolija a la hora de detallar los perjuicios medioambientales, sociales e incluso económicos de esa industria azucarera. Como mexicana, ¿estás familiarizada con esa realidad?
Alaíde Ventura Medina: Sí. El esquema de la explotación de la tierra para la obtención de materias primas se repite a lo largo y ancho de los países latinos por culpa de industrias que devastan el tejido social y medioambiental: la minería, maquilas... Cualquier tipo de industrialización se instala en un lugar donde ya había una organización previa, y lo que se anuncia como la luz del progreso en realidad tiene más sombras que luces: la devastación de las aguas, del suelo, la pérdida de las costumbres... Y los perjuicios medioambientales son inmensos, especialmente los incendios por las zafaras, que es la quema de la caña de azúcar. Veracruz es una zona dominada por la industria azucarera desde los tiempos de Hernán Cortés y Colón, que trajeron y produjeron las primeras cañas. Y es muy depredadora; en cierto sentido es una metáfora de la digestión y la desregulación. La caña nos da este cristal maravilloso que es el azúcar, pero este conlleva muchos desequilibrios: adicciones, comportamientos compulsivos... Una energía ultraproductiva a la que sigue un bajón tremendo.
LENGUA: De hecho, en la novela haces un símil entre el azúcar y las drogas aplicándole la jerga que les es propia: el «chute», «el subidón»…
Alaíde Ventura Medina: El azúcar es una de mis obsesiones. Primero, porque como la mayoría de la gente occidental, soy adicta a los estimulantes, como la cafeína o el propio azúcar. Y segundo, por mis orígenes y mi herencia familiar: mi bisabuelo trabajaba en un ingenio azucarero. Además, me he documentado mucho sobre el tema y ahora lo conozco tanto por sus efectos en mi cuerpo como por su historia y su repercusión en la configuración del mundo latino. El azúcar es muy rico, divertido y beneficioso para la producción y para el capital, y conlleva una bonanza que se refleja en lo económico, en el progreso de los pueblos que florecen a los pies de los ingenios azucareros. Pero con el tiempo llega también un bajón: las aguas se contaminan y los suelos se resienten con el monocultivo, por lo que cada vez necesitan más productos químicos para seguir siendo fértiles. De hecho, muchos pueblos de Veracruz están cambiando a otros cultivos. El otro día leí que quieren pasar al de coco.
«Uno de los rasgos que caracterizan a las obsesiones es que lo que interesa a quienes las sufre no es lo real, sino lo ideal. Por ejemplo, en la fascinación romántica, uno está mucho más tiempo pensando en la persona que le obsesiona que pasando tiempo con ella. En Autofagia la comida ocupa un lugar imaginario e idealizado, en el recuerdo y en la proyección de futuro».
LENGUA: Ese cambio de azúcar al coco, ¿a qué se debe exactamente? Porque por lo general a los empresarios les importan más sus beneficios que el medioambiente.
Alaíde Ventura Medina: Creo que es una cuestión de oferta y demanda y de facilidad de producción. El negocio del azúcar tiene altibajos: en México ha habido picos de producción muy altos, hasta el punto de llegar a ser el máximo productor mundial, pero, como toda economía, tiene un trasfondo político que también se ha venido abajo: en toda la zona semitropical los ingenios abren y cierran, abren y cierran.
LENGUA: La protagonista no tiene nombre, o al menos nunca se le da a conocer al lector. ¿A qué corresponde esta decisión?
Alaíde Ventura Medina: Me interesaba narrar la historia en estilo indirecto libre y en tercera persona, porque quería que la experiencia corporal fuera tan cercana que casi estuviera en la cabeza de los lectores. Y para ello me resultaba muy útil no darle un nombre a la protagonista, porque cuando una está inserta en esas dinámicas de fagocitación mente/cuerpo la existencia entera se diluye. Ella se refleja en los ojos de otras personas y construye su identidad a partir de los juicios de terceros y de las necesidades y deseos que cree intuir en ellos. Así que me interesaba narrar desde el «ella», y no desde el «yo», porque la tercera persona siempre existe en función de otro que la describe y la nombra. En la novela, además de la voz narradora, quien hace eso no es el otro sino la otra, porque su reflejo es otra mujer: ella se mira en Ana, su pareja.
LENGUA: Ana es verdaderamente un roto para un descosido: comparte la obsesión de la protagonista con la delgadez y el no comer y la incita a ser aún más severa con sus manías, incluso a vomitar. Se intuye que entre ambas hay una relación de dominación-sumisión y hasta de maltrato psicológico por parte de Ana. ¿Por qué elegiste a un personaje así para asumir el papel de pareja del personaje principal?
Alaíde Ventura Medina: La protagonista ha crecido sin referentes emocionales. Está acostumbrada a no estorbar y a que los demás le digan lo que tiene que hacer, y encuentra en Ana una continuidad a esa actitud. Por otro lado, Ana la fascinaba: la veía como de otro mundo, inaccesible. Para ella, recibir la atención de algo tan brillante y maravilloso, de alguien de un estrato social más alto que tiene el mundo a su disposición, es como acceder al privilegio a través del contacto. Y eso la lleva a abandonarse a sí misma en función de lo que cree que Ana quiere. Me interesaba plantear una relación de poder entre dos mujeres, porque aquí lo que corta, divide y establece jerarquías es la clase social. Se supone que las relaciones entre mujeres son horizontales, pero lo cierto es que cada una viene con un capital distinto. De Ana sabemos poco porque estamos focalizadas en la protagonista, pero intuimos que ella también trae su propia carga, porque participa de los trastornos y tiene el suyo propio. El abandono de la protagonista, que deja de comer en función de los deseos de Ana, responde a una necesidad de complacer, pero esta necesidad y la sumisión derivada de ella podría haber tomado una forma distinta a la del trastorno de conducta alimentaria. La novela versa esencialmente sobre obsesiones y manías, y también sobre relaciones de poder.
LENGUA: Escribes que Ana es una obsesión para la prota, que le despierta, según escribes, vergüenza, agradecimiento, miedo e insuficiencia. Son sentimientos contradictorios, propios de una relación tóxica. ¿Crees que los patrones viciados de los TCA se extrapolan necesariamente a las relaciones de pareja?
Alaíde Ventura Medina: Es como lo que decías del huevo y la gallina: no hay una relación de causa/consecuencia, sino un círculo vicioso; la conexión crea un todo. El título, Autofagia, alude a dimensiones muy diversas. En primer lugar, a la autofagia celular, propia de las dietas del ayuno intermitente que estuvieron de moda hace unos años, y en la que el cuerpo se devora a sí mismo. Pero también se refiere a la memoria: editarse a una misma, podarse el extra para encajar y agradar. Y también a la pareja, con la relación de poder que se establece: el fuerte se come al débil. Por último, está la sociedad y el ecosistema entero del ingenio azucarero, que fagocita los recursos naturales y devuelve desechos: la humanidad entera en un sistema que tiende hacia la autodestrucción. Los paralelismos entre la relación de pareja y la que ambas establecen con la comida es una especie de inercia, como una avalancha de vacío, una máquina centrífuga que va a terminar con todo.
Xilografía cubana de 1880. La gran industria azucarera moliendo la caña de azúcar en la plantación Las Canas. Crédito: Getty Images.
LENGUA: Hablando del título, Autofagia es una elección muy elocuente, que remite a la autodestrucción y se refiere a una misma como depredadora. Hay un pasaje en el que Ana dice que el organismo vacío se depura, pero lo cierto es que se hace mucho daño a sí misma y a la protagonista. ¿Crees que es consciente de ello? ¿Cómo se puede romper ese bucle?
Alaíde Ventura Medina: Probablemente sea consciente en el fondo, pero lo que pasa con el hambre es que la propia sensación se convierte en una adicción: el cerebro se obsesiona con el vacío y no comer genera tanto placer como comer, así que el cerebro se engaña a sí mismo y se acomoda para convencer. Lo que viene al final es la argumentación racional: la realidad emerge del caldo resultante de la bioquímica, los neurotransmisores y las sinapsis. Cuando crees tener una idea («mejor no comer»), en realidad la idea no es tuya, sino de tu cuerpo.
LENGUA: Escribes que la mente de la protagonista siempre está elucubrando, repitiendo incesantemente conversaciones y afectada por «voces», aunque nunca sabemos qué le dicen. Esa ambigüedad, ¿es deliberada? ¿Cuándo y por qué aparecen las voces?
Alaíde Ventura Medina: Las voces son los fantasmas de su pasado. A veces pensamos que al cambiar el espacio va a cambiar el cuerpo, y es cierto, pero la memoria también se lleva a cuestas. Las voces que le hablan son su madre; su abuela; los mandatos sociales adquiridos; la imposición externa del superior, interiorizada y convertida en norma. Lo que pensamos que es la verdad y el deber ser siempre viene de algún lado: no son instintivos, sino un constructo social.
«Me interesaba plantear una relación de poder entre dos mujeres. Se supone que las relaciones entre mujeres son horizontales, pero lo cierto es que cada una viene con un capital distinto».
LENGUA: La relación que la protagonista tiene con la comida es paradójica: piensa en ella durante todo el día, la desea en sus más diversas formas, pero se priva voluntariamente de ella y se siente culpable si prueba un bocado. ¿Cómo construiste ese galimatías?
Alaíde Ventura Medina: La comida es su obsesión, y uno de los rasgos que caracterizan a las obsesiones es que lo que interesa a quienes las sufre no es lo real, sino lo ideal. Por ejemplo, en la fascinación romántica, uno está mucho más tiempo pensando en la persona que le obsesiona que pasando tiempo con ella. En mi novela la comida ocupa un lugar imaginario, idealizado, tiene un poder simbólico, en el recuerdo y en el ideal de futuro. Para ella la comida tiene una fuerte carga emocional: es su abuela, su infancia, su pueblo, y, finalmente, su relación con Ana.
LENGUA: En la novela no aparece ningún hombre, ni siquiera figura paterna, salvo el que le tira los tejos a la protagonista (y ella lo rechaza) y los camioneros que comen en el bar donde trabaja, que no son personajes individuales sino un grupo sin apenas presencia. Hay una línea referida a todo el género hombre: «Viento metiche y ladino, como todos los hombres». ¿A qué responde este enfoque?
Alaíde Ventura Medina: Quería escribir un libro en el que los hombres estuvieran deliberadamente ausentes, en el que su única presencia fuera perceptible a través de sus acciones: pasaron por el mundo y dejaron consecuencias funestas. Pero las que tienen autonomía, las que participan del mundo, las que actúan y se mueven son las mujeres. Es una decisión política: quería escribir cómo las mujeres tienen que vérselas con los despojos que dejaron los hombres y a partir de ahí reconstruirlo todo.
LENGUA: Uno de los mayores pesares que deja la novela es que las dinámicas de la protagonista están viciadas: en su infancia, con la precariedad material y una familia ausente y autoritaria, y en la edad adulta con su relación tóxica con la comida, su sumisión en la pareja y su retraimiento. En tu opinión, ¿hay alguna forma de luchar contra ellas?
Alaíde Ventura Medina: No soy experta en eso, no me atrevería a generalizar con consejos, pero sí creo en el vínculo entre cuerpo y mente. Los procesos emocionales y psicológicos tienen una raíz orgánica, o por lo menos van en paralelo. Lo que yo aplico en mi vida personal es que no hay nada por decreto: la mente no es un combustible que trabaje solo, sino que necesita a la máquina, que es el cuerpo y tiene que alimentarse, moverse, acomodarse para enfrentarse a lo demás. Cuerpo y mente van juntos. Mens sana in corpore sano, y viceversa.