Geoff Dyer, el increíble escritor mutante
Geoff Dyer (Gloucestershire, Inglaterra, 1958) es un género literario en sí mismo. Ensamblador de artefactos narrativos donde conviven en un caos armónico la ficción, la memoria, el análisis y la reflexión, posiblemente se trate de la más heterodoxa rara avis de las letras británicas. Con motivo de su visita a Barcelona a finales de noviembre de 2024 para inaugurar un ciclo de conferencias en el Centre de Cultura Contemporánea sobre el sentido del viaje en la actual coyuntura del turismo masivo, conversamos con él y trazamos el siguiente recorrido de una trayectoria literaria única.
Por Antonio Lozano
Geoff Dyer en el Festival Internacional del Libro de Edimburgo de 2016. Crédito: Getty Images.
Geoff Dyer es capaz de deconstruir una fotografía bélica, una película experimental, un remoto rincón asiático, a D.H. Lawrence, la técnica de un tenista, una instalación de land art y el jazz con idéntica brillantez y humor. La profundización en sus pasiones -la historia (The Missing of the Somme), la literatura (Out of Sheer Rage), el arte (Arenas blancas), la fotografía (The Ongoing Moment), cine (Zona), la música (Pero hermoso), viajar (Yoga para los que pasan del yoga)…- ha cristalizado en una obra tan heterodoxa como estimulante que expande nuestra visión del arte y la cultura, al tiempo que conectamos vital y emocionalmente con su amenísimo transmisor.
Su libro más reciente publicado en español, Los últimos días de Roger Federer (Random House, febrero de 2023), se articula en torno a las numerosas acepciones y matices que reúne el concepto de finitud, conjugando una amplia muestra de pensadores, artistas, escritores y deportistas que, enfrentados al fantasma de su ocaso profesional, adoptan las más variadas tácticas defensivas, con la mirada introspectiva al propio deterioro físico y el yugo de los años, enmarcando ambos focos la sensación apocalíptica generada por la pandemia (el adiós a la normalidad y las certezas compartidas). Otro ejemplo de erudición sin soberbia, superlativa mirada analítica y capacidad de revestir lo anterior con apuntes biográficos y atisbos de intimidad atravesados por un humor y una ironía que desarticulan cualquier tentación de solemnidad.
Con motivo de la reciente visita a Barcelona de Geoff Dyer (a finales de noviembre de 2024) para inaugurar un ciclo de conferencias en el Centre de Cultura Contemporánea sobre el sentido del viaje en la actual coyuntura del turismo masivo, conversamos con él y trazamos el siguiente recorrido de una trayectoria literaria única.
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Orígenes
Dyer proviene de una familia humilde -en su charla señalará que sus padres jamás lo llevaron a ningún sitio de vacaciones y que fallecieron sin haberse subido a un avión-, hecho que considera el más determinante en su modo personal, abierto y libre de abordar la escritura. «Nunca tuve aspiraciones literarias; casi se podría decir que acabé estudiando en Oxford por accidente. Ahí fue donde de verdad empecé a interesarme por la literatura, pero acabé los estudios renqueando, carente de ambición y sin saber muy bien por dónde tirar. Mis padres creyeron que ir a esa universidad propia de las fábulas haría que saliera convertido en alguien respetable de clase media y casi ocurrió lo opuesto, pues me tiré unos años viviendo de las ayudas públicas».
Aunque remarca que su relación con la literatura no fue vocacional, esta sí le brindó orientación respecto a que lo importante en la vida recae en expandir tus conocimientos y afinar tu sensibilidad artística. Está convencido de que no cursar un doctorado le libró de la rigidez académica a la hora de adoptar ciertas metodologías de trabajo y de fijar los marcos de interés temáticos. De aquí el carácter ecléctico y heterodoxo de su bibliografía.
Aprendizaje
Como escritor, a Geoff Dyer le gusta compararse con la figura del canario en la mina de carbón. «Cuando exploro un asunto, me envío a mí mismo a las profundidades con todas las peculiaridades de mi sensibilidad y carácter. Me mueve la esperanza de que, al regresar a la superficie y ofrecer mis percepciones, alguien en algún rincón del mundo reconocerá o conectará con lo que le explico. Tengo más que comprobado que, si me apasiona lo suficiente un tema, puedo encontrar cosas interesantes que decir sobre él sin estar especialmente cualificado. También que, si quieres llegar a algún tipo de verdad universal, debes mantenerte absolutamente fiel a las contingencias de tus propias experiencias, de modo que incluyo toneladas de detalles ridículamente personales. Mis impresiones sólo son fieles a lo que he captado y entendido, con independencia de si se corresponden o no con la realidad. En mis libros no ocurre nada muy dramático y sospecho que a nadie le importará cuán fiable es mi testimonio».
El autor entiende la escritura como un proceso educativo, una prolongación de los exámenes que le ponían en el colegio, si bien ahora él es maestro y alumno, además de que escoge las materias y se divierte una barbaridad. «Lo mejor de escribir es que es el camino más rápido y estimulante de convertirte en un (semi) experto en un área que te llame poderosamente la atención. Nunca albergo la sensación de estar documentándome sobre nada, sino de practicar un hobby que me lleva a ampliar horizontes sobre diversas filias».
«Me mueve la esperanza de que, al regresar a la superficie y ofrecer mis percepciones, alguien en algún rincón del mundo reconocerá o conectará con lo que le explico».
Conciencia
Cada uno de sus libros es diferente y, al mismo tiempo, todos son el mismo libro salido del planeta Dyer. De su inteligencia, sentido del humor y mirada única sobre el mundo. «Aunque en algunos de los libros no aparezco de forma manifiesta, aunque no esté en un sentido corpóreo (este tipo alto, desgarbado y socarrón), todos están saturados de mi conciencia. Puedes escribir una gran obra de no ficción sin conciencia autoral alguna -documentación, conocimiento y técnica-, pero en la conciencia autoral están tus ideas sobre el cosmos, aunque también en la sintaxis, la selección de palabras, la puntuación.... Me gustan esos libros no tan definidos por el tema que abarcan, sino por la visión particular e intransferible del autor sobre el mismo, algo que ninguna otra persona podría desplegar. Uno lee un libro de no ficción por el contenido, pero me atrae más la idea de que lo lees a pesar del contenido, incluso si no tienes el menor interés en lo que trata. Un ejemplo serían los libros de Roberto Calasso, donde el catalizador final era la voz de Calasso desplegando sus intereses. Salvando las distancias, me reconozco un poco en ello, y creo que fue en Los últimos días de Roger Federer donde llevé más lejos las posibilidades de esta conciencia autoral».
Conexiones y Digresiones
El tema en Dyer es un telón de fondo o una excusa para dejar que su mente, curiosa, burlona, desmitificadora y «excavadora», vaya trazando arabescos, tirabuzones y bucles. Sólo en apariencia desestructurados y desnortados, sus libros encuentran en las conexiones inesperadas -recordemos que la neurociencia ha asociado la inteligencia con la capacidad de establecer éstas- y las digresiones libérrimas -como gran amante del jazz, pasión que fructificó en ese vibrante homenaje a su alma que supone Pero hermoso, el autor gusta de improvisaciones controladas- una forma sorprendente de vertebración. En más de una ocasión ha declarado que, vista en conjunto, su obra la ve conectada por la tentación de dejar de escribir: «La paradoja es que este deseo de abandonar es lo que me ha ido impulsando hacia delante».
En vez de avanzar en línea recta o seguir secuencias narrativas definidas, gran parte tanto de sus novelas como de sus libros de no ficción dependen de hilos sutiles, ecos, motivos o déjà vu, que acaban dando consistencia al conjunto. «Dar con ellos inaugura esa fase mágica en que un título pasa de generar agobio e incertidumbre, y de requerir una férrea autodisciplina, a convertirse en un placer». El salto de los habitantes del Antiguo Egipto a los tripulantes de las naves espaciales que lleva a cabo en Arenas blancas es un ejemplo glorioso de estos puentes asombrosos que ha sabido tender una y otra vez.
El recurso a la digresión es otra de las marcas de fábrica del autor, aunque sólo si el tema invita a ello de forma natural y su integración no desestabiliza al conjunto. Puede que en Zona, un análisis prácticamente fotograma a fotograma de la película Stalker de Tarkovski, fue donde más se entregara a la tarea, precisamente porque su objeto de estudio venía definido por lo enrevesado y retorcido. «Kapuscinsky es uno de mis autores de cabecera porque aun presentándose como reportero suele escorar hacia autores como Calvino o Borges. No me interesa lo que Milan Kundera definió como narrativa "ciclista", aquella basada en que la historia avance sin descanso».
Geoff Dyer en una imagen de 2004. Crédito: Getty Images.
Viajar
La literatura de viajes comprende dos de los títulos más populares de Geoff Dyer: Yoga para los que pasan del yoga - Ámsterdam, Camboya, Roma, Indonesia, Nueva Orleans, Libia...- y Arenas blancas -Pekín, Nuevo México, la Polinesia francesa, Los Ángeles...-, donde el destino provoca que la mente del autor entre en ebullición y el apunte espontáneo se mezcle con la reflexión filosófica, la huella histórica y artística conviva con la anécdota hilarante, parafraseando la oscarizada película, Todo a la vez en todas partes.
«No creo que el viaje necesite ninguna otra justificación que no sea él mismo. Vivimos en un planeta tan alucinante que no viajar pudiendo hacerlo sería una locura. Como señaló Annie Dillard, "sólo estamos aquí durante una temporada, por lo que no está de más conocer el lugar un poco". Me encanta esta idea del mundo como vecindario. Cuanto más viajas, más en casa te sientes en el mundo. Las lecciones que extraes de hacerlo tienden a ser chocantemente sencillas. La más alucinante para mí quizá sea que habitemos un planeta tan seguro para la mayoría teniendo en cuenta la disparidad de riqueza, que la gente sea por lo general amable y que no se le cruce por la cabeza dañarte».
Geoff Dyer afirma que le gusta viajar a lugares que, de disponer de un contador Geiger -los aparatos que miden la radioactividad de un emplazamiento u objeto-, las manecillas saltarían por los aires, citando como ejemplos, Benarés, el sudoeste americano, Camboya y Namibia. «Disfruto describiendo estos sitios tan poderosos y al intentar articular lo que significan para mí con suerte consigo que emerja alguna revelación que nos conecte a todos».
«No creo que el viaje necesite ninguna otra justificación que no sea él mismo. Vivimos en un planeta tan alucinante que no viajar pudiendo hacerlo sería una locura (...). Me encanta esta idea del mundo como vecindario. Cuanto más viajas, más en casa te sientes en el mundo».
Mirada...
A) En la tradición de Walter Benjamin, Roland Barthes, Susan Sontag o John Berger (su maestro confeso), Dyer ha demostrado ser un fenómeno a la hora de interpretar y comentar imágenes (sean fijas o en movimiento). Su libro sobre la historia de la fotografía -básicamente en el ámbito anglosajón-, The Ongoing Moment, y su recopilación de textos analizando fotos, See/Saw. Looking at Photographs 2010-2020, muestran un conocimiento extenso de la tradición y el lenguaje de las instantáneas, a la par que una sensibilidad muy especial para extraer toda suerte de ideas que amplifican su radio de interés.
El escritor descarta haber desarrollado método alguno para alcanzar tal nivel de profundidad. «Sólo se trata de mirar con atención. Voy a la búsqueda de algún tipo de brillo que me recuerde a alguna otra cosa. John Berger me enseñó a procurar extraer un relato de la imagen, interrogarla de cara a reconocer su dimensión narrativa. Cuanto mejor es la obra de arte, más sostiene sucesivas miradas y más te absorbe, lo que se traduce naturalmente en más elementos a señalar sobre ella».
Sin embargo, Geoff Dyer intuye que se encuentra al final de su etapa como analista de fotografías ya que su verdadera motivación se ha centrado en la relación del fotógrafo con la historia de su especialidad. «La posfotografía es interesante pero no creo que tenga nada que decir al respecto. Soy un poco anticuado en el sentido de que me apasionan los fotógrafos de la era predigital porque su trabajo implicaba una elevada dosis de incertidumbre y sorpresa. No tenían forma de saber qué habían conseguido hasta revelar los negativos y mirar las hojas de contacto. En ese interludio o periodo de suspense, que tan acertadamente captó la película Blow up de Antonioni, operaba una pura magia».
B) El cine también ha puesto a operar sus neuronas hiperperceptivas, esfuerzos volcados en los ensayos Zona y Broadsword Calling Danny Boy (una aproximación hilarante al clásico de cine bélico El desafío de las águilas, del realizador Brian G. Hutton). Sobre el primero, Dyer llevaba desde muy joven fascinado con la película Stalker de Tarkovski, que considera una de las mayores obras de arte de todos los tiempos. Incontables revisionados le permiten advertir numerosos detalles microscópicos y descubrir nuevas capas de sentido sin descanso. Puede que, dada la materia de estudio, y sin renunciar por ello a toques de humor, nos encontremos ante su trabajo de más alto vuelo intelectual, el más trascendente. «Yo la interpreto como una película religiosa, más concretamente, como un reflejo de la creencia del director en los prodigios que sirve el lenguaje cinematográfico. También es, por descontado, una pieza filosófica en tanto que la misteriosa y ambigua Zona a la que se dirigen los personajes encierra la promesa de concederles sus deseos más profundos».
Entre los múltiples regalos que brinda el ensayo, se halla una invitación a repensar el tiempo de las películas en la actual coyuntura del montaje frenético y la acción desmadrada de tanta franquicia hollywoodense. «A mí Stalker no me parece lenta, siempre está ocurriendo algo. En cambio, sí me lo parecen las sagas de James Bond y Jason Bourne. Cuentan que Tarkovski se puso histérico cuando los productores de la película le pidieron que acelerara un poco los acontecimientos al principio: se negó en rotundo. Es más, dijo que la iba a ralentizar un plus para dar la oportunidad a cualquier idiota que se hubiera metido por error en la sala a salir corriendo. Su principio moroso es imprescindible para sumergir al espectador en otro concepto del tiempo».
Geoff Dyer en una imagen de 2003. Crédito: Getty Images.
...y oído
Puede decirse que la mirada no es el único sentido que Dyer tiene muy bien desarrollado: en Pero hermoso, su amor por el jazz y su extrema sensibilidad auditiva le facultaron para poner palabras a algo tan abstracto como su música. Combinando anécdotas contrastadas, leyendas y pura fabulación en torno a ocho glorias de la especialidad, entre ellas Chet Baker, Thelonious Monk y Charles Mingus, construyó a un tiempo un relato coral, un acto de amor y un experimento con el que captar su sonoridad y apropiarse de su feeling. Quizá fuera este título el que le planteó un mayor desafío en términos de adecuación entre fondo y forma. «El hecho de que el jazz se sustentara en la improvisación me invitaba a acometer improvisaciones con la escritura. Asimismo, el que buena parte del sentido del mismo radique en alcanzar tu propio sonido me impulsaba a poner el énfasis en la voz. Los músicos habían tenido vidas tan desaforadas que se antojaba un acto de justicia intentar apresar su arte a partir de la improvisación de historias y relatos sugeridas por las mismas».
La aparente desventaja de desconocer el lenguaje técnico que lleva aparejado el jazz se transformó en un estímulo para dar con otras formas de acercarse al tema, por ejemplo, creando escenas cortas que actuaran al modo de comentarios sobre la música. «De forma similar, cuando le entregué a mi editor el manuscrito de Zona le aseguré que estar familiarizado con la película no era en absoluto un prerrequisito para disfrutarlo. Creo que ambos libros están unidos por ser comentarios sobre formas artísticas que aspiran a ser ellos mismos obras artísticas por derecho propio».
El libro de las esencias
Dyer ve Los últimos días de Roger Federer como un reconcentrado de sus señas de identidad, ahí donde ha volcado la mayor parte de sus intereses y llevado más al extremo su peculiar metodología narrativa. Su último libro, pues, como plasmación más concienzuda y madura de su idea de combinar lo analítico con lo personal, una suma de esencias ya que en torno al concepto del final vincula a un gran número de artistas de variadas disciplinas con la meditación sobre una trayectoria vital por la que asoma ya el fantasma de la vejez. «Si es tan difícil empezar, imagina lo que será acabar»
A través de un laureado piloto de combate de la RAF que combatió en la Segunda Guerra Mundial con 20 años o del tenista Boris Becker, que a los 22 años había acumulado tres victorias en Wimbledon, el autor se pregunta cómo debe ser tocar la gloria tan joven y saber que nunca volverá (o, en el caso de su reverenciado D.H. Lawrence, descubrir a los 40 años que se han evaporado las ganas de seguir escribiendo y pintando). Pero del mismo modo recurre a Bob Dylan, Andy Murray o Giorgio de Chirico con el objetivo de dilucidar qué sentido tiene alargar una brillante carrera para acabar dando síntomas de hastío o de impotencia. Al hilo de esto, en el caso de escritores como Martin Amis o Don DeLillo, se pregunta si acierta su colega Rachel Cusk cuando dice creer que «con la edad se puede empezar a perder la capacidad lingüística».
En Los últimos días de Roger Federer se interroga también sobre los múltiples cambios que atravesamos a lo largo de la vida: los cambios físicos procurados por la edad -Dyer afronta con resignación el declive de su rendimiento deportivo a resultas de una cascada de lesiones-; los cambios que el transcurso del tiempo trae a rituales en su momento extáticos (la experiencia de viajar en tren por Inglaterra, de salir de fiesta, de acudir al festival Burning Man…); los cambios relacionados con nuestros gustos musicales o el modo en que evoluciona nuestro criterio literario.
«No he perdido interés en la ficción como escritor, pero sospecho que he llegado al final de mi habilidad para hacerla, en parte porque las situaciones que me interesa explorar como novelista son muy limitadas».
England calling
Geoff Dyer asegura que, tras poner punto final a Los últimos días de Roger Federer, creyó más que nunca que todo se acababa ahí, un pensamiento coherente con la temática del mismo. Durante su promoción, un periodista lo animó a escribir un libro sobre principios, y aunque de entrada rechazó la idea de plano, al cabo de un año se descubrió arrancando un proyecto centrado en los primeros dieciocho años de su vida. «Significa mucho para mí haberlo acabado, todo lo que llegue a partir de ahora será como un bonus. Cuanto más mayor me he hecho, más divertido me he vuelto. A los 66 años me siento muy conectado con el yo adolescente sobre el que he escrito en mi último libro. Haber vivido los últimos diez años en Los Ángeles me ha vuelto un escritor muy inglés».
En el horizonte, una posible novela, género al que no regresa desde que en 2009 publicara Amor en Venecia, muerte en Benarés, crónica de las historias transformadoras que experimenta un periodista londinense en las ciudades del título. «Puede que me falte algo de confianza para lanzarme, no he perdido interés en la ficción como escritor, pero sospecho que he llegado al final de mi habilidad para hacerla, en parte porque las situaciones que me interesa explorar como novelista son muy limitadas. Un grupo de amigos van a una fiesta/hay una mujer interesante al otro lado de la habitación/se inicia un romance. Estas serían mis líneas maestras. Si el libro no llega a buen puerto, no será un problema porque desde el principio quise ser muchos tipos diferentes de escritor».