Ottessa Moshfegh: «Nunca quiero saber nada de los autores a los que leo, no quiero ver ni una foto suya»
En 2014, una joven Ottessa Moshfegh desconcertaba y fascinaba al mundo editorial estadounidense con la publicación de su primera novela, «McGlue», el monólogo oscuro de un borracho que, desde la bodega de un barco, desgrana pedazos de su vida e intenta emborronar la certeza de haber asesinado al que quizás fuera su mejor amigo. Hoy, diez años y seis libros después, Ottessa Moshfegh -muy poco dada a la vida social- es una celebridad literaria de su generación que ha cimentado su carrera con historias que son como espejos turbios que reflejan lo crudo y lo grotesco de la existencia humana. «Mi nombre era Eileen» (2017), adaptada al cine con Anne Hathaway como protagonista; «Mi año de descanso y relajación» (2019), una obra corrosiva aclamada por el público y la crítica; o «La muerte en sus manos» (2021), novela que tuvo oculta durante años, son los pilares sobre los que se sostiene una obra que se cuela en los rincones más perturbadores de la mente y el cuerpo a través de unos personajes marginales, nihilistas y alienados que sobreviven en un mundo ensuciado por la desesperanza. Su narrativa, marcada por la ironía y un humor negrísimo, desafía los convencionalismos revelando cierta belleza en lo grotesco (y viceversa). Aprovechando su paso por España para promocionar la publicación de «McGlue» en castellano, LENGUA invitó a la escritora y editora Sabina Urraca a entrevistarla. Devota lectora de Moshfegh, Urraca aceptó, fue... y sucumbió a su propia devoción: aquí está el testimonio de ese momento.
Por Sabina Urraca

Ottessa Moshfegh a ojos del ilustrador Max Rompo.
Un mail. Que si quiero entrevistar a Ottessa Moshfegh. Por supuesto, por supuesto, será un placer, escribo de vuelta. El regocijo dura hasta la mañana de la entrevista. Ahí me hundo. Moshfegh ha dicho mil veces que no le gustan las entrevistas. Su mirada en las fotos dice a gritos UN LIBRO NO HAY QUE EXPLICARLO SÓLO ESCRIBIRLO Y DEJAR QUE LA GENTE LO LEA. Su mirada también dice NO ME DEIS MUCHO LA LATA HACED EL FAVOR HARTITA ME TENÉIS. Creo que los buenos escritores no tienen, como yo, esta ansia aterrorizada por explicar los libros, este temor a que no se entiendan por sí solos. McGlue, el primer libro de Ottessa, que ahora podemos disfrutar en español de la mano de Alfaguara, es, desde luego, un charco profundo y oscuro, misterioso en cuanto a su hechura como pocos libros. Tan desconcertante que queremos que siga siendo así. McGlue, un marinero bruto y ruin, monologa desde la bodega del barco en la que está retenido, en un estado de borrachera intermitente que deforma la realidad. Su historia se va dibujando entre la neblina del alcohol y los recuerdos. Sólo quiere seguir bebiendo para emborronar la sospecha de que quizás haya matado a un hombre. Un hombre que era, además, su mejor amigo.
A oscuras en el pasillo del hotel, mientras espero a que me den paso a la habitación en la que tendrá lugar la entrevista, miro una foto de Ottessa en la pantalla de mi móvil. Su mirada grita ME LA SUDAN VUESTRAS PREGUNTAS ESTOY TRANQUILA ESTOY BIEN DÉJAME ENCERRARME EN MI CASA DEL SUR DE CALIFORNIA A ESCRIBIR COMO UNA DEMENTE BEBIENDO MEDIO VASO DE AGUA AL DÍA. He llegado a la entrevista con diez minutos de antelación. Pego la oreja a la puerta. Al otro lado, su voz reposada responde a la periodista que va antes de mí. A medida que pasan los minutos, me encojo hasta ser una niña de cinco años que no sabe leer, no sabe inglés, no sabe nada. Conozco esta sensación: es el fenómeno fan chupándome la carne y tirando mis huesos al contenedor del vidrio. Cuando la puerta se abre, entro pisándome el pijama de ositos.
Contra todo pronóstico, Ottessa Moshfegh, sentada en el sofá frente a un vaso de agua, me recuerda a una amiga de la infancia. En concreto a una amiga que presentó un trabajo de clase con un moco seco diminuto asomándole de la nariz. Yo rezaba por que nadie más viera ese moco, y moría de ternura cuando lo veía asomar tímidamente en cada exhalación de aire. Le pusieron un 10. Yo le habría puesto un 1000. El único moco que tiene Ottessa es un cansancio tremendo que asoma por debajo de su amabilidad y su dulzura. Posee un poder inteligente de reina de cuento, pero no hace mal uso de él. No es caprichosa, ni desdeñosa. Ni siquiera parece que finja amabilidad, que es lo que he visto hacer a muchos famosos -cómo no caer en ello, pobres criaturas agotadas y sobreexpuestas- para sobrevivir a las giras promocionales. La mirada de Moshfegh es un cuchillo de franqueza límpida. Yo sé que dentro esconde pantanos pútridos, humores apestosos, bajas pasiones. Y eso hace su charca aún más hermosa. Meto un pie en las aguas negras: ¿Es necesaria esta entrevista, es necesario explicar un libro?
Por supuesto que odia las entrevistas, por supuesto que no tienen sentido. Nos sonreímos mutuamente, qué bien. Lo cierto es que yo también preferiría estar en casa releyéndola, y no aquí sudando pijama, tosiendo en inglés. No soy partidaria de encarar a los ídolos. Nunca sale bien. Pero Ottessa es un ídolo que sabe cuál es su trabajo. «Me parece normal que si alguien lee un libro y le parece interesante, piense que el escritor de ese libro puede decir algo interesante acerca del libro o de la escritura. Yo, personalmente, como lectora, nunca quiero saber nada del autor. No quiero ver ni una foto suya. Quiero apreciar el libro por su valor como entidad en sí misma».
Habla de McGlue, que escribió hace más de ocho años, como de un amigo querido del pasado. «Me resulta más sencillo hablar sobre algo que escribí hace tanto tiempo. Con la distancia, lo veo más objetivamente. Ahora mismo soy una persona muy diferente de la que escribió este libro. Cuando lo escribí no podía ni imaginar que me convertiría en una novelista. Yo era una escritora de historias cortas, esa era mi identidad como escritora. No sabía que escribir una novela era una experiencia tan poderosa como escribir un cuento. Cada novela que he escrito me ha cambiado. Esto es profundamente personal, y al mismo tiempo muy obvio: cada novela que escribo me ha enseñado algo. Me enseña cómo escribir esa novela y me prepara para la siguiente».
«Yo era una escritora de historias cortas, esa era mi identidad como escritora. No sabía que escribir una novela era una experiencia tan poderosa como escribir un cuento. Cada novela que he escrito me ha cambiado».
La voz de McGlue resonando en un camarote cerrado, es, desde luego, una escuelita de escritura superdotada. Después de una primera novela así, todo parece posible. Moshfegh habla con los ojos fijos, vueltos hacia el recuerdo. «Mientras la escribía, estaba completamente entregada al proceso, que era peculiar: tenía que canalizar la voz de este personaje, alguien que era muy diferente de mí, que tenía una vida diferente, en una época diferente. Así que usé todo lo que había aprendido y practicado». Pero insiste en que, en general, recuerda mucho mejor los procesos de escritura que los propios libros. «Nunca jamás me releo. La última vez que leo un libro es cuando leo las galeradas que me envía la editorial. A veces evito incluso eso. Releerse a una misma es como empacharse de pastel. Deja de estar bueno. Pero McGlue lo tuve que releer porque estuve trabajando en la adaptación para cine. No lo leía por placer; intentaba imaginar la historia visualmente. Ese tipo de relectura sí que me gusta». Moshfegh, duda, recapitula, se mueve entre ese desdén cariñoso hacia lo escrito hace mucho tiempo y una defensa total. «Si volviese a escribir McGlue sería un libro completamente distinto. Aunque ya en ese primer libro puse en primer lugar mi noción de que la creatividad es una actividad espiritual».

Ottessa Moshfegh. Crédito: Andrew Casey.
La fe, la espiritualidad, sí. Yo quería preguntarle sobre esto. Pero tras la pregunta empiezo a toser. Ottessa me ofrece agua, se queda en silencio, con esa mirada perdida reconcentrada suya, pensando en la pregunta. Me da miedo haberme colado, estar pidiéndole boberías a este cerebro brillante tupido a entrevistas, y que el castigo es esta tos. Cuando pienso que no voy a parar y que todo ha terminado por hoy, la voz de Ottessa se impone sobre mi tos. Sabiduría Moshfegh, caramelo balsámico: «No soy una persona religiosa, pero la religión me parece fascinante y aterradora, en el sentido de que son personas contándose historias unas a otras, historias a las se han aferrado durante muchísimos años y que han ido cambiando a lo largo de los años. Creo que la fe es esencial en todo proceso creativo. Tienes que tener una fe especial en que algo como lo que estás creando puede suceder. Siempre me enfrento a la escritura de un libro con la creencia de que ese libro existe ya. Sólo queda que yo lo baje a tierra de la forma correcta, que lo vea claramente, muy de cerca, con las mejores gafas. Ese tipo de fe me ha sido de mucha ayuda. Si cuando tenía veinte años me hubieras preguntado si la espiritualidad iba a ser un elemento importante en mi vida, habría puesto los ojos en blanco, pero cuanto más pasa el tiempo más siento que la fe y la espiritualidad están presentes en todo».
«Hay días en los que escribo dieciséis horas. Esos son mis días favoritos. Sé que no es sano, pero me gusta sentirme absolutamente consumida por el trabajo. Hay días en los que no escribo absolutamente nada. Pero sé que no escribir un día es tan importante como escribir otro día».
A veces, Ottessa se detiene, piensa cada respuesta. Decido disfrutar de ese silencio suyo. Sin nervios, sin angustia. Una vez empantanada en esto como estoy, permanecer calladas en la misma habitación me parece un plan celestial. Cuando al fin responde, las frases son de verdad. A veces rectifica. «No sé por qué he dicho eso. No es así». Se ríe. «Eso es una estupidez». Y retoma la respuesta. Mi temor, por otra parte, no se apaga: siento que apunto en las direcciones incorrectas, que me sigue el juego por educación y porque ya está terminando, porque quiere terminar, terminar conmigo y con todos los periodistas que van subiendo a su habitación como ratitas hambrientas. Pero habla con calma, sopesa cada palabra antes de lanzarla al contarme que McGlue fue escrita frente a un espejo. «Necesitaba mirar a cada momento cómo, según la escena concreta del libro, la posición de mi cuerpo y la expresión de mi cara cambiaban. A veces, cuando no sabes qué es lo próximo que viene tras la escena que escribes, cierras los ojos e imaginas el estado del personaje, lo incorporas a tu cuerpo. El espejo era de gran ayuda en este proceso: yo me miraba siendo McGlue. Ahora mismo no me imagino escribiendo delante de un espejo porque mi relación con mi cara es distinta. Me fijaría en las arrugas, en los cambios que el tiempo ha operado en mi rostro».
Ottessa está estupenda, no veo ninguna razón para que tema su rostro, y me impresiona saber que una tremenda inteligencia como la suya también tropieza y cae en los agujeros negros del físico y la autopercepción maligna. Como si la mención de la incomodidad con el paso del tiempo sobre el cuerpo abriese una compuerta a la intimidad, Ottessa empieza a hablarme de sus problemas crónicos de espalda. «Ahora escribo en la cama». Y no sólo eso. Se confiesa, culpable pero tranquila: «Mis hábitos de trabajo son bastante inconsistentes. Hay días en los que escribo dieciséis horas. Esos son mis días favoritos. Sé que no es sano, pero me gusta sentirme absolutamente consumida por el trabajo. Hay días en los que no escribo absolutamente nada. Pero sé que no escribir un día es tan importante como escribir otro día. En esos días que no escribo, tengo confianza, tengo fe, en que mi cerebro está haciendo ajustes, conexiones… un poco como si estuviese soñando». De nuevo se pierde en sus pensamientos. Habla para sí misma. No está aquí, sino en su casa de Los Ángeles, que he visto en fotos: palmeras, jardín empedrado, un desorden cuidadosamente calculado. Reconoce un cierto gusto, una necesidad de la incomodidad. «En el momento de escribir este libro, sucedía a veces que el contagio de la parte sensorial de mi personaje resultaba incómoda. Tenía que desconectarme de mi mente para darle paso a la mente de McGlue. Era doloroso. Me hacía pensar en ese método en el cual le ponen música muy alta al torturado. Había algo en la sensorialidad que me producía el personaje de McGlue que me recordaba a eso. La única forma de desarrollar el personaje de McGlue era sentirme yo misma torturada».

Plató de la revista Variety en el Festival de Cine de Sundance, enero de 2023. Ottessa Moshfegh (derecha) con Anne Hathaway, actriz protagonista de Eileen, adaptación al cine de la novela Mi nombre era Eileen. Crédito: Getty Images.
Tras leer McGlue es difícil no preguntarse cómo alguien que escribe como Moshfegh, con carne, vísceras, sentimientos inmorales y violencia, sobrevivió a la universidad de su país, hirviendo de cultura woke y crispación ante cualquier trigger. Los libros de Ottessa te arrinconan en un callejón y te dan una paliza. ¿Cómo opera esto en un lugar en el que, en cuanto aparecen en ficción la violencia, lo inmoral, lo pútrido, empiezan a sonar todas las alarmas? «Nunca me adapté a eso», reconoce Ottessa. Las conversaciones que se daban en los workshops de escritura me parecían aburridísimas. Aunque me gustaba la disciplina de tener que compartir un texto a la semana con los otros. Echo de menos la ansiedad y los nervios de esa época. También es cierto que fui a Brown, a un programa de escritura experimental, y allí a nadie le importaban demasiado estas cosas. Este tipo de censura de la literatura que se suele dar me parece una estupidez».
También carga contra el adocenamiento lector en torno a la búsqueda de identificación. «Cuando el lector se enfada con el libro o lo desdeña porque no se siente identificado con el personaje, probablemente lo que esté sucediendo es lo contrario: que se está identificando y no le gusta lo que ve». Moshfegh, por su parte, ama las historias en las que los personajes la superan en algún sentido. «Me gusta que los personajes sean más guapos que yo, más valientes que yo, más débiles o ruines que yo. No quiero leer sobre gente que se parezca a mí. Me gusta el suspense, leer sobre otros mundos. Creo que busco, sobre todo, leer libros que no me traten como si fuera estúpida». Quién iba a creer eso, Ottessa.
«Cuando el lector se enfada con el libro o lo desdeña porque no se siente identificado con el personaje, probablemente lo que esté sucediendo es lo contrario: que se está identificando y no le gusta lo que ve».
Oigo los pasos de la siguiente periodista en el pasillo. Araño los últimos minutos. Tengo que preguntarle si le parece que es una osadía decir que McGlue es una novela gay. Como ya me voy, no me importa tanto meter la pata. Moshfegh asiente, sonríe. «McGlue es una novela que exuda homoerotismo. El personaje está en negación total, borracho, reprimiendo emociones y recuerdos. No puede expresarse a sí mismo la idea audaz, honesta, de lo que siente hacia Johnson. Es la evitación de todo eso lo que nos ofrece esa tensión homoerótica. Porque McGlue es, entre otras muchas cosas, una historia de amor».
Al salir, voy casi reptando de pura timidez. Me tropiezo en la moqueta, no llego a caer, me recompongo como puedo. Rezo por que este traspiés parezca lo que es en realidad: una reverencia.
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