«El Espíritu de la Navidad», de Jeanette Winterson
Durante años, la escritora inglesa Jeanette Winterson escribió un relato cada Navidad: cuentos llenos de fantasmas y de carámbanos, de trineos y de muérdago, pero con esa dosis de ironía y reflexión que solo ella es capaz de transmitir. Después, la autora de «Fruta prohibida» reunió doce de estos relatos en «Días de navidad» (Lumen, 2018), un libro conformado por historias para leerse en voz alta, en familia y frente al fuego de la chimenea. En este cuento que aquí publicamos, un relato titulado «El Espíritu de la Navidad», Winterson apela a la magia que se respira en esta época -un encanto que cobra vida a través de una niña- para hablar de cómo las dudas, las medias verdades y las rutinas afectan a las relaciones de pareja.
Londres, día de Navidad de 1971. Un niño de compras en la célebre juguetería Hamleys, ubicada en Regent Street. Crédito: Getty Images.
Era la noche antes de Navidad y nada se movía en ninguna habitación, porque hasta el ratón estaba exhausto. Había regalos por todas partes: cuadrangulares, con lazos; alargados, con cintas. Voluminosos, envueltos en papel de Santa Claus. Minúsculos, tentadores como una pulsera de diamantes, ¿o decepcionantes como una chuleta de cordero?
Había viandas almacenadas como si fuese a haber una guerra: pudines grandes como bombas explotaban en los estantes. Dátiles como balas se apilaban en salvas de cartón. Una ristra de faisanes, como aviones de juguete, colgaba detrás de la puerta trasera. Las castañas estaban listas para asarlas al fuego. El pavo orgánico campero —un buen veterinario habría podido resucitarlo— estaba acurrucado junto a toneladas de papel de aluminio.
—Menos mal que el cerdo de la noche de Reyes todavía está comiendo manzanas caídas en un huerto de Kent —dijiste mientras intentabas pasar por detrás de la mesa de la cocina.
Yo me tambaleaba bajo el peso del pastel de Navidad, que era como una de esas claves de bóveda que los canteros de la Edad Media colocaban en las catedrales. Me lo quitaste de las manos y fuiste a meterlo en el coche. Había que meterlo, porque esa noche íbamos a ir al campo. Cuantas más cosas metías, más probable parecía que acabase conduciendo el pavo. No había sitio para ti y yo compartía mi asiento con un reno de mimbre.
—Hackles… —dijiste.
¡Ay, Dios!, nos habíamos olvidado del gato.
—Hackles no celebra la Navidad —dije.
—Ponle esta cinta dorada alrededor de la cesta y sube.
—¿Prefieres que tengamos ahora la discusión navideña o esperamos a estar en la carretera y que hayas olvidado el vino?
—El vino está debajo de la caja de galletas saladas.
—Eso no es el vino, es el pavo. Es tan fresco que he tenido que ponerle cinta adhesiva para que dejara de intentar abrirse paso con las garras como una criatura de Poe.
—No seas desagradable. Ese pavo tuvo una buena vida.
—Tú también y no se me ocurre comerte.
Corrí a morderte en el cuello. Me encanta tu cuello. Me apartaste en broma…, pero ¿serán imaginaciones mías o últimamente me apartas en serio?
Esbozaste una sonrisita y volviste a meter las cosas en el coche.
Poco después de medianoche. El gato, la cinta dorada, el árbol con lucecitas, el reno, los regalos, la comida y mi brazo asomando por la ventanilla, porque no había otro sitio donde ponerlo, partimos hacia la cabaña en el campo que habíamos alquilado para celebrar la Navidad.
Pasamos entre los borrachos navideños que lanzaban serpentinas y cantaban a Rudolph en solidaridad con su nariz colorada. Dijiste que a esas horas de la noche sería más rápido ir por el centro, y cuando arrancaste despacio en el semáforo me pareció ver que se movía algo.
—¡Espera! —dije—. ¿Puedes dar marcha atrás?
La calle estaba totalmente vacía, y retrocediste, con el motor gimiendo por el esfuerzo, hasta que estuvimos delante de BUYBUYBABY, los grandes almacenes más grandes del mundo, cerrados por fin a regañadientes durante veinticuatro horas a partir de la medianoche de Nochebuena (la compra en línea seguía disponible).
Me apeé del coche. En el escaparate principal de BUYBUYBABY había un decorado con un nacimiento, con san José y María vestidos con ropa de esquí y varios animales de granja calentitos con abrigos de cuadros escoceses. No había ni oro, ni incienso, ni mirra: estos tres reyes habían comprado sus regalos en BBB. Le habían regalado a Jesús una Xbox, una bicicleta y una batería electrónica.
A su madre, María, le habían regalado una plancha de vapor.
Pululando delante del nacimiento, con la nariz apretada al otro lado del cristal, había una niña pequeña.
—¿Qué haces ahí? —pregunté.
—Estoy atrapada —respondió la niña.
Volví al coche y di unos golpecitos en tu ventanilla.
—Se han dejado a una niña en la tienda… Tenemos que sacarla.
Me acompañaste a echar un vistazo. La niña nos saludó con la mano. No mostraste demasiada convicción.
—Será la hija de un guardia de seguridad —dijiste.
—¡Dice que está atrapada! Llama a la policía.
La niña sonrió y negó con la cabeza cuando cogiste el teléfono. Había un no sé qué en su sonrisa que me hizo vacilar.
—¿Quién eres? —pregunté.
—El Espíritu de la Navidad.
La oí con claridad. Hablaba con claridad.
—No tengo cobertura —dijiste—. Prueba con el tuyo.
Lo intenté con el mío. Estaba apagado. Miramos a ambos lados en la calle extrañamente desierta. Empecé a dejarme llevar por el pánico. Tiré y empujé las puertas de la tienda. Cerradas. No había limpiadoras. Ni portero. Era Nochebuena.
Oh, dulce Navidad
Volvió a oírse la voz:
—Soy el Espíritu de la Navidad.
—¡Ah!, vamos anda —dijiste—. Es un truco publicitario.
Pero no te hice caso, estaba concentrada en el rostro del escaparate, que parecía cambiar a cada segundo, como si la luz jugase con él, enmascarando y luego revelando su expresión. No eran los ojos de una niña.
—Es nuestra responsabilidad —dije en voz baja, dirigiéndome no exactamente a ti.
—No lo es —respondiste—. Vamos, llamaré a la policía por el camino.
—¡Sacadme de aquí! —dijo la niña cuando te volviste hacia el coche.
—Te prometo que enviaremos a alguien. Vamos a encontrar un teléfono…
La niña me interrumpió:
—Tienes que sacarme de aquí. ¿Puedes dejar algunos de vuestros regalos y un poco de comida en la puerta, justo ahí?
Te diste la vuelta.
—Esto es de locos.
Pero era como si la niña me hubiese hipnotizado.
—Sí —dije y, sin saber muy bien lo que hacía, fui al coche, abrí el portón trasero y empecé a arrastrar bultos envueltos en papel de regalo y bolsas de comida hasta la puerta de los grandes almacenes. Cada vez que dejaba algo en el suelo, tú lo recogías y volvías a meterlo en el coche.
—Estás mal de la cabeza —dijiste—. Es un truco navideño…, seguro que nos están filmando. Es telerrealidad.
—No, no es telerrealidad, ¡es real! —dije, y mi voz sonó muy lejana—. No es lo que sabemos, es lo que no sabemos… pero es cierto. Hazme caso, es cierto.
—Muy bien —dijiste—, con tal de que volvamos a ponernos en camino… Aquí tienes las bolsas, ¿de acuerdo? Aquí y aquí. —Las soltaste en la puerta, con el rostro encendido de cansancio y exasperación. Conozco esa cara.
Y retrocediste con los puños cerrados, sin pensar siquiera en la niña.
De pronto se apagaron las luces del escaparate. Y la niña apareció en la calle entre tú y yo.
Te cambió el gesto. Pusiste la mano en el suave cristal, tan transparente y cerrado como en un sueño.
—¿Estamos soñando? —me dijiste—. ¿Cómo lo ha hecho?
—Os acompaño —dijo la niña—. ¿Adónde vais?
Shirley Temple, estrella infantil estadounidense, posa frente a una ventana decorada con carámbanos y junto a un árbol cubierto de nieve, alrededor de 1940. Crédito: Getty Images.
Y así, pasada la una de la madrugada, volvimos a ponernos en marcha, esta vez con mi brazo dentro del coche y la niña en el asiento de atrás al lado de Hackles, que había salido de su cesta y ronroneaba. Al marcharnos miré por el espejo retrovisor y vi unas figuras oscuras que, una por una, se llevaban las bolsas de comida y los regalos.
—Son la gente que vive en los portales —dijo la niña, como si me leyera el pensamiento—. No tienen nada.
—Acabarán deteniéndonos —dijiste tú—. Robo en el escaparate de una tienda. Vertido de basuras en la vía pública. Secuestro. Feliz Navidad a usted también, agente.
—Hemos hecho lo que tocaba —respondí yo.
—¿Qué, exactamente —preguntaste—, aparte de perder la mitad de las cosas que necesitamos y recoger a una niña perdida?
—Pasa todos los años —aseguró la niña—. De distintas maneras y en distintos sitios. Si nadie me libera antes de la mañana de Navidad, el mundo se vuelve más pesado. El mundo es más pesado de lo que creéis.
Seguimos en silencio un rato. El cielo estaba oscuro y tachonado de estrellas. Me imaginé muy por encima de la carretera, contemplando el planeta Tierra, azul en la negrura y con manchas blancas en los polos. Era la vida y mi hogar.
Una vez, cuando era pequeña, mi padre me regaló una bola de cristal con la Tierra y estrellas. Me quedaba en la cama dándole vueltas, me dejaba vencer por el sueño pensando en las estrellas, con una sensación de ligereza y calidez y seguridad.
El mundo es ingrávido, está suspendido en el espacio, sin apoyo, un misterio gravitacional, calentado por el sol, enfriado por gases. Nuestro regalo.
Solía esforzarme por no quedarme dormida mientras contemplaba con los ojos entornados mi mundo silencioso y giratorio.
Crecí. Mi padre murió. La bola de cristal permanecía en su casa, en mi antigua habitación. Cuando estábamos vaciándola, se me resbaló y el pequeño globo terráqueo cayó del denso líquido cuajado de estrellas. No sé por qué, pero fue entonces cuando rompí a llorar.
Debí de alargar la mano por encima del asiento para coger la tuya mientras avanzábamos de noche por la carretera.
—¿Qué pasa? —dijiste con dulzura.
—Pensaba en mi padre.
—Qué raro. Yo estaba pensando en mi madre.
—¿Qué pensabas?
Me apretaste la mano. Vi tu anillo, que brillaba a la luz verdosa del salpicadero. Me acuerdo de ese anillo y de cuando te lo regalé. Lo veo a diario pero hoy lo veo.
—Ojalá hubiese hecho más por ella, ojalá hubiésemos hablado más, pero ahora es demasiado tarde —dijiste.
—Nunca os llevasteis bien.
—¿Por qué? ¿Por qué tantísimos padres se llevan mal con los hijos?
—¿Por eso no quieres que tengamos hijos?
—¡No! No. El trabajo… Siempre hemos dicho que lo pensaríamos…, pero… sí, tal vez. ¿Por qué iba a querer que mi hijo me odie? ¿Es que no hay suficiente odio en el mundo?
Nunca me habías hablado así. Al mirar tu perfil, a la fantasmagórica luz verdosa, vi la tensión de tu mandíbula. Me gusta mucho tu cara. Iba a decírtelo, pero me interrumpiste:
—No me hagas caso. Será cosa de esta época. Supongo que son días familiares.
—Sí. ¡Qué desastre!
—¿Qué? ¿Nuestra familia o la Navidad?
—Las dos cosas. Ninguna de las dos. No me extraña que todo el mundo se dedique a comprar. Es una actividad de desplazamiento. —Sonreíste, intentando levantarme el ánimo—. Pensaba que te gustaban los regalos debajo del árbol —dije.
—Y me gustan, pero ¿cuántos necesitamos?
Estaba a punto de recordarte que hacía menos de una hora que me habías gritado a la cara, cuando una voz del asiento trasero dijo:
—Ojalá el mundo pudiera librarse al menos de parte de lo que contiene. Tú y yo nos volvimos. Reparé en que la luz verdosa del coche no era la del salpicadero: era ella. Brillaba.
—¿Crees que además es radiactiva? —dijiste.
—¿Además de qué?
—Además de…, bueno, además…, no sé, además de…
—¿Y si es quien dice ser?
—No ha dicho quién es. —Sí, es…
—Soy el Espíritu de la Navidad —dijo la niña.
—¿Y si esta noche nos está ocurriendo algo extraordinario? —apunté yo.
—¿Una niña desconocida en un viaje al que vamos como pollos sin cabeza?
—Al menos es temporal.
—¿Qué?
—El pollo sin cabeza.
Esta vez me apretaste la mano y vi que el músculo de tu mandíbula se relajaba un poco.
Quiero hablarte del amor, y de lo mucho que te quiero, y de que te quiero como al sol naciente, todos los días, y de que quererte ha hecho mi vida mejor y más feliz. Sé que te avergonzaría, así que no digo nada.
Encendiste la radio. «¡Que los ángeles tocan…!»
—«¿Qué nuevas me traéis?» —cantaste tú.
Vi que observabas a la niña por el espejo retrovisor.
—Si todo va según lo previsto —dijiste—, tendríamos que ver a Santa con un tiro de renos. ¿Qué dices tú, Espíritu de la Navidad?
—¡Gira aquí a la derecha, por favor! —dijo la voz del asiento trasero.
Obedeces. Dudas, pero obedeces, porque no es una niña como las demás.
Te desviaste por un camino oscuro, aceleraste y frenaste en seco.
Posado en el tejado de una bonita casa georgiana con una guirnalda de acebo en la puerta de color azul, había un trineo tirado por seis renos astados.
Santa Claus nos sonrió y nos saludó con la mano. La niña respondió al saludo y se apeó del coche. Para ella las puertas no tenían seguros. Hackles la siguió.
Santa dio una palmada. La casa estaba a oscuras, pero una mano invisible abrió desde dentro una de las ventanas de guillotina del primer piso; tres sacos llenos cayeron al suelo con un golpe sordo. Santa Claus se los echó al hombro como si nada y los metió en el trineo.
—¡Está desvalijando la casa! —dijiste, abriendo la puerta del coche y saliendo—. ¡Eh, tú!
La figura de rojo se acercó alegremente, dando zancadas con las botas y frotándose las manos.
—Solo podemos ofrecer este servicio una vez al año —te dijo.
—¿Qué puñetero servicio?
Santa Claus aprovechó la oportunidad para cargar la pipa. Exhaló unos anillos de humo en forma de estrella, azulados en el aire blanquecino.
—En los viejos tiempos dejábamos regalos porque la gente casi no tenía nada. Ahora tiene demasiadas cosas, así que nos escribe para que nos las llevemos. No te haces una idea de lo bien que se siente uno al despertarse la mañana de Navidad y ver que todo ha desaparecido. —Santa rebuscó en uno de los sacos—. Mira, unas pinzas para rizar el pelo, sales de baño para un año entero, más calcetines de los que le hacen falta a nadie, ajo confitado en aceite de oliva, todo lo necesario para bordar una torre Eiffel, dos cerdos de porcelana.
—¿Y ahora qué? —dijiste con una mezcla de enfado y desconcierto—. ¿Al mercadillo de Año Nuevo?
—Ven a verlo, si quieres —dijo Santa—. Sígueme.
Se metió la pipa en el bolsillo y subió al trineo. El Espíritu de la Navidad le acompañó, con Hackles.
—¡Eh, ese gato es nuestro! —gritaste a la parte de atrás del trineo, que acababa de alzarse en el aire.
El Espíritu de la Navidad parecía muy pagada de sí misma.
Subimos al coche y seguimos el trineo lo mejor que pudimos, pese a que acortó campo a través.
—Es una especie de aerodeslizador autopropulsado —dijiste—. ¿Cómo nos hemos metido en este lío?
Ahora habíamos salido de la carretera por un camino que amenazaba con destrozar la suspensión del coche. Sujetabas el volante con las manos.
El trineo se posó. Pocos minutos después le dimos alcance.
Nos hallábamos a la puerta de una cabaña oscura y ajada por la intemperie. Las tejas estaban sueltas y de los canalones colgaban carámbanos, como esos eléctricos que compra la gente para decorar, solo que no eran eléctricos ni decorativos. Los tablones de la cerca estaban afianzados con pedazos de alambre y la puerta se sujetaba con una piedra. Un perro viejo dormitaba a la puerta abierta de una caravana abandonada.
Cuando el perro levantó la cabeza para ladrar, Santa Claus lanzó un hueso reluciente por el aire. El viejo perro lo cogió encantado al vuelo.
Mientras los renos comían musgo del morral, Santa y el Espíritu de la Navidad fueron a la casa y abrieron la puerta.
—¿Es una trampa? ¿Como en Amenaza en la sombra? ¿Nos van a matar?
Noté que tenías miedo. Yo no, pero es que yo creía.
Santa salió de la cabaña, un poco encorvado por el peso de una bolsa comida por la polilla. Llevaba una tartaleta de manzana y un vaso de whisky en la mano.
—Casi nadie deja nada ya —dijo, apurando el whisky de un trago—, pero conozco esta casa y ellos me conocen a mí. El dolor y la necesidad tienen que desaparecer esta noche. Mi poder dura solo una noche.
—¿Qué poder? —preguntaste—. ¿Dónde está la niña? ¿Qué has hecho con mi gato?
Santa señaló la cabaña con las ventanas iluminadas por la extraña luz verde que acompañaba a la niña. Vimos con claridad, incluso desde lejos, que la mesa tenía un mantel limpio y que la niña estaba colocando en ella un jamón, una empanada y queso mientras Hackles ronroneaba con la cola levantada.
Santa sonrió y volcó el saco en el trineo. Lo que cayó estaba raído, viejo y roto. Sacó los trozos de un plato, una chaqueta desgarrada y una muñeca sin cabeza. El saco quedó vacío.
Sin decir palabra, te ofreció el saco vacío y señaló el coche. Quiere que lo llenes, pensé. Hazlo, por favor; hazlo.
No me atreví a verbalizar esto. Era para ti. Sobre ti.
Dudaste, y luego abriste todas las puertas del coche y comenzaste a meter regalos y comida en el saco. Era un saco pequeño, pero, por muchas cosas que metieras, no había manera de llenarlo. Vi que mirabas lo que quedaba.
—Dáselo todo —dije.
Te inclinaste hacia delante y empezaste a coger lo que había en el asiento de atrás. El coche ya estaba casi vacío, solo quedaba el reno de mimbre, y parecía demasiado ridículo para regalárselo a nadie.
Le diste el saco a la figura vestida de rojo, que te miraba con intensidad.
—No me lo has dado todo —dijo.
—Si te refieres al reno de mimbre…
Para entonces el Espíritu de la Navidad había salido de la casa, con Hackles en brazos. También él desprendía luz verde. Yo nunca había visto un gato verde.
—Dale lo que temes —te dijo la chica.
Se produjo un silencio, un silencio total. Yo aparté la vista como hice cuando te pedí que te casaras conmigo sin saber lo que contestarías.
—Sí —dijiste—. Sí.
Se oyó un golpe terrible y el saco cayó al suelo con todo su peso. Santa asintió, y con alguna dificultad cogió el saco y lo metió en el trineo.
—Es hora de marcharse —dijo el Espíritu de la Navidad.
Circa 1914. Fotografía en blanco y negro de un gato vestido con un abrigo de piel, sombrero y manguito, tirando de un trineo con regalos y una corona. 1914. Crédito: Getty Images.
Subimos al coche y volvimos por el mismo camino.
La escarcha había iluminado el suelo y endurecido las estrellas. Detrás de las paredes de piedra seca, las ovejas se apiñaban en los campos. Dos caballos de caza corrían a lo largo de la cerca, con el aliento humeando como si fuesen dragones.
Al cabo de un rato paraste el coche y te apeaste. Te seguí. Te abracé. Oí cómo te latía el corazón.
—¿Qué hacemos ahora que lo hemos dado todo? —dijiste.
—¿No nos queda nada?
—Una bolsa de comida detrás del asiento del copiloto y esto…
—Te hurgaste en el bolsillo y sacaste un muñeco de nieve de chocolate envuelto en papel de aluminio.
Nos reímos. Era tan tonto. Rompiste un trozo para dárselo a la niña en el asiento de atrás, pero estaba dormida.
—No entiendo nada —dijiste—. ¿Y tú?
—No. ¿Queda algo de chocolate?
Compartimos los últimos pedazos y te dije:
—¿Recuerdas cuando nos conocimos y no teníamos dinero… estábamos pagando los préstamos estudiantiles y yo tenía dos empleos y comíamos salchichas y relleno el día de Navidad, pero no pavo porque no podíamos permitírnoslo? Me bordaste un jersey.
—Y una manga era más larga que otra.
—Y yo te tallé una silla de aquel fresno que había talado el Ayuntamiento. Dejaron la mitad del tronco en la calle. ¿Te acuerdas?
—Dios, sí, y hacía un frío espantoso porque vivías en aquella barcaza, y no querías ir a casa conmigo porque odiabas a mi madre.
—¡Yo no odiaba a tu madre! Eras tú quien la odiaba.
—Sí… —dijiste despacio—. Qué pérdida de tiempo es el odio.
Te volviste para mirarme. Tenías el gesto serio y no dijiste nada.
—¿Todavía me quieres?
—Sí.
—Yo te quiero, pero no lo digo lo suficiente, ¿verdad?
—Sé lo que sientes. Pero a veces… yo…
—¿Sí?
—Tengo la sensación de que no me deseas. No quiero obligarte, pero echo de menos tu cuerpo. Nuestros besos y la cercanía, y, sí, también lo demás.
Seguiste en silencio. Luego dijiste:
—Cuando Santa Claus, o lo que quiera que fuese, me pidió que le diese lo que temía, comprendí que, si todo hubiese seguido en el coche menos tú… ¿Qué pasaría si la casa, el trabajo, mi vida, todo lo que tengo siguiera en su sitio y tú no estuvieses? Y pensé: eso es lo que temo. Lo temo tanto que ni siquiera puedo pensarlo, pero está ahí todo el tiempo, como el anuncio de una guerra inminente.
—¿Qué?
—Que poco a poco te estoy apartando de mí.
—¿Quieres apartarme de ti?
Me besaste —igual que nos besábamos antes— y noté mis lágrimas, y luego reparé en que eran tuyas.
Volvimos a subir al coche y recorrimos los últimos kilómetros en dirección al pueblo, se distinguían los tejados irregulares a la luz desfalleciente de la luna. Pronto sería de día.
Una figura encapuchada andaba por la carretera. Te pusiste a su lado y bajaste la ventanilla.
—¿Quiere que le llevemos? —dijiste.
La figura se volvió y nos miró; era una mujer con un bebé. La mujer se quitó la capucha; su rostro era hermoso y fuerte. Limpio y sin arrugas. Sonrió y el bebé sonrió también. Era un bebé, pero sus ojos no eran los de un bebé.
Instintivamente, miré al asiento trasero. El gato estaba enroscado en su cesta, pero la niña no estaba.
En el cielo había una estrella con puntas, y vi luz por el este.
—Es casi de día —dije.
Habías parado el coche. Apoyaste el codo en el volante y la cabeza en la mano.
—No sé qué está pasando. ¿Y tú?
—Ya no está. El Espíritu de la Navidad.
—¿Lo hemos soñado todo? ¿Estamos en casa, en la cama, esperando a despertar?
—Vamos —dije—. Si es un sueño, vayamos como sonámbulos hasta la cabaña. Ya no hay mucho que cargar.
La mujer y el niño nos habían adelantado, andando, andando, andando.
Nos apeamos. Me cogiste de la mano.
En otro tiempo reparábamos en todo: en el agua que se acumulaba en la hiedra cubierta de frutos, en el muérdago sobre el roble de ramas oscuras, en el granero donde el búho se posaba debajo de las tejas, en el humo que se alzaba como un mensaje de las hogueras del bosque, en lo antiguo que era el tiempo y en que éramos parte de él.
¿Por qué habíamos aprendido a apresurarnos todo el día cuando todo el día era lo único que teníamos?
La mujer seguía andando, con el futuro a cuestas, abrazada al milagro, el milagro que da a luz de nuevo al mundo y que nos brinda una segunda oportunidad.
¿Por qué las cosas auténticas, las que de verdad importan, se confunden con tanta facilidad con las que apenas tienen importancia?
—Yo encenderé el fuego —dije.
—Después —respondiste tú—. Quiero ir en sueños hasta la cama contigo.
Noté tu timidez. Conozco tu dureza, pero recuerdo esta timidez. Sí. Y sí. En sueños o no. Sí y sí.
Fuera, a través de los campos surcados de niebla, oí las campanas que anunciaban el día de Navidad.