La Edad Media contra su leyenda negra: ¿fue realmente un periodo violento e intolerante?
La pantalla está saturada de hemoglobina. Sangre por todas partes: heridas horribles, cuerpos empalados, cadáveres mutilados. Las espadas y las hachas asestan golpes brutales con cadencia infernal. Lanzadas por catapultas gigantes, llueven grandes pedazos de roca. Los heridos gimen y son rematados a punta de espada. En el pueblo de al lado todo son violaciones, torturas, saqueos e incendios. Nada fuera de lo común… ¡Es solo una batalla medieval en una película de principios del siglo XXI! Solemos pensar que la Edad Media fue un tiempo misógino, intolerante, inculto, violento, fanático... Pero ¿y si fuera, en muchos sentidos, más moderno que el siglo XXI? ¿Y si en realidad no mereciese semejante mala fama? El historiador Martin Aurell empuña la alabarda para restaurar el honor de este periodo tan heterogéneo e injustamente tratado y que abarca un largo milenio, desde el siglo V hasta el XV, en «Diez ideas falsas sobre la Edad Media» (Taurus, 2024), un libro que echa por tierra los tópicos y nos descubre una época rica y vibrante. En los siguientes extractos, dos apartados del capítulo titulado «La Edad Media estaba sedienta de violencia y sangre», Aurell desmonta prejuicios con datos y contexto y ofrece una perspectiva mucho más humana que la que habitualmente nos ha mostrado la industria del ocio.
Por Martin Aurell
Los humoristas de Monty Python John Cleese (izquierda) y Graham Chapman en el set de rodaje de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (1975). Crédito: Getty Images.
Del combatiente germánico al caballero
Alrededor de 1120 las luchas entre caballeros franceses, normandos y flamencos fueron, sin ninguna duda, menos mortíferas que entre pueblos germánicos de los siglos v-vii o entre ejércitos enemigos de la guerra de los Cien Años. Recordemos, una vez más, que no hay una, sino al menos tres Edades Medias: Alta, Plena y Baja.
El primer periodo es el de las invasiones llamadas —de una forma demasiado peyorativa y xenófoba, dicho sea de paso— «bárbaras». Los movimientos masivos de poblaciones nómadas hacia el Imperio romano existieron, obviamente. Pero fueron menos decisivos que los golpes de Estado o las asonadas secesionistas de las tropas germánicas a las que las autoridades romanas habían encomendado la defensa del imperio.
El 20 de junio de 451 la batalla de los Campos Cataláunicos, cerca de Châlons-en-Champagne, donde el general Aecio y sus aliados germánicos y bretones detuvieron el avance huno, fue de las más sangrientas, si hemos de creer a los historiadores latinos, interesados en ensuciar la imagen de Atila. Pero el número de muertos, por elevado que fuera, distaría mucho del de las batallas del Marne, libradas cerca de allí en 1914 y 1918.
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Durante los siglos posteriores a la caída de Roma la violencia de los combates disminuyó. El 25 de junio de 841, victorioso en Fontenoy-en-Puisaye, Carlos el Calvo y su hermanastro Luis el Germánico decidieron tratar a los vencidos «conforme a la misericordia de Dios». La expresión sale de la pluma de su primo Nithard, que acaba de mandar un ala de su ejército y habla de «carnicería». Sin embargo, de creer su testimonio, sus guerreros curan a todos los heridos y entierran a todos los muertos, sean amigos o enemigos. Perdonan a los cautivos y a los fugitivos, porque consideran que el juicio divino ya los ha castigado. Por último, los obispos presentes piden a todos los que hayan luchado «a sabiendas por ira, odio, vanagloria o cualquier otro vicio» que se confiesen y hagan penitencia.
Al final de la batalla de Fontenoy estaba presente la cristianización. Un siglo después esta volvió a ponerse de manifiesto en el movimiento de la paz y la tregua de Dios, en cuya virtud las autoridades eclesiásticas amenazaban con la excomunión a los guerreros que atacasen a la gente de paz o lo hiciesen en los días sagrados del calendario litúrgico. Delante de una muchedumbre reunida, los hombres de guerra juraban sobre las reliquias de los santos no derramar inútilmente la sangre de su prójimo. El miedo a los castigos infernales que les esperaban en caso de perjurio evitó, sin duda, mucha violencia.
La guerra se convirtió en un asunto exclusivo de caballeros de la nobleza, que podían pagarse las armas y el equipo y entrenarse con asiduidad. La exclusión de los labradores del campo de batalla acentuó la solidaridad entre combatientes.
A partir del año mil las técnicas de combate evolucionaron. Los caballeros, fuertemente protegidos bajo la cota de malla, el yelmo y el escudo, se colocaban la lanza bajo la axila; sujetándose al arzón de su silla, con el pie en el estribo, cargaban a rienda suelta contra su enemigo. La guerra se convirtió en un asunto exclusivo de caballeros de la nobleza, que podían pagarse las armas y el equipo y entrenarse con asiduidad. La exclusión de los labradores del campo de batalla acentuó la solidaridad entre combatientes. Los adversarios se respetaban más, porque pertenecían a la misma casta nobiliaria y muchas veces estaban emparentados. A los prisioneros se les liberaba mediante el pago de un rescate.
La Iglesia contribuyó a esta evolución, ya que restringía el marco en el que estaba permitido ejercer la violencia armada. Los clérigos aconsejaban a los caballeros que solo combatieran al servicio de un príncipe, mantuvieran el orden, protegieran a los débiles, evitaran la lucha entre cristianos, no cedieran a la crueldad y participaran en la cruzada. Podían imponer penas canónicas, en especial la excomunión, que a veces metían en cintura a los alborotadores. Fue así como la caballería se convirtió en una ética guerrera impregnada de valores cristianos.
El ideal caballeresco explica el reducido número de víctimas en la batalla de Brémule o en la guerra de sucesión de Flandes, alrededor del año 1120. Refuta el tópico de una Edad Media violenta. ¿No debería servir de ejemplo a nuestros estrategas contemporáneos, tan proclives a usar armas de destrucción masiva que causan estragos entre los civiles?
El Señor y su ejército lanzando a la Bestia y sus adoradores al infierno. Ilustración del manuscrito Historias del Apocalipsis, de 1250. Crédito: Getty Images.
Crimen y castigo
La exageración de la violencia medieval se remonta a los propios intelectuales de la época. Para contrarrestarla más eficazmente, los clérigos cargaban las tintas en sus prédicas. La consideraban el pecado profesional de los caballeros «engreídos», coléricos e irascibles, y los predicadores no vacilaban en llamarlos «verdugos del demonio» debido a sus excesos. Según el juego de palabras de Bernardo de Claraval, su militia («caballería») a menudo se convertía en malitia («maldad»).
Un siglo después, Humberto de Romans († 1277), maestro general de los dominicos, también se dedicó a la lexicografía. Según él, la palabra «robar» (rober en francés antiguo) deriva de robes, palabra usada por los señores para designar sus ropajes nobiliarios. Y prosigue:
«Sus castillos se construyeron para que los miserables hallaran refugio en la época de las persecuciones, pero lamentablemente han acabado siendo un refugio de ladrones y saqueadores […]. Salen de estas fortalezas para atacar iglesias, monasterios, hospitales y santuarios, tal como harían unos sarracenos».
A los sermones cabe añadir los milagros punitivos de los santos, que abatían a los caballeros agresivos o los castigaban con la ceguera o las peores enfermedades.
A falta de estadísticas es imposible medir el alcance de la criminalidad medieval comparándola con la nuestra. Como mucho sabemos que por entonces se castigaba con un rigor especial el robo, sobre todo a mano armada y en banda organizada. El homicidio —distinto del crimen alevoso— podía ser perdonado si obedecía a la legítima defensa de un patrimonio y, más aún, de bienes inmateriales y simbólicos.
Para los hombres y las mujeres de la Edad Media el honor era algo fundamental. Exigían «respeto», palabra derivada del latín respicere, «mirar»: querían ofrecer una imagen positiva a los demás. Por eso eran frecuentes los intentos de lavar con sangre los ataques a su buen nombre. No soportaban el insulto o la calumnia que podría manchar para siempre a su linaje. La violación y el rapto se reprimían por el mismo motivo, porque las mujeres eran depositarias de la reputación familiar. Pero el culpable podía librarse si se casaba con la doncella ultrajada o le pagaba la dote para otro matrimonio. La defensa del honor acarreaba, generación tras generación, ciclos de venganzas que la sociedad trataba de zanjar con los escasos medios de que disponía.
Es imposible medir el alcance de la criminalidad medieval comparándola con la nuestra (...) Se castigaba con un rigor especial el robo, sobre todo a mano armada y en banda organizada. El homicidio —distinto del crimen alevoso— podía ser perdonado si obedecía a la legítima defensa de un patrimonio.
A falta de un sistema judicial eficaz y universal, los conflictos se solucionaban en privado. La parte perjudicada exigía la reparación del daño. Por ejemplo, los padres de un hombre herido pedían a su agresor una indemnización pecuniaria; como contrapartida, renunciaban a vengarse. En los reinos germánicos de la Alta Edad Media se designaba con la palabra Wergeld esta compensación material que ponía freno a las reparaciones entre dos familias.
Antes del año mil, a falta de pruebas, el presunto culpable debía someterse al juramento purgatorio, prestado a veces sobre el cadáver de su víctima. Consistía en pronunciar unas fórmulas terroríficas que le valdrían los peores castigos si cometía perjurio. También se podía recurrir a la ordalía del fuego —se quemaba al inculpado con hierro al rojo y la cicatrización de la herida determinaba si era inocente o culpable— o del agua —arrojado a un río o un lago, si salía vivo demostraba su inocencia—. El episcopado siempre condenó este «juicio de Dios» por considerarlo blasfemo, ya que exigía una intervención directa de la Providencia. La ordalía fue desapareciendo a partir del siglo IX. Era distinta del duelo judicial, con el que el acusado o su campeón defendía su inocencia con las armas en campo cerrado.
Había otras maneras de solucionar los conflictos más acordes con nuestros valores contemporáneos. Si las negociaciones no daban resultado, las partes enfrentadas elegían unos árbitros entre sus conocidos o entre los notables locales para que decidieran en su lugar. Poco a poco, una red más estrecha de tribunales garantizó la justicia y el orden. Dependían de los señores o de las comunas urbanas o aldeanas.
A partir del siglo XIII la realeza fue tomando el relevo. Sus jueces se reservaron los delitos de sangre y tomaron las prerrogativas de los otros tribunales. Por ejemplo, aplicaban penas aflictivas e infamantes en público, que iban de la mutilación a la ejecución bajo tortura. A falta de antecedentes penales, se desorejaba a los ladrones como forma de proteger a la sociedad, pues los culpables sin orejas eran fáciles de descubrir. La pena capital, hasta entonces excepcional, se hizo más frecuente. Su difusión sirvió para afianzar el poder del rey.
Al final de la Edad Media la ejecución de las penas fue cada vez más espectacular. Esta puesta en escena formó parte de la construcción del Estado, que reclamó para sí, según la acertada expresión de Max Weber, «el monopolio de la violencia física legítima». Por eso la teatralización de la ejecución, las mutilaciones penales y la tortura para arrancar confesiones proliferaron sobre todo entre los siglos XV y XVII. La Edad Moderna fortaleció la monarquía hasta desembocar en el absolutismo y, en paralelo, la institución judicial. El sistema represivo ganó eficacia, pero también crueldad. A veces los frutos del crecimiento estatal son amargos. Hubo que esperar a la década de 1930 para que cesaran en Europa las ejecuciones públicas, y al último cuarto del siglo XX para la abolición de la pena capital en todo nuestro continente.
La violencia es inherente a todas las sociedades humanas. Algunos de los métodos con los que la Edad Media trató de instaurar la justicia, el orden y la paz repugnan a nuestra conciencia contemporánea. Por injustificables que nos parezcan, deben situarse en su contexto. A falta de un Estado fuerte y de una verdadera estructura judicial, los hombres y las mujeres de la Edad Media trataron de resistir, lo mismo que nosotros, los ataques contra las personas y los bienes. En su mayoría vivían en pequeñas comunidades aldeanas donde el control social, muy estricto, impedía por sí mismo muchas transgresiones de la ley y las costumbres. Perdieron en libertad individual lo que ganaron en seguridad. En este aspecto, ¿difiere mucho su situación de la nuestra? En términos de crueldad y pérdida de vidas humanas sus guerras tampoco tienen nada que envidiar a las nuestras…