El cuerpo sometido de las mujeres: la lucha feminista sigue
Compilados por Ana Sofía Rodríguez Everaert y Marta Lamas, los textos que conforman la antología «Lo personal es político. Textos del feminismo de los setenta» (Lumen) restauran la historia de las mujeres y grupos que se movilizaron en pro del feminismo en distintas partes de México y en distintos momentos. Son puertos de entrada a cientos de experiencias de organización y protesta, historias que habían sido olvidadas entonces y que lo volvieron a ser después. Al hilo de la reciente publicación de este libro, reproducimos a continuación uno de los ensayos que lo componen, una pieza firmada por Rosario Castellanos, filósofa, docente, diplomática y promotora cultural, una autora cuyas obras son clave en la historia de la literatura mexicana, pues ayudaron a que se reconociera el valor tanto académico como literario de voces y narrativas que, por lo general, se consideraban menos importantes por hablar desde lo personal. La pieza que aquí sigue, titulada «Feminismo 1970: curarnos en salud» y publicada por primera vez en el periódico «Excélsior» en noviembre de 1969, ofrece perspectiva para entender la importancia y persistencia de la lucha feminista de hace medio siglo en el contexto actual.
Ciudad de México, 28 de septiembre de 2022. Mujeres de diversos colectivos feministas participan en una manifestación en el Zócalo, la plaza principal de la ciudad, en el marco del Día de Acción Global por el Acceso al Aborto Legal y Seguro, un evento que busca despenalizar esta práctica para evitar más muertes por prácticas clandestinas de aborto. Crédito: Getty Images.
Todos descansábamos en la confianza de que había sido suficiente. De que ya nadie vería estimulada su irritación o su sentido del ridículo ante el espectáculo de un grupo de mujeres, mal vestidas y peor arregladas, que clamoreaban pidiendo algo.
¿No se les ha dado todo? El derecho al voto, puertas abiertas en las fábricas y en las universidades, oportunidad para desempeñar cargos públicos y privados, para elegir libremente entre la carrera y el matrimonio, entre la maternidad y la esterilidad, entre este mundo y cualquier otro. Nuestra confianza no era más que desconocimiento de unos hechos que registraban las estadísticas y que iban creciendo como un tumor que ahora estalla, con furia, en los Estados Unidos y en Inglaterra: es la revuelta feminista contra el «sexismo».
En los Estados Unidos existen, por lo menos, 50 grupos activos en Nueva York, 35 en San Francisco, 30 en Chicago, 25 en Boston y el número va decreciendo en las otras zonas. La mayor parte de ellos sin líderes y sin nombre, tienen en común dos características: la radicalidad de las ideas y la violencia de los métodos.
En su historial se cuenta ya el secuestro de un editor de pornografía y la adopción del hábito de aprender karate y otras tácticas ofensivas y defensivas. Esta fuerza se dirige contra una sociedad rígida, «dominada por el macho la cual, deliberadamente o en un nivel de inconsciencia, perpetúa la iniquidad en el trato entre los hombres y las mujeres. Iniquidad en la paga, las clases de trabajo y, más sutilmente, en la expresión propia».
Lo personal es político
Ana Sofía Rodríguez Everaert
Marta Lamas
"¡Liberación! Sí, eso anhelábamos, igual que las miles de jóvenes que hoy inundan las calles refrendando ese deseo al cantar Alerta, alerta, alerta que camina, la lucha feminista por América Latina...
La protesta se basa en hechos objetivos. A pesar de que 51% de ciudadanos norteamericanos son mujeres, las mujeres se enfrentan a muchos problemas que son propios de una minoría: únicamente 1% de los ingenieros son mujeres y 3% de los abogados y 7% de los médicos.
Si desempeñan el mismo trabajo y con idénticas responsabilidades un hombre recibe más de la mitad del sueldo que se le acuerda a una mujer. La posesión de un título universitario no constituye ninguna garantía. Muchas mujeres que poseen el bachillerato en artes no alcanzan puestos más altos que los de obreras, cocineras y vendedoras.
Las ha alarmado también el hecho de que disminuye su influencia política. En los últimos 10 años las mujeres han perdido cincuenta curules en las legislaturas locales. Solo hay una mujer en el Senado y otra en el Congreso de la Unión, mientras que en 1960 había diecisiete. De todo ello culpan a la «mística femenina» que según la escritora Betty Friedan se define con la vieja fórmula de «cocina, niños, iglesia» y que tiende a domesticar a las mujeres.
Pero los caminos que conducen a estas metas pasan siempre por una imagen distorsionada y falsa del sexo. De acuerdo con ella una mujer carece de intimidad, no es una persona que se propone la realización de ciertos fines o que persigue satisfacer ciertas necesidades sino es una cosa: su cuerpo, que se ofrece como espectáculo a las miradas de los otros, que se usa como adorno, que se alquila o se vende como una mercancía cualquiera y que extiende el ámbito de la prostitución hasta los más recatados santuarios del hogar.
Un cuerpo sometido a dietas, masajes, tratamientos embellecedores; cubierto por afeites, sujeto al molde despiadado de las fajas, alzado sobre la altura de los tacones, expuesto por la brevedad de las faldas y la magnitud de los escotes, pesado y medido en los concursos, premiado cuando encarna el ideal estético de nuestro tiempo que es el del artificio contra la naturalidad, el de la apariencia contra la operancia.
¿Cuánto tiempo hay que dedicar al cuidado de ese cuerpo para volverlo «presentable», esa condición sin la cual es inútil acudir a solicitar un empleo, aspirar a ser atractiva para un hombre, pretender ser aceptada por la sociedad? ¿Cuántas horas de gimnasia cotidiana? ¿Cuántas horas muertas dentro del secador en el salón de belleza, con las manos extendidas ante la manicurista, bajo las lámparas de rayos infrarrojos? ¿Cuánto dinero hay que pagar por estos servicios?
¿Y por asistir a una «escuela de personalidad» donde le enseñan a la alumna a sacar el mejor provecho posible de su físico? ¿A ostentarse con gracia pero no sin agresividad? ¿A mantener una conversación, a usar los cubiertos, a elegir y mezclar las bebidas, a disponer un menú, a organizar una fiesta? ¿Cuánto por adquirir un vestuario con los modelos adecuados para los deportes y para las reuniones formales, para la playa y la montaña, para el paseo matinal y para la hora del coctel, para la casa y para el teatro? ¿Cuánto por poseer el marco adecuado para lucirse? ¿El hotel de vacaciones, el cabaret exclusivo, la decoración interior que refleje los gustos y refinamientos de su dueña?
No es barato. ¿Y dónde consigue la mujer el dinero para cumplir con las exigencias que se le imponen y que hace suyas con un apasionamiento y un fanatismo dignos de mejor causa? ¿A qué horas ha conquistado la aptitud para realizar un trabajo que amerite ser retribuido con largueza? Desde luego, existe otra alternativa, una fuente de ingresos que a lo largo de los siglos de la historia ha probado su eficacia, «el oficio más viejo del mundo».
Guadalajara, México, 8 de marzo de 2023. Manifestantes durante un acto feminista celebrado con motivo del Día Internacional de la Mujer. Crédito: Getty Images.
Contra la degradación que supone ejercer este oficio es contra lo que se revuelven las feministas anglosajonas y atacan los síntomas, que proliferan hasta el infinito en el marco de nuestra cultura, pero quieren llegar hasta la raíz y proponen que las mujeres acrecienten su propia estimación y se asuman como si fueran criaturas humanas y no meros objetos de tráfico.
En su lucha rompen la imagen seductora que de la feminidad ha elaborado nuestra época (y que en esto se asemeja a todas las épocas anteriores). Destruyen tabúes que no han perdido aún el prestigio de lo sagrado y arrostran el riesgo de ser excesivas, de ser injustas y, sobre todo, de ser impopulares entre aquellas que deben constituir el núcleo de sus seguidoras. ¿A quién no le asusta tomar parte en una cruzada en la que el Santo Sepulcro que se disputa es el de una dignidad que se paga con burlas, con rechazos y con la exclusión del paraíso de la vanidad y del amor?
Nosotras, al sur de la frontera del Río Bravo, contemplamos la aventura desde lejos, como si el asunto no nos concerniera. Nos instala en esta certidumbre el hecho de que pertenecemos a otro país, a otro estilo de vida. ¿Pero tenemos razón en suponernos tan diferentes? ¿Rigen todavía para nosotros aquellos sólidos postulados prehispánicos, hispánicos y arábigos o hemos ido sustituyéndolos por la práctica de otras costumbres que toman de nuestros vecinos lo que es más fácil de alcanzar: sus defectos? Valdría la pena pensar en ello y comenzar, desde ahora, a curarnos en salud.
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