«Mi vida robada», de Carla Guelfenbein
Una hija viaja en busca de su madre, que dejó a su familia y al país para rehacer su vida en Nueva York. La historia del pasado que las une va apareciendo hilvanada con sutileza, mientras la hija descubre o intenta descubrir quién era realmente su madre, una artista neoyorkina respetada y exitosa de la que nadie conocía su actual paradero. Una sutil novela sobre la interminable búsqueda de identidad y sobre las ineludibles y a veces oscuras influencias maternas. A continuación, LENGUA publica las primeras de «Mi vida robada» (Alfaguara), la nueva novela de Carla Guelfenbein, un libro sobre la búsqueda de la identidad y un gran retrato del mundo artístico y sus complejidades.

(Ella se fue)
Fue el profesor Black quien me llamó para comunicarme que habías desaparecido. Sí, el famoso profesor del cual tú nos hablabas cuando aún nos escribías. Me contó que hacía tres semanas que no llegabas a hacer tus clases. Pensó que se trataba de uno de tus blues, esos que cada cierto tiempo te arrojaban a la cama y a las series policiales. Les preguntó por ti a tus amigos, a tus colegas y a los miembros de tu séquito, pero nadie te había visto. Por eso le pidió a uno de sus estudiantes que fuera a tu departamento. Después de tocar el timbre un buen rato, el chico habló con el conserje, a quien por suerte tú le habías dejado una llave. Raro en ti, aquel acto de confianza en el prójimo. Entraron, y un olor nauseabundo los golpeó. En la cocina encontraron una bolsa de basura destripada cuyo contenido yacía desparramado en el suelo. Pescado podrido, alimentos cuyos hongos habían hecho desaparecer su identidad, cajas de leche vacías, trozos de vidrio, facturas y otros papeles de índole incierta. Notaron que la ventana de la cocina estaba abierta, por lo que dedujeron que los destrozos debían ser obra de un gato. El resto de tu departamento tenía la pulcritud y el desamparo de un desalojo. No había ningún libro abierto, ni una taza de café sobre la mesa, ni una escobilla de dientes en el baño, ni una flor muerta en el florero de la sala. Los clósets y cajones estaban prácticamente vacíos. Limpiaron la cocina, sacaron la basura, y el estudiante llamó al profesor Black.
Yo había visto hacía unos días una película en la que una concertista de piano retirada decide vivir dentro de una furgoneta maloliente aparcada en una calle de Londres por el resto de sus días. Te imaginé en la esquina de un andén del subway, acurrucada dentro de una caja de cartón, los ojos sucios, mientras el tumulto de las cinco de la tarde te atravesaba sin verte. Pero esa no eras tú. No, señora. Este debía ser otro de tus juegos, uno de esos con que divertías a tu corte. Y esta vez yo lo iba a jugar contigo. Desde el instante en que escuché al profesor Black, supe que saldría en tu busca.
Llamé al editor cultural del periódico donde trabajaba y le dije que le enviaría la reseña de esa semana con unos días de retraso. Era una novela cuyo deprimido protagonista vagaba fumando y bebiendo en los bares de un pueblo perdido en un país sin nombre, intentando tirarse en su «desgracia» a cuanta mujer huérfana de amores encontrara. Me estaba sacando de quicio y ya había incubado los argumentos para destruirla. Juan, el editor cultural, me soltó una perorata que no recuerdo, porque mientras él hablaba yo ya estaba comprando el pasaje a Nueva York en mi computadora, al tiempo que hacía una anotación mental en mi libreta de tareas: Mantener las ilusiones a raya.
El día antes de dejarnos, pasaste la tarde sentada en tu silla mecedora con la mirada perdida en el muro del patio donde crecían tus azucenas. Esas flores delicadas y elegantes —tanto más sofisticadas que papá, José y yo— eran los únicos seres vivos que mimabas.
A pesar de que han transcurrido más de veinte años desde entonces, lo recuerdo bien. Fue el sábado del incendio. Estábamos en la sala cuando de pronto escuchamos unos gritos que provenían del pasaje. Papá, José y yo salimos a mirar lo que ocurría. La casa de los Romero —la más bonita de nuestro alicaído pasaje— se consumía en el fuego. Todos corrían de un lado a otro, desesperados, trayendo mangueras, bidones de agua, hasta que llegaron los bomberos y nos pidieron que nos alejáramos. Entonces rodeamos a los Romero y los abrazamos y nos abrazamos entre nosotros consternados, llorando, hasta que los bomberos lograron apagar el fuego.
Cuando regresamos a casa tú habías vuelto a sentarte frente a tus flores con los ojos perdidos tras mirar un rato lo que ocurría. Quise abrazarte para espantar el horror, pero había en ti una distancia que me detuvo. Tuve la impresión de estar ante un animal salvaje que en cualquier momento se desprendería de sus vestiduras de domesticidad, y sentí miedo.
A la mañana siguiente, tú habías desaparecido. Te busqué en cada rincón de la casa, salí al pasaje, a la calle, acaso presintiendo lo que pronto descubriría. Para tranquilizarnos, papá nos dijo que estarías de vuelta en un par de semanas. Pero él ya sabía que no volverías. Lo vi en sus ojos.
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Somos personas tan tan excepcionales accidentales
Caminé empujando la maleta con una mano —la otra agarrada a la correa de mi mochila— desde la estación del subway hasta la calle 119 en medio de una lluvia furiosa.
Un río corría por las veredas y una cortina de agua se dejaba caer con la saña de un ataque aéreo. No me sorprendió que la mala fortuna me siguiera hasta las calles de Manhattan. Era la primera vez que estaba en esta ciudad, sin contar esa ocasión —a los nueve años— en que la policía estadounidense nos subió a mi hermano José y a mí en un vuelo de regreso a Chile sin haber siquiera cruzado las puertas del aeropuerto JFK. Pero esa es otra historia.
Un chico me aguardaba bajo el alero de tu edificio. Llevaba un impermeable verde, de esos que suelen usar los escoceses para salir a cazar en sus campiñas, que le daba una apariencia casual y aristocrática, exacerbada por sus rizos castaños que caían tras sus orejas blancas y perfectas.
—Hola, soy Langton McCuller —dijo, y emitió un extraño chasquido con la lengua. Luego me miró de arriba abajo.
Empapada como estaba y sin haber pegado un ojo en el avión, mi apariencia debió ser aún más patética de lo usual. Pobre alma. De seguro había fantaseado con una versión joven y mejorada de ti. Un polvo latino con la hija de la gran Biba.
Había entendido hacía tiempo, terapia tras terapia, que nunca llegaría a tener tu glamour, tus curvas, tus gestos histriónicos de diva, tu porte y tu desplante, tu gloriosa cabellera que con los años se había vuelto cana sin perder ni un ápice de su esplendor. Qué epítetos, ¿verdad? Son los que me acompañaron en mi niñez y adolescencia después de que tú decidieras que esa vida de «señora bien» a ti no te venía bien, que al lado de mi padre y de tus hijos serías siempre desgraciada.
Langton McCuller subió mi maleta los cinco pisos sin escaleras y entramos juntos a tu departamento. A pesar de que el profesor Black me lo había advertido, me impresionó su desnudez.
—Bob, el conserje que me dio la llave, no viene todos los días —me explicó Langton McCuller—, pero lo podrás reconocer porque lleva un parche en el ojo. Me dijo que Biba tiene un buen amigo aquí en el edificio, un tal Simón Greenberg. Aparentemente no está en New York ahora. Tiene una hija sordomuda.
Yo asentí sin decir palabra.
—¿Estás bien? ¿Necesitas algo? —me preguntó en un tono cauteloso.
Debió intuir el terror que me asaltó de pronto de quedarme sola en ese departamento que se suponía era tuyo, pero en donde me sentí la más extraña de las extrañas, una usurpadora casi. De haber podido le hubiera dicho que no, que no estaba bien en absoluto, que precisaba que se quedara conmigo las próximas horas, los próximos días y meses y, por qué no, el resto de mi vida.
—Sí, claro, estoy bien. —Sonreí con los labios tirantes.
Desde niña creí que la desventura debía traer consigo una recompensa, como el último enano de la fila que bajo el brazo trae una pepita de oro. Y si eso no ocurría, si no me tocaba la pepita de oro, al menos las desgracias debían tener un sentido que aparecería en el momento menos pensado. Y si todo eso fallaba, estaba la posibilidad de que el desconsuelo me permitiera ver el mundo con más lucidez y compasión y me volviera una mejor persona. Sin embargo, a mis treinta años aún no había experimentado ninguna de esas revelaciones, y dada mi naturaleza nihilista era poco probable que algo así aconteciera.
Pero para mi sorpresa, después de que Langton McCuller partiera y yo me quedara en medio de la sala aún aferrada a mi mochila, me llegó la primera revelación. No voy a decir que los cielos se rasgaron y los dioses se abrieron paso entre las nubes, aunque sin duda algo ocurrió. De pronto entendí que mis consecutivas desventuras, así como los escasos regalos que me otorgaba la vida, no eran más que meros accidentes. Accidentes del destino. Lo que significaba que, también por accidente, todo podía cambiar.
Prendí la calefacción y di varias vueltas por tu diminuto y desamparado departamento para entrar en calor. Hasta que un cansancio monumental se dejó caer sobre mí. Sin desvestirme me recosté sobre tu cama, me cubrí con mi abrigo e intenté dormir. Pero entonces un ruido detonó en mis oídos. La cornisa que estaba sobre tu ventana se había desprendido con la tormenta y sujeta de un solo punto se golpeaba salvajemente contra el muro de cemento. Abría la ventana para intentar cogerla —un acto vano frente a la fuerza del viento y la lluvia— cuando un relámpago estalló sobre mi cabeza, seguido del retumbar ensordecedor de un trueno. Me acuclillé en el suelo, me hice un ovillo y me tapé los oídos. Esta debía ser la segunda revelación. Lo difícil era saber de qué.
Mi vida robada, de Carla Guelfenbein, sigue aquí.