«Un libro y una pera», el homenaje de Rodrigo Cortés a Sant Jordi
Contaba (y cuenta) la leyenda que vivía en Montblanc un dragón que tenía atemorizada a la población. Para complacer al monstruo, los habitantes del lugar establecieron la costumbre de elegir por sorteo a la persona que sería devorada en cada ocasión por la bestia… hasta que un día llegó el turno de la hija del rey. El caballero Jordi salvó a la princesa hundiendo su espada en el dragón, de cuyo cuerpo inerte comenzó a brotar un precioso rosal rojo. El broche romántico es tan inevitable como predecible: el caballero arrancó una flor para entregársela a la princesa rescatada. Como en toda fiesta popular, leyenda y tradición se unen en la celebración más especial del pueblo catalán, Sant Jordi, que hunde sus raíces en el siglo XV, cuando el caballero Jordi, fallecido el 23 de abril del año 303, se convirtió en patrón oficial de la comunidad. La fecha, claro, coincide con el Día Internacional del Libro, que se celebra el 23 de abril en conmemoración de la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare ese día en 1616 (no es exactamente el mismo «día», ya que Inglaterra y España se regían por calendarios distintos, el juliano y el gregoriano respectivamente). Para celebrar la fecha más importante (y frenética) en el calendario de libreros y libreras catalanes, en LENGUA compartimos «Un libro y una pera», un relato de Rodrigo Cortés en homenaje a Sant Jordi publicado en origen el 17 de abril de 2025 en el suplemento «ABC Cultural».
Por Rodrigo Cortés

Imagen de apertura: San Jorge y el Dragón, 1886. Crédito: Getty Images. Sobre esta línea: ilustración publicada el 17 de abril de 2025 en el suplemento ABC Cultural. Crédito: cortesía de José María Nieto.
Las dos personas normales se toman una cervecita en la terraza de un bar, aprovechando que el cielo se ha abierto un poco y entre dos nubes magnánimas se cuela un camino de sol. No saben cuánto durará, pero prefieren hacer como que tienen todo el tiempo del mundo.
Las dos personas normales han dejado en una silla sendas bolsas rígidas con compras aparentemente modestas, que, a pesar de la ligera brisa, se mantienen sin problema en pie.
—Qué gustito.
—¿Verdad?
—Verdad. Qué gustito en la cara y en la espalda y en las manos y en todas partes. Qué bien se está aquí.
—Muy bien. Empezaba a estar yo hasta las narices de tanta lluvia y tanta mandanga.
—Sobre todo de la lluvia, ¿no?
—Ya lo he dicho.
—Has dicho también mandanga.
—Es que lo de la mandanga es la lluvia también, como cuando dices tanta gaita y luego ni hay gaitas ni hay nada.
—Y menos mal.
—¿No te gustan las gaitas o qué?
—Las gaitas sí; más que las mandangas. Lo que no me gusta es cómo suenan.
—¿No te gusta cómo suenan las gaitas?
—Suenan a niño que grita. Suenan a niño arrastrado.
—¿Arrastrado por dónde?
—Por el pavimento. Suenan a cochinillo pillado por sorpresa.
—¿Pillado por sorpresa? Pillado por sorpresa, ¿haciendo qué?
—Haciendo cosas normales. Cosas de cochinillo. Y de repente, pum, llega un gaitero, lo levanta, empieza a soplarle por dentro, y al cochinillo, claro, pues gracia no le hace.
—¿Estás bien?
—Yo creo que no. Yo creo que me he dejado ir un poco. Teníamos que habernos quedado en lo de la mandanga.
—Pues igual sí.
Las dos personas normales se reclinan en las sillas de plástico y cierran los ojos para que el sol, que amenaza con desaparecer en cualquier instante, les acaricie la piel.
—Pues dices tú —dice la segunda persona normal—, pero esto de comprar libros no lo veo. Yo, porque me lo has dicho tú.
La primera persona normal abre un poco el ojo y vigila que las bolsas sigan en su sitio.
—Es un día sólo —dice—. Un día nada más. Es Sant Jordi.
—¿Y ese quién es?
—Pues un santo. El santo de los libros.
—Pero si tú y yo no leemos.
—Ya, pero he visto un reportaje por la tele y me ha gustado mucho. Es una tradición.
—Una tradición, ¿de dónde?
—De Tarragona, me parece.
—Pero si no somos de Tarragona.
—Pero podemos hacer la tradición aquí.
—¿Y quién es Jordi? ¿Jordi Pujol?
—Ya te lo he dicho. Un santo que se comió un dragón.
—¿Se comió un dragón un santo? ¿Pero ese no era san Jorge?
—También, pero eso es en Teruel. Se comerían dos dragones.
—¿Y qué tiene que ver eso con los libros?
—Pues será que lo del dragón sale en un libro, porque la historia es buenísima; no vi el reportaje entero. Pero hay un día al año que vuelve Jordi al mundo y hay que regalar un libro y una pera, o algo así.
—¿Un libro y una pera?
—Me parece que sí.
—¿Y por qué no la pera sólo?
—No lo sé. En eso no me fijé. Pero por lo visto sacan mesas por toda Tarragona y las llenan de peras. Y, si te gustan las peras, pues te las comes, y, si no, pues no.
—¿Y los libros?
—Los libros creo que son lo de menos. Se hacen de oro con las peras.
—Pero ¿las peras no las regalan?
—Me parece que, al empezar el día, no. Al empezar el día cuestan veinte euros y, cuando ya es de noche, como quedan muchas peras, pues se las tiran a la cabeza a la gente.
—Ah, esa tradición sí la conozco. Pero era con tomates, ¿no?
—Igual es un libro y un tomate, sí. Es que vi el reportaje empezado. Lo demás me lo contó el pequeño.
—Ah, claro. Que tu chico lee.
—Por eso. Le he comprado el libro de Valdano, yo creo que le va a encantar.
—Pues, si le gusta leer, seguro.
—Y ¿qué has comprado tú, al final?
—Pues uno que había de oferta. Pero porque me has obligado.
—¿A comprar un libro de oferta?
—A comprar un libro y punto. He cogido uno de bricolaje que costaba un euro y que seguro que está bien.
—Y ¿a quién se lo vas a dar?
—Yo qué sé. Cuando llegue el día, me lo pienso.
—Y ¿le vas a dar la pera?
—Pues supongo; si es una tradición… Si san Jorge comía peras…
—Y tomates.
—Y tomates... Si san Jorge le echaba tomate al dragón, que no te digo yo que no, igual le regalo una lata. A quien sea, digo.
—¿Verdad que es una tradición muy buena?
—Para quien tenga hambre, sobre todo.
—Y para quien tenga sed.
Como era de esperar, el velo de nubes oscuras cubre por fin el sol. La segunda persona normal abre un ojo.
—Se jodió.
—¿Cómo?
—Se jodió el sol. Se lo habrá comido el dragón.
—Pues recogemos, ¿no?
—No, no. Nos vamos corriendo y ya está, que mira el cielo. Que recoja quien sea.
—Pero les dejamos los libros, ¿no?
—¿Cómo que les dejamos los libros?
—Para que los tiren ellos, directamente. Menos peso.
La segunda persona normal frunce el ceño. Luego lo relaja. La primera persona normal la mira y encoge levemente los hombros. La segunda persona normal asiente.
—¿Sabes qué te digo?
—¿Qué?
—Que lo que está rico es la pera. Tienes toda la razón.
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