La tragedia de un pueblo (1891-1924)
«Good Bye, Lenin!»: 100 años sin el alma de la Revolución rusa
Durante toda su vida, el líder de la Revolución de Octubre de 1917 se involucró en exceso en las distintas disputas políticas que provocó o le sobrevinieron, luchas que acabaron dañando gravemente su salud. El estrés de la guerra le causó nerviosismo, migrañas, insomnio y agotamiento; a finales de 1920, sus problemas mentales habían comenzado a afectar a su trabajo, al cual dedicaba hasta 16 horas al día; y aunque mantuvo su cargo de presidente del Sovnarkom hasta su muerte el 21 de enero de 1924, su participación en el Gobierno se fue reduciendo mucho antes, hacia mediados de 1921, cuando se agravaron sus cefaleas. En 1922, de hecho, comenzó a tener dificultades para leer y sufrió su primer gran ataque. En este contexto, Lenin se mostró especialmente agresivo con sus adversarios políticos. Entre ellos, Iósif Stalin, a quien ya veía en sus últimas notas como el villano responsable de todas sus grandes preocupaciones. Cuando se cumplen 100 años de la muerte «física» del líder bolchevique, compartimos un extracto de «La revolución rusa. La tragedia de un pueblo: 1891-1924» (Taurus), apenas un fragmento de una obra monumental firmada por Orlando Figes; un texto que recrea la muerte «política» del ideólogo comunista: en las siguientes líneas, el historiador inglés nos conduce a estos últimos y muy atribulados años en la vida de Lenin, los cuales estuvieron marcados por las luchas fratricidas por el trono de la Rusia Soviética y por el acecho permanente de la figura de Stalin.
Por Orlando Figes

Imagen de Vladímir Lenin en un cartel presentado en Moscú en 1977, cuando se cumplieron 60 años del triunfo de la Gran Revolución Socialista de Octubre. Crédito: Getty Images.
Las primeras señales de que Lenin se encontraba enfermo aparecieron en 1921, cuando comenzó a quejarse de dolores de cabeza y de agotamiento. Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; era el resultado de un colapso tanto mental como físico. Durante los últimos cuatro años, Lenin había estado trabajando casi sin interrupción hasta dieciséis horas diarias y los únicos periodos reales de descanso habían sido en el verano de 1917, cuando huía del Gobierno de Kérenski, y durante las semanas de recuperación, tras el intento de asesinato de Kaplan en agosto de 1918. La crisis de 1920-1921 se había cobrado un importante tributo en la salud de Lenin. Los síntomas físicos de la «cólera de Lenin», como la describió una vez Krúpskaya, insomnio e irritación, dolores de cabeza y agotamiento depresivo, volvieron a atormentarlo durante sus amargas luchas contra la Oposición de los Trabajadores y las revueltas en el campo. Los rebeldes de Kronstadt, los obreros y los campesinos, los mencheviques, los eseristas y el clero, arrestados y fusilados en gran número, se convirtieron en víctimas de su cólera. En el verano de 1921 Lenin había vuelto a emerger victorioso, pero las señales de su agotamiento mental eran evidentes para todos. Mostraba lapsus de memoria, dificultades al hablar y movimientos irregulares. Algunos doctores lo atribuyeron al envenenamiento causado por las dos balas de Kaplan, que todavía estaban alojadas en el brazo y en el cuello de Lenin (la que estaba en el cuello se le extrajo durante la primavera de 1922), pero otros sospechaban de parálisis. Sus sospechas quedaron confirmadas el 25 de mayo de 1922, cuando Lenin sufrió su primer ataque de importancia, que le dejó el lado derecho casi paralizado y le privó del habla durante un tiempo. En palabras de su hermana, María Uliánova, que lo cuidaría hasta su muerte, Lenin se dio cuenta entonces de «que todo se había acabado para él». Suplicó a Stalin que le proporcionara veneno para suicidarse. «No quiere vivir y ya no puede vivir», le dijo Krúpskaya. Ella había intentado dar cianuro a Lenin, pero le fallaron los nervios, de manera que las dos decidieron pedírselo a Stalin, ya que se trataba de un «hombre firme y acerado desprovisto de sentimentalismos». Aunque Stalin más tarde desearía que muriera, entonces se negó a ayudarle a morir, y el Politburó votó en contra. De momento, para Stalin, Lenin resultaba más útil vivo.
Durante el verano de 1922, mientras se recuperaba en su casa de campo en Gorki, Lenin se ocupó de la cuestión de su sucesión. Debió de ser una tarea dolorosa para él, puesto que, como todos los dictadores, se sentía ferozmente celoso de su propio poder y evidentemente pensaba que nadie era lo bastante bueno para heredarlo. Todos los últimos escritos de Lenin dejan claro que favorecía una dirección colectiva para sucederlo. Temía de manera particular la rivalidad personal entre Trotski y Stalin, que sabía que podía dividir el partido cuando él desapareciera de escena, y buscó evitarlo equilibrando a uno frente al otro.
Desde su punto de vista, los dos hombres tenían virtudes. Trotski era un orador y un administrador brillante; él más que nadie había ganado la guerra civil. Sin embargo, su orgullo y arrogancia (por no hablar de su pasado como menchevique o de su aspecto de intelectual judío) lo convertían en alguien impopular en el partido (tanto la Oposición Militar como la Oposición de los Trabajadores —dos facciones que habían surgido en el seno de los bolcheviques— habían estado en buena medida en contra de él personalmente). Trotski no era un «camarada» natural; siempre sería más el general de su propio ejército que un coronel en un mando colectivo y fue esto lo que le otorgó la posición de «extraño» para las bases. Aunque miembro del Politburó, Trotski nunca había tenido un puesto en el partido y rara vez asistía a sus reuniones. Los sentimientos de Lenin hacia Trotski quedaron resumidos por María Uliánova: «No sentía simpatía por Trotski; tenía demasiadas características que hacían que fuera extraordinariamente difícil trabajar en equipo con él. Pero era un trabajador industrioso y una persona de talento, y para V. I. eso era lo principal, así que intentó conservarlo a bordo. Si mereció la pena es otra cuestión».
Stalin, por el contrario, parecía a primera vista mucho más adecuado para las necesidades de una dirección colectiva. Durante la guerra civil había asumido una extraordinaria cantidad de tareas mundanas que nadie más había querido (era comisario para las Nacionalidades, comisario del Rabkrin, miembro del Consejo Militar Revolucionario, del Politburó y del Orgburó, y presidente de la Secretaría), con el resultado de que pronto se había ganado una reputación de mediocridad modesta e industriosa. Esta era la «mancha gris» que Sujánov había descrito en 1917. Todos los dirigentes del partido cometieron el mismo error al subestimar el poder potencial de Stalin, y su ambición para ejercerlo, como resultado del patronazgo que había conseguido al desempeñar todos estos puestos. Lenin fue tan culpable como el resto. Para ser un hombre tan intolerante, mostró una notable tolerancia hacia los muchos pecados de Stalin, entre ellos la importante y creciente rudeza consigo mismo, en la creencia de que necesitaba al georgiano para mantener la unidad en el partido. Fue por esta razón por la que, a instancias del propio Stalin y aparentemente respaldado por Kámenev, aceptó convertirlo en el primer secretario general del partido en abril de 1922. Iba a revelarse como un nombramiento crucial, el que capacitó a Stalin para llegar al poder. Cuando Lenin se dio cuenta de ello e intentó que fuera destituido del puesto, ya era demasiado tarde.
La clave para el creciente poder de Stalin fue su control del aparato del partido en las provincias. Como presidente de la secretaría y único miembro del Politburó en el Orgburó, pudo promover a sus amigos y deshacerse de sus oponentes. Solo durante 1922 más de diez mil funcionarios provinciales fueron nombrados por el Orgburó y la secretaría, la mayoría de ellos siguiendo la recomendación personal de Stalin. Iban a ser sus principales partidarios durante la lucha por el poder contra Trotski en 1922-1923. La mayoría de ellos tenían, como el mismo Stalin, orígenes muy humildes y habían recibido poca educación formal. Al recelar de intelectuales como Trotski, preferían depositar su confianza en la sabiduría de Stalin, con sus apelaciones sencillas a la unidad proletaria y a la disciplina bolchevique cuando se trataba de asuntos ideológicos.
El acontecimiento político más determinante del siglo XX
Lenin había consentido los crecientes poderes de Stalin a la hora de hacer nombramientos desde Moscú como un antídoto contra la formación de facciones opositoras provinciales (la Oposición de los Trabajadores, por ejemplo, siguió siendo fuerte en Ucrania y en Samara hasta 1923). Como presidente de la secretaría, Stalin dedicó mucho tiempo a acabar con los potenciales miembros problemáticos del aparato provincial del partido. Recibía informes mensuales de la Checa (denominada GPU en 1922) acerca de las actividades de los dirigentes provinciales. Borís Bazhánov, el secretario personal de Stalin, recuerda su hábito de recorrer arriba y abajo su gran oficina del Kremlin, a zancadas y fumando en pipa, y después dar la orden terminante de deponer a tal o cual secretario del partido y de enviar a Fulano de tal a reemplazarlo. A finales de 1922, hubo pocos dirigentes del partido, incluidos los miembros del Politburó, a los que Stalin no tuviera bajo vigilancia. Con el pretexto de apoyar la ortodoxia leninista, Stalin pudo así reunir información sobre todos sus rivales, lo que no excluía muchas cosas que deberían haberse mantenido en secreto y que él pudo utilizar para asegurarse su lealtad.
Mientras Lenin se recuperaba de su ataque, Rusia estuvo gobernada por el triunvirato (Stalin, Kámenev y Zinóviev) que había surgido como un bloque anti-Trotski durante el verano de 1922. Los tres se reunían antes de las sesiones del partido para acordar su estrategia e instruir a sus seguidores sobre cómo votar. Kámenev sentía desde hacía tiempo gran simpatía por Stalin: habían estado juntos en el exilio en Siberia y Stalin había salido en su defensa cuando Lenin intentó expulsarlo del partido por su oposición al golpe de octubre. Kámenev tenía ambiciones de dirigir el partido y eso lo había llevado a aliarse con Stalin en contra de Trotski, al que consideraba la amenaza más seria. Puesto que Trotski era el cuñado de Kámenev, eso significaba anteponer la facción política a la familia. Por lo que se refiere a Zinóviev, apreciaba poco a Stalin, pero su odio por Trotski era tan intenso que se habría aliado con el diablo si le hubiera asegurado la derrota de su enemigo. Ambos hombres pensaban que estaban utilizando a Stalin, al que consideraban un mediocre, para promover sus propias pretensiones a la dirección, pero en realidad Stalin los estaba utilizando y, una vez que Trotski hubo sido derrotado, se aplicaría a la tarea de destruirlos.
El 25 de mayo de 1922, Lenin sufrió su primer ataque de importancia (...). En palabras de su hermana, que lo cuidaría hasta su muerte, Lenin se dio cuenta entonces de «que todo se había acabado para él». Suplicó a Stalin que le proporcionara veneno para suicidarse.
En septiembre, Lenin se había recuperado y había regresado al trabajo. Ya entonces sospechaba de las ambiciones de Stalin y, en un esfuerzo por contrarrestar su creciente poder, propuso nombrar a Trotski como su delegado en el Sovnarkom. Los seguidores de Trotski siempre han afirmado que esto habría convertido a su héroe en el heredero de Lenin, pero de hecho muchas personas consideraban ese puesto un cargo de menor importancia (el poder estaba concentrado en los órganos del partido más que en los del Gobierno) y sin duda por esta razón Stalin se sintió feliz votando a favor de la resolución de Lenin en el Politburó. De hecho, el propio Trotski fue el que más se opuso a ella escribiendo en su papeleta de voto: «Me niego categóricamente». Pretendió que sus objeciones se debían a que ya había criticado el puesto inicialmente, cuando se había creado, en el mayo anterior. Después también afirmó que había rechazado el puesto sobre la base de que era judío y eso podía echar leña al fuego de la propaganda de los enemigos del régimen, pero su negativa se debió probablemente al hecho de que pensaba que estaba por debajo de sus posibilidades el ser simplemente un «presidente de los delegados».
Esto no significa que Lenin compartiera esta pobre visión del trabajo del Sovnarkom. Ni significa que, en palabras de la hermana de Lenin, se lo ofreciera a Trotski simplemente como un «gesto diplomático» para compensar el hecho de que «Ilich estaba del lado de Stalin». Lenin siempre había otorgado más valor al trabajo del Sovnarkom que al del mismo partido. El Sovnarkom era la niña de sus ojos, era donde concentraba todas sus energías, hasta el punto de que, sorprendentemente, llegó a dejar de lado la vida del partido. «Debo admitir que no estoy familiarizado con la escala de la labor de "nombramientos" del Orgburó», confesó a Stalin en octubre de 1921. Esa fue la tragedia de Lenin. Durante sus últimos meses de política activa, cuando se ocupó del problema del poder creciente de los órganos dirigentes del partido, fue considerando al Sovnarkom cada vez más como una forma de dividir el poder entre el partido y el Estado. Pero el Sovnarkom, como sede personal del poder de Lenin, estaba condenado a entrar en decadencia a medida que este enfermaba y se retiraba de la política. Incluso con Trotski sustituyéndolo como presidente, casi con certeza era demasiado tarde para detener el tránsito del poder hacia los órganos del partido en manos de Stalin. Y Trotski debía de saberlo.

Cartel de 1931 de propaganda rusa, soviética y comunista que dice lo siguiente: «Estamos construyendo una flota de dirigibles en nombre de Lenin». Crédito: Gustav Klutsis / Getty Images.
Las sospechas que Lenin sentía hacia Stalin se acentuaron cuando, en octubre, este último le propuso expulsar a Trotski del Politburó en castigo por su arrogante rechazo del puesto en el Sovnarkom. Para Lenin quedó claro, cuando se familiarizó con las actividades del triunvirato, que estaba actuando como un grupo gobernante y que pretendía apartarlo del poder. Esto fue confirmado cuando Lenin descubrió que, en cuanto se retiraba de las reuniones del Politburó, cosa que a menudo tenía que hacer pronto a causa del agotamiento, el triunvirato aprobaba resoluciones vitales de las que él solo se enteraba al día siguiente. Lenin ordenó entonces (el 8 de diciembre) que las reuniones del Politburó no duraran más de tres horas y que todos los asuntos que quedaran sin resolver fueran aplazados hasta el día siguiente. Al mismo tiempo, o así lo aseguró más tarde Trotski, Lenin se le acercó con un ofrecimiento para unirse a él en un «bloque contra la burocracia», queriendo dar a entender con esto una coalición contra Stalin y su base de poder en el Orgburó. La interpretación de Trotski es verosímil. Esto, después de todo, sucedió en vísperas de que se redactara el testamento de Lenin, que se ocupaba principalmente del problema de Stalin y de su control sobre la burocracia. Trotski ya había criticado a la burocracia del partido, al Rabkrin y al Orgburó en particular, y sabemos que Lenin compartía su oposición a Stalin tanto en relación con el comercio exterior como en la cuestión georgiana. En resumen, parece que hacia mediados de diciembre Lenin y Trotski se estaban uniendo contra Stalin. Y entonces, repentinamente, la noche del 15 de diciembre, Lenin sufrió su segundo ataque grave.
Stalin se hizo cargo inmediatamente de los médicos de Lenin y, con el pretexto de acelerar su recuperación, obtuvo del comité central una orden que le permitía mantenerlo «aislado» de la política restringiendo sus visitas y su correspondencia. «Ni amigos ni los que están cerca de él —rezaba una orden ulterior del Politburó del 24 de diciembre— están autorizados para dar a Vladímir Ilich ninguna noticia política, puesto que esto podría hacerle reflexionar y excitarse». Confinado en su silla de ruedas, y con el permiso para dictar solo durante «cinco o diez minutos al día», Lenin se había convertido en el prisionero de Stalin. Sus dos principales secretarias, Nadezhda Allilúyeva (la esposa de Stalin) y Lydia Fotieva, informaban a Stalin de todo lo que decía. Lenin, evidentemente, no lo sabía, como los acontecimientos posteriores iban a revelar. Stalin, mientras tanto, se convirtió en un experto en medicina y ordenó que le enviaran manuales. Llegó a la convicción de que Lenin moriría pronto y manifestó un abierto desprecio hacia él. «Lenin kaput», dijo a sus colegas en diciembre. Las palabras de Stalin llegaron a Lenin a través de María Uliánova. «Todavía no me he muerto —le dijo su hermano a María—, pero ellos, dirigidos por Stalin, ya me han enterrado». Aunque Stalin basaba su reputación en su especial relación con Lenin, sus sentimientos reales hacia él quedaron de manifiesto en 1924, cuando, habiendo tenido que esperar todo un año para que se consumiera y muriera, se oyó que murmuraba: «¡No se podía ni siquiera morir como un verdadero líder!». De hecho, Lenin podía haber muerto mucho antes. Hacia finales de diciembre estaba tan frustrado con las restricciones impuestas a sus actividades que una vez más pidió veneno para acabar con su vida. Según Fotieva, Stalin se negó a proporcionárselo. Pero, sin duda, poco después llegó a lamentarlo, porque en los breves intervalos en que se permitía trabajar a Lenin este dictó una serie de notas para el futuro Congreso del Partido en las que condenaba el creciente poder de Stalin y pedía su destitución.
Aunque Stalin basaba su reputación en su especial relación con Lenin, sus sentimientos reales hacia él quedaron de manifiesto en 1924, cuando, habiendo tenido que esperar todo un año para que se consumiera y muriera, se oyó que murmuraba: «¡No se podía ni siquiera morir como un verdadero líder!».
Estas notas fragmentarias, que más tarde llegaron a ser conocidas como «el testamento de Lenin», fueron dictadas a breves intervalos (algunas de ellas, por teléfono a una taquígrafa que estaba sentada en la habitación de al lado con un par de auriculares) entre el 23 de diciembre y el 4 de enero. Lenin ordenó que se mantuvieran en el más estricto de los secretos guardándolas en sobres sellados que solo debían ser abiertos por él mismo o por Krúpskaya; sin embargo, sus secretarias eran también espías de Stalin y le mostraron las notas. A lo largo de estos últimos escritos hace acto de presencia una abrumadora sensación de desesperación por el sendero que había tomado la revolución. El estilo frenético de Lenin, su hipérbole y su repetición obsesiva, delatan una mente que no solo se estaba deteriorando por la parálisis, sino que también era víctima de una tortura, quizá por la idea de que la única meta hacia la que se había dirigido durante las últimas cuatro décadas había resultado ser una equivocación monstruosa. En esos últimos escritos Lenin aparece angustiado por el atraso cultural de Rusia. Era como si reconociera, quizá solo ante sí mismo, que los mencheviques habían tenido razón, que Rusia no estaba preparada para el socialismo puesto que sus masas carecían de la formación necesaria para tomar el lugar de la burguesía y que el intento de acelerar este proceso mediante la intervención del Estado estaba condenado a concluir en tiranía. ¿Fue esto lo que quería dar a entender cuando advirtió a los bolcheviques de que todavía era necesario que «aprendieran a gobernar»?
Las últimas notas de Lenin se ocupaban de tres problemas principales, con Stalin en cada una de ellos como el villano principal. El primero era el asunto de Georgia y la cuestión de qué tipo de tratado de unión debía firmar Rusia con sus fronteras étnicas. A pesar de sus propios orígenes georgianos, Stalin era el principal de entre aquellos bolcheviques a los que Lenin había criticado durante la guerra civil por su nacionalismo panruso. La mayoría de los partidarios de Stalin en el partido eran igualmente imperialistas en sus puntos de vista. Equiparaban la colonización, por parte de los obreros rusos, de los territorios fronterizos —de Ucrania especialmente— y la supresión de la población campesina nativa («nacionalistas pequeñoburgueses») con el avance del poder comunista. Como comisario para las Nacionalidades, Stalin propuso a finales de septiembre que las tres repúblicas no rusas que habían avanzado considerablemente en su constitución (Ucrania, Bielorrusia y Transcaucasia) se unieran a Rusia solo en calidad de regiones autónomas, dejando el peso del poder al Gobierno federal en Moscú. El «plan de autonomía», como llegaron a ser conocidas las propuestas de Stalin, habría restaurado la «Rusia unida e indivisible» del Imperio zarista. Eso no era en absoluto lo que Lenin se proponía cuando había asignado a Stalin la tarea de trazar los planes para una unión federal. Lenin subrayó la necesidad de apaciguar lo que él veía como quejas históricas justificadas de los no rusos contra Rusia concediéndoles el estatus de repúblicas «soberanas» (para los grupos étnicos más importantes) o «autónomas» (para los más pequeños), con amplias libertades culturales y el derecho formal (valiera lo que valiese) de separarse de la unión.

Lenin proclama el poder soviético frente a revolucionarios armados durante el asalto al Palacio de Invierno de 1917. Pintura del año 1925 de Vladimir Alexandrovich Serow, en la cual faltan Stalin y Trotsky (en el original se hallan detrás de Lenin). Crédito: Getty Images.
Los planes de Stalin fueron objeto de la amarga oposición de los bolcheviques georgianos, cuyos intentos de construir su propia y frágil base política dependían de la concesión de estos derechos nacionales. Ya en marzo de 1922, Stalin y su paisano georgiano Ordzhonikidze, presidente del Buró del Cáucaso —establecido en Moscú—, habían obligado a Georgia, en buena medida contra la voluntad de sus dirigentes, a unirse con Armenia y Azerbaiyán en una Federación Transcaucásica. A los dirigentes de Georgia les pareció que Stalin y su esbirro estaban tratando a Georgia como su feudo y pasándolos por alto. Rechazaron el plan de autonomía y amenazaron con dimitir si Moscú lo imponía.
En este punto exactamente intervino Lenin. Para empezar, se puso del lado de Stalin. Aunque sus propuestas eran indeseables (Lenin impuso que se rechazaran en favor de la unión federal que más tarde llegó a ser conocida como el Tratado de la Unión Soviética, ratificado en 1924), los georgianos se habían equivocado al plantear ultimátums y así se lo hizo saber en un encolerizado telegrama enviado el 21 de octubre. Al día siguiente, todo el comité central del Partido Comunista Georgiano dimitió en señal de protesta. Nada similar había sucedido nunca antes en la historia del partido. Desde finales de noviembre, sin embargo, cuando Lenin estaba empezando a volverse contra Stalin en general, su posición cambió. Las nuevas noticias procedentes de Georgia le hicieron repensar la situación. Despachó una comisión investigadora a Tiflis encabezada por Dzerzhinski y Rykov, y por ella supo que, durante una discusión, Ordzhonikidze había golpeado a un prominente bolchevique georgiano (que lo había llamado «cabrón estalinista»). Lenin se sintió ofendido. Confirmó sus impresiones acerca de la creciente rudeza de Stalin y le hizo ver la cuestión georgiana bajo una luz diferente. En sus notas al Congreso del Partido del 30 y 31 de diciembre comparó a Stalin con el nacionalista ruso a la antigua usanza, un «canalla y un tirano» que solo podía subyugar y someter a las naciones pequeñas, tales como Georgia, mientras que lo necesario en los gobernantes de Rusia era una «profunda precaución, sensibilidad y disposición al compromiso» en relación con sus aspiraciones nacionales legítimas. Lenin llegó a afirmar que en una federación socialista los derechos de «las naciones oprimidas», como Georgia, deberían ser mayores que los de las «naciones opresoras» (es decir, Rusia) para así «compensar la desigualdad que se produce en la práctica habitual». El 8 de enero, en la que sería la última carta de su vida, Lenin prometió a la oposición georgiana que iba a defender su causa «con todo mi corazón».
Las últimas notas de Lenin se ocupaban de tres problemas principales, con Stalin en cada una de ellas como el villano principal. El primero era el asunto de Georgia (...); el segundo, los poderes crecientes de los órganos directivos del partido (...); el último, su preocupación era relativa a la sucesión y a una escisión entre Trotski y Stalin.
La segunda gran preocupación de Lenin en su testamento fue contrarrestar los poderes crecientes de los órganos directivos del partido, que ya se encontraban bajo el control de Stalin. Dos años antes, cuando su propio poder había sido supremo, Lenin había condenado las propuestas de los Centralistas Democráticos en favor de una mayor democracia y glásnost en el partido, pero ahora que Stalin era el gran dictador, Lenin presentó planes similares. Propuso democratizar el comité central añadiendo entre cincuenta y cien nuevos miembros reclutados entre los obreros y campesinos ordinarios que estuvieran en los órganos inferiores del partido. Para responsabilizar más al Politburó también sugirió que el comité central debía tener el derecho a asistir a todas sus reuniones y a inspeccionar sus documentos. Además, la Comisión Central de Control, unida con el Rabkrin y renovada con trescientos o cuatrocientos obreros, debería tener el derecho de controlar los poderes del Politburó. Estas propuestas fueron un último esfuerzo (similar en muchos aspectos a la perestroika de Gorbachov) para salvar la brecha cada vez más amplia entre los jefes del partido y las bases, para democratizar la dirección, para hacerla más abierta y eficiente, sin debilitar el control general que el partido ejercía sobre la sociedad.

Lenin portando en alto un ejemplar del periódico Pravda. Al fondo, el acorazado Aurora, desde el que se dispararon los primeros disparos de la Revolución de Octubre de 1917. Crédito: Getty Images.
La última cuestión de los escritos postreros de Lenin (y, de lejos, también la más explosiva) era la relativa a la sucesión. En sus notas del 24 de diciembre, Lenin expresaba su preocupación acerca de una escisión entre Trotski y Stalin (en parte era por esta razón por lo que había propuesto ampliar las dimensiones del comité central) y, como si tratara de recalcar su preferencia por una dirección colectiva, señalaba los defectos de los dirigentes más importantes del partido. Kámenev y Zinóviev habían quedado comprometidos por haberse opuesto a él en octubre; Bujarin era «el favorito de todo el partido, pero sus puntos de vista teóricos solo con reservas podían ser clasificados como marxistas»; en cuanto a Trotski, era «personalmente quizá el hombre más capaz del actual comité central, pero había desplegado una excesiva seguridad en sí mismo y mostrado una preocupación desmesurada por el aspecto puramente administrativo del trabajo». Con todo, las críticas más devastadoras de Lenin quedaron reservadas para Stalin, quien, tras haberse convertido en secretario general, había «acumulado un poder ilimitado en sus manos; además, no estoy seguro de que siempre sabrá cómo utilizar este poder con la suficiente precaución». El 4 de enero Lenin añadió la siguiente nota:
Stalin es demasiado rudo y este defecto, aunque bastante tolerable en nuestro medio y en el trato entre comunistas, se hace intolerable en un secretario general. Por esta razón sugiero que los camaradas piensen en una forma de destituir a Stalin de ese puesto y reemplazarlo por alguien que tenga solo una ventaja sobre el camarada Stalin, a saber, la de una tolerancia mayor, la de una mayor lealtad, la de una mayor cortesía y consideración hacia los camaradas, la de un talante menos caprichoso, etcétera.
Lenin estaba dejando claro que Stalin tenía que marcharse.
La resolución de Lenin quedó fortalecida a inicios de marzo, cuando se enteró de un incidente que había tenido lugar entre Stalin y Krúpskaya varias semanas antes, pero que se le había mantenido en secreto. El 21 de diciembre Lenin había dictado a Krúpskaya una carta dirigida a Trotski felicitándolo por su éxito en la batalla contra Stalin sobre el monopolio del comercio exterior. Los informadores de Stalin le hablaron de la carta, que aprovechó como prueba del «bloque» que estaba formando Lenin con Trotski en su contra. Al día siguiente telefoneó a Krúpskaya y, tal como ella señaló, la sometió «a una tormenta de groseros insultos», afirmando que había roto las reglas del partido en relación con la salud de Lenin (aunque los doctores habían autorizado que la dictara) y amenazando con comenzar una investigación sobre ella que llevaría a cabo la Comisión Central de Control. Al parecer, cuando colgó el teléfono, Krúpskaya palideció, sollozó histéricamente y se derrumbó en el suelo. El reinado de terror de Stalin había comenzado. Cuando por fin se comunicó a Lenin este incidente, el 5 de marzo, dictó una carta a Stalin exigiendo que se disculpara por su «rudeza» y avisando de que, de lo contrario, se arriesgaba a una «ruptura de relaciones entre nosotros». Stalin, a quien el poder había convertido en un ser completamente arrogante, apenas pudo disimular su desprecio hacia el Lenin moribundo en su desagradable respuesta. Krúpskaya, le recordó, «no solo es tu esposa, sino mi antigua camarada de partido». En su «conversación» no había sido «rudo» y todo el incidente no fue más «que un estúpido malentendido [...]. Sin embargo, si consideras que por la preservación de las "relaciones" debo "retirar" las palabras anteriores, puedo retirarlas, aunque no llego a entender cuál es la supuesta razón para todo esto o en qué he cometido una "falta" o qué, exactamente, se exige de mí».
Vladímir Ilich se agitaba, intentaba hablar, pero las palabras no le venían a la cabeza y solo podía decir: «Oh, infierno, oh, infierno. La antigua enfermedad ha regresado». Tres días después Lenin sufrió su tercer ataque grave.
Lenin se sintió muy afectado por el incidente. Enfermó de la noche a la mañana. Uno de sus médicos describió su condición el 6 de marzo: «Vladímir Ilich yace con un aspecto de deterioro, con una expresión aterrorizada, con los ojos tristes y una mirada interrogante, con lágrimas que se deslizan por su rostro». Vladímir Ilich se agitaba, intentaba hablar, pero las palabras no le venían a la cabeza y solo podía decir: «Oh, infierno, oh, infierno. La antigua enfermedad ha regresado». Tres días después Lenin sufrió su tercer ataque grave. Le privó de la capacidad de hablar y, por lo tanto, de contribuir a la política. Hasta su muerte, diez meses más tarde, solo pudo balbucir sílabas sueltas: «Vot, vot» («Aquí, aquí») y «S'ezd, s'ezd» («Congreso, congreso»).
En mayo, Lenin fue trasladado a Gorki, donde se puso a su disposición un equipo de doctores. Cuando hacía buen tiempo se sentaba en el exterior. Allí, un sobrino lo encontró un día «sentado en su silla de ruedas con una blusa blanca de verano de cuello abierto [...]. Una gorra bastante vieja le cubría la cabeza y el brazo derecho descansaba de una forma un tanto carente de naturalidad en su regazo. Apenas se dio cuenta de que estaba allí, aun cuando era bastante visible en medio del claro». Krúpskaya le leía (Gorki y Tolstói le proporcionaban el mayor consuelo) e intentaba en vano enseñarle a hablar. En septiembre, con ayuda de un bastón y de un par de botas ortopédicas, pudo volver a caminar. A veces se movía con su silla de ruedas por los alrededores; comenzó a leer periódicos enviados desde Moscú y, con la ayuda de Krúpskaya, aprendió a escribir un poco con la mano izquierda. Bujarin lo visitó en otoño y, como relató más tarde a Borís Nikolaevski, encontró a Lenin profundamente preocupado por la cuestión de quién iba a sucederle y por los artículos que no podía escribir. Pero no existía ninguna posibilidad de que regresara a la política. Lenin, el político, ya había muerto.
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