¿Mademoiselle Chanel?: el día en que Balenciaga conoció a Coco
Gabrielle Chanel quería pasar a la historia; Cristóbal Balenciaga, que su nombre muriera con él. Gabrielle Chanel dijo que quería ser copiada; Cristóbal Balenciaga hizo todo lo posible para evitar que le copiasen. Gabrielle Chanel se inventó su biografía; Cristóbal Balenciaga nunca ocultó sus orígenes. Las diferencias entre ambos son notables, pero algo les unía por encima de todo: el talento y la genialidad. Coincidiendo con el estreno en Disney+ de la miniserie que narra la vida del prestigioso modista vasco (enero de 2024), reproducimos un extracto del libro «El enigma Balenciaga» (Plaza & Janés), un texto en el que la autora de la obra, la periodista María Fernández-Miranda, recrea el momento en que se conocieron -en 1917, en el Gran Casino de San Sebastián, entre humo y timbas- dos de los diseñadores de moda más destacados de todos los tiempos.

La diseñadora francesa Coco Chanel en una imagen de los años 50. Crédito: Getty Images.
El mundo lleva tres años sumido en un sangriento conflicto bélico, pero entre la burguesía y la aristocracia de San Sebastián nadie parece querer darse cuenta de ello: las tertulias de los cafés y las carreras del hipódromo están rebosantes de vida. Ese ambiente de carpe diem auspiciado por la neutralidad de España ante la Primera Guerra Mundial es el que se encuentra Cristóbal Balenciaga a su regreso a la ciudad, tras haber pasado un tiempo trabajando en una sastrería de Burdeos. Este chico de veintidós años tiene poco que ver con el niño que acompañaba a su madre a hacer recados por las calles de Guetaria; ahora entiende el idioma francés y también entiende las tripas de la alta costura. De sus viajes a París se ha traído algunos modelos de los diseñadores a los que admira para deshacerlos de arriba abajo y así poder analizarlos en detalle, igual que el entomólogo disecciona los insectos bajo su lupa. Hay una modista que le tiene especialmente obsesionado: se llama Gabrielle Chanel, se la conoce con el apodo de Coco y dicen que, gracias a ella, las mujeres de la côte basque se dejan ver por los paseos marítimos libres de corsé e insólitamente ataviadas con chaquetas de punto y blusas de marinero.
Estamos en la puerta del Gran Casino de San Sebastián, justo en la fachada que da a los jardines de Alderdi Eder —y, tras ellos, a la bahía de la Concha—, durante una plácida noche de finales de septiembre en la que el verano se resiste a abandonar la ciudad. El joven Cristóbal lleva el pelo repeinado hacia atrás y viste blazer, zapatos bicolor y un elegante sombrero. Es un hombre de 1,80 metros de estatura, atractivo y prometedor, que acaba de abrir su primera casa de costura en la ciudad, en el número 2 de la calle Vergara, bajo la sencilla denominación C. Balenciaga. Su hermana Agustina le ha ayudado a buscar empleados y, ante cada uno de ellos, él se ha mostrado firme, confiado en su propio talento.
—Dame un cuerpo imperfecto y lo haré perfecto —les repite como un mantra.
Y suele añadir, con determinación:
—Una mujer no tiene la necesidad de ser bella para llevar mis vestidos: el vestido lo hará por ella.
¿Pero qué ha venido a hacer al casino a estas horas, siendo él tan serio y responsable, tan comprometido con su trabajo? Pues resulta que a sus oídos ha llegado el rumor de que Chanel, que lleva varias semanas presentando su última colección en el lujoso Hotel María Cristina, acude cada noche al establecimiento de juego para probar suerte al bacarrá acompañada por su inseparable hermana pequeña, Antoinette. Y Cristóbal, para qué negarlo, se muere de ganas de conocer a esa mujer que hoy tiene treinta y cuatro años y que empezó en el oficio a los veintisiete confeccionando sombreros gracias —según cuentan las malas lenguas— al apoyo financiero de su amante, un caballero inglés jugador de polo que responde al nombre de Boy Capel. «Pensaba que te daba un juguete y te he dado la libertad», dicen que le dijo Boy a Coco al asistir al despegue del atelier parisino de la rue Cambon, al que han seguido las aperturas de las tiendas de Deauville y Biarritz, donde Gabrielle vende ahora vestidos a tres mil francos. Dicen, también, que entre todos sus locales esta costurera audaz tiene hoy contratadas a casi trescientas trabajadoras. ¡Una mujer, empresaria de éxito!
Sí, Cristóbal se muere de ganas de conocer a Mademoiselle, la couturière que ha plantado cara a la rigidez de las siluetas de los grandes nombres de la alta costura parisina: Worth, Paquin, Doucet… De modo que entra en el casino con paso decidido, cruzando por delante de la orquesta que toca en la terraza como si el mundo fuera un lugar libre de desgracia. Deja atrás el café y los billares, y sube la majestuosa escalera de mármol blanco, alumbrada por una ristra de farolas de bronce. En el piso superior se localizan los salones de juego, que están vetados a los donostiarras y son territorio exclusivo de los foráneos, pero Balenciaga, acostumbrado ya a no rendirse fácilmente, ha recurrido a la intercesión de un amigo jesuita bien conectado para que el director del casino le permita acceder. El religioso le ha hecho ese favor no sin antes advertirle de que tenga cuidado con Coco Chanel, cuyos hábitos —le susurra al oído— parecen alentados por el mismo demonio…
Conocemos su obra, no a él (hasta ahora)
El caso es que Cristóbal logra pasar sin problema a los salones de juego. Deambula entre las risotadas de un grupo de jugadores extranjeros que celebran un golpe de buena suerte. Y entonces la ve. Allí, a lo lejos, con las cartas en una mano y el cigarrillo en la otra, una mujer diferente a todas. Para empezar, su peinado es escandaloso: lleva el pelo oscuro cortado al estilo garçonne, igual que la irreverente escritora Colette. Su piel está bronceada, como si quisiera imitar a las campesinas más humildes en vez de a esas aristócratas tan preocupadas por preservar la blancura de su tez. Por si eso fuera poco, el largo de su vestido deja los tobillos al aire, y su cintura apenas se adivina bajo la tela holgada. Sobre su pecho reposan varias vueltas de un larguísimo collar de perlas mezclado con algunas piezas que parecen de bisutería. Ella viste como le da la gana porque no teme a nada ni a nadie, está habituada a codearse con los personajes más rompedores de la esfera cultural parisina; hace solo unos meses que ha entablado amistad con Pablo Picasso, su alter ego en el mundo de la pintura a decir del poeta Jean Cocteau.
¿Se atreverá Cristóbal a hablar con ella? ¿Se atreverá a iniciar una conversación con la temible Mademoiselle?
¿Y por qué no? ¿Acaso no es él también, a pesar de su juventud, un modista que empieza a cosechar éxitos al alcance de muy pocos, acaso no ha sido llamado al Palacio de Miramar para probarle una de sus creaciones a la mismísima reina María Cristina? ¿Por qué habría de amilanarse?

Cristóbal Balenciaga en una fotografía de 1952. Crédito: Getty Images.
En esas está cuando Coco se levanta. La diseñadora cruza el salón dando zancadas, justo en la dirección en la que Cristóbal permanece parado, con su sombrero entre las manos. Igual que un día tuvo el arrojo de pedirle a la marquesa de Casa Torres que le dejara copiar su vestido comprado en París, hoy reúne el valor suficiente para interpelar a Gabrielle, la más revolucionaria entre los nuevos nombres de la costura y también —según le han contado— una de las más malhumoradas. Le habla en su torpe pero apto francés.
—¿Mademoiselle Chanel?
Ella se detiene y le mira de frente, dirigiendo hacia él su nariz recta y su barbilla altiva. Sus ojos son negros y chispeantes, y tiene los pómulos marcados. Es guapa sin estridencias, pero sobre todo es carismática.
—Sí, soy yo, ¿qué desea?
—Me llamo Cristóbal Balenciaga, permítame que le exprese la admiración que siento por su moda.
Gabrielle le corrige, enarcando las cejas con fastidio:
—Ah, no, no, monsieur. Los demás siguen una moda, yo creo un estilo. La moda está diseñada para que la maten. Por Dios, ¡si la moda es la única cosa que envejece más rápido que las mujeres! Mis creaciones, sin embargo, permanecerán cuando yo ya no esté aquí, no tenga ninguna duda de ello.
Chanel viste como le da la gana porque no teme a nada ni a nadie, está habituada a codearse con los personajes más rompedores de la esfera cultural parisina; hace solo unos meses que ha entablado amistad con Pablo Picasso, su alter ego en el mundo de la pintura.
Él sonríe con timidez y asiente ante la perorata de su interlocutora. Carraspea.
—Verá, acabo de abrir mi propia casa en San Sebastián. Tengo previsto presentar mi primera colección el año que viene y…
Chanel no le deja terminar la frase.
—Pues le deseo suerte y, sobre todo, ambición. Fíjese: ambición es una palabra que no temo emplear y usted tampoco debería huir de ella.
Cristóbal trata de retomar su discurso. Quiere impresionarla.
—Lo cierto es que me gustaría cambiar la visión de las cosas, igual que ha hecho usted al eliminar… digamos las tonterías de la ropa de la mujer. Si me permite que le confiese un secreto, no hay nada que me moleste más que lo cursi.
Ahora Chanel relaja el gesto, dispuesta a bromear.
—Le comprendo. Una mujer elegante tiene que poder ir a la compra sin dar risa a las amas de casa. Ya se sabe que el que ríe siempre tiene razón, ¿no es así?
A continuación se pone seria de nuevo, hace una pausa un tanto melodramática, mira a lo lejos —como si tuviera a un gran auditorio pendiente de sus palabras— y vuelve a hablar:
—Verdaderamente pienso que un vestido que no resulta cómodo es un fracaso. Un vestido no es un vendaje. Está hecho para ser llevado. Se lleva con los hombros. Un vestido tiene que colgarse de los hombros, eso es. —Le da un toquecito en el brazo, como para dar la conversación por finalizada—. Espero que volvamos a vernos, monsieur.
Gabrielle continúa su camino y Cristóbal la sigue con la mirada, detectando un detalle en el que no había caído antes: su vestido tiene bolsillos. La modista, que es más bien pequeña de estatura, mete las manos en ellos con indiferencia, en un gesto muy masculino. Allá va una mujer imparable escapando de su sino de niña pobre abandonada en un convento. Y quien la mira también está en proceso de burlar lo que el destino había deparado para él, pues definitivamente ya nunca patroneará un barco como su padre ni tampoco abrazará el sacerdocio como su tío, pero en cambio está casi listo para entrar en el olimpo de los dioses de la moda.
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