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¿Qué pasó (y qué está pasando) con Venezuela?
Mezcla de ensayo, relato de viaje y crónica periodística, el libro «Venezuela. Ensayo sobre la descomposición» (Debate) analiza las tres grandes crisis que llevaron al declive de este país: la económica, que redujo el PIB a un cuarto de lo que era y expulsó a siete millones de personas; la social, que convirtió a la cuna del socialismo del siglo XXI en uno de los más desiguales de la región; y la política, que mantiene a la nación en el fino alambre que separa las democracias de las dictaduras. Para escribir esta obra, su autor, el periodista y politólogo argentino José Natanson, viajó a Venezuela y conversó tanto con la gente en la calle como con políticos y analistas. ¿Quién es el responsable de la crisis? ¿Cuánto influyó el acoso de Estados Unidos? ¿Hasta dónde llegan las violaciones a los derechos humanos? ¿Chávez y Maduro son lo mismo? Y, en definitiva: ¿Qué pasó con Venezuela? Para tratar de responder a estas preguntas, LENGUA publica a continuación un extracto de largo alcance: el texto que sigue es el epílogo actualizado por el propio autor para la nueva edición de enero de 2025, escrito cuando ya ha podido reflexionar con perspectiva sobre todo lo que sucedió tras las elecciones presidenciales de Venezuela del 28 de julio de 2024, comicios que dejaron un futuro aún más incierto en un país profundamente fragmentado.
Por José Natanson

Caracas, Venezuela, el 25 de julio de 2024. El presidente y candidato presidencial venezolano, Nicolás Maduro, y su esposa, Cilia Flores, saludan a sus partidarios en su mitin de cierre de campaña tres días antes de las elecciones presidenciales del domingo 28. Crédito: Getty Images.
El 28 de julio, finalmente, se concretaron las elecciones presidenciales.
La misma noche de los comicios, ya tarde, el presidente del Consejo Nacional Electoral anunció un primer resultado —la supuesta victoria de Nicolás Maduro con un 54%— y cinco días después otro, que esta vez detallaba hasta el último voto, pero que no pudo justificar ni probar. El CNE no ofreció datos desagregados por mesa y centro de votación, como había hecho en todas las elecciones anteriores (cuando escribo este epílogo, varios meses después, no se sabe, por ejemplo, qué candidato ganó en cada estado). No abrió las urnas para la verificación de los representantes de la oposición y se limitó a denunciar un ataque cibernético desde Macedonia del Norte, sin mostrar pruebas y a pesar de que, dado que la información se transmitía por líneas directas ajenas a Internet, el sistema era seguro.
El PSUV no publicó las actas, como sí había hecho por ejemplo en las presidenciales de 2013, cuando la oposición denunció un fraude y era el chavismo el que defendía su triunfo. Pero esta vez, en una operación astuta que sorprendió a muchos, la oposición creó una web de consulta abierta a la que fue subiendo las fotos de las actas de sus testigos de mesa hasta reunir el 83,5% del total, y que arrojaba una victoria de Edmundo González Urrutia con un 67%, frente al 30% de Maduro. Aunque el chavismo intentó desacreditar por varios medios esta información, diferentes auditorías parciales mostraron que las actas eran reales. Por otro lado, los dos organismos independientes que participaron como observadores pusieron objeciones a los resultados anunciados por el CNE: el Centro Carter, convocado por el propio chavismo, afirmó que la elección «no puede considerarse democrática» (la jefa de la misión, Jennie Lincoln, aseguró que el ganador fue el candidato opositor). Los integrantes del panel de expertos de la ONU estuvieron de acuerdo.
Unos días después, Maduro se presentó ante el Tribunal Supremo de Justicia para elevar un «recurso contencioso electoral» (como se preguntó el candidato Enrique Márquez: «¿Contra quién concurre el presidente? ¿Contra su propia proclamación?») En todo caso, sirvió para quitarle la braza ardiente del resultado indemostrable al CNE y llevarlo al máximo órgano judicial, cuyos integrantes responden a Maduro (la presidenta es una conocida militante chavista) y cuyos dictámenes son inapelables. El TSJ citó a los candidatos, pidió información, realizó un peritaje televisado en el que los funcionarios por algún motivo usaban mascarillas… y finalmente ratificó el triunfo de Maduro. Pero siguió sin poder mostrar los resultados tabulados y no dio a conocer las actas Como dijo el presidente Gabriel Boric, «difícil de creer».
¿Por qué se llegó a esta situación? ¿Por qué Maduro, al que en el pasado no le había temblado la mano a la hora de cambiar fechas, proscribir candidatos o inhabilitar partidos, dejó que las cosas llegaran a ese punto? Una serie de errores de cálculo parece ser la respuesta: seguramente el gobierno esperaba un panorama más parecido al de las presidenciales de 2018, con la oposición dividida y desmoralizada; no anticipó que las fuerzas opositoras se mantendrían unidas y que, a pesar de las trabas, lograrían realizar una interna multitudinaria. No imaginó que la elegida sería la más radical de sus referentes, María Corina Machado, ni que la candidata, que en el pasado había defendido el abstencionismo, se mantendría en la ruta electoral, designando primero a una reemplazante que fue proscrita sin mayores explicaciones, y finalmente a González Urrutia. Aprendiendo de los errores del pasado, esta vez la oposición, bajo el liderazgo de Machado, que por momentos pareció adquirir tonalidades mesiánicas al estilo de Carlos Andrés Pérez o el mismo Chávez, logró sortear uno a uno los obstáculos que le tendía el oficialismo.
Probablemente Maduro imaginó que la recuperación económica y la estabilización de los últimos dos o tres años alcanzarían para una victoria, aunque fuera ajustada, y cuando llegó el día de las elecciones se encontró con una sorpresa que no esperaba. Pero no se quedó quieto. El chavismo tiene muchos problemas, pero nadie podrá negarle velocidad de reacción y, una vez definida una estrategia, la capacidad de encolumnarse detrás de ella. Decidido a no entregar el poder, el dispositivo oficialista, ya purgado de disidencias, cerró filas. Y al hacerlo cruzó un nuevo límite, le dio una vuelta más al torniquete autoritario que analizamos en las páginas anteriores. Sucede que, aunque había concretado todo tipo de atropellos institucionales, el régimen bolivariano nunca había cometido fraude en una elección presidencial: nunca había pasado que los venezolanos ingresaran algo en las urnas y que de ahí saliera otra cosa.

Aragua, Venezuela, 18 de mayo de 2024. El candidato presidencial de la oposición, Edmundo González Urrutia, de la Coalición Plataforma Unitaria, hace gestos a sus partidarios mientras la líder de la oposición, María Corina Machado, habla durante un mitin. Crédito: Getty Images.
Las elecciones del 28 de julio pusieron en crisis a la izquierda latinoamericana. Boric cuestionó abiertamente los resultados, en tanto que Lula y Gustavo Petro —y un poco más ambiguamente López Obrador— reclamaron que el CNE mostrara un conteo detallado (lo mismo hizo Cristina Kirchner, «por el legado de Chávez»). Con intereses muy concretos en Venezuela, Lula y Petro intentaron reencauzar la situación institucional, pero no lo lograron. Y nada hace pensar que puedan conseguirlo. El aislamient internacional no es razón suficiente para convencer a Maduro, que cuenta con una red de aliados importantes (si el gobierno no cayó entre 2017 y 2020, con las sanciones de Estados Unidos en su punto más duro, el Grupo de Lima presionando desde América Latina y la crisis económica agravándose, ¿por qué habría de caer ahora?). Por otro lado, las marchas convocadas por la oposición fueron masivas pero no apabullantes, y fueron menguando con el paso de los días, porque la emigración afectó su capacidad de movilización, por la represión oficial o porque los venezolanos no quieren repetir el escenario de conflicto social extremo de 2017 (no hay que descartar tampoco la importancia del apoyo silencioso brindado por el capital aportado en los últimos años por la Perestroika tropical de Maduro). Por último, la Fuerza Armada permaneció, como siempre, leal al Gobierno. En suma, los tres factore que podrían haber desencadenado un cambio político no se desencadenaron.
Así las cosas, todo sugiere una prolongación del statu quo: la economía podrá mejorar circunstancialmente, pero sobre las ruinas de una riqueza que ya nunca volverá. Algunos emigrados regresarán, pero la mayoría ya está rehaciendo su vida en otros países. Si se mantiene la estabilidad, la pobreza podrá reducirse u poco, pero en una estructura social definitivamente centroamericanizada. Quizás en algún momento oficialismo y oposición vuelvan a sentarse a una mesa de diálogo, pero será sobre una relación definitivamente rota. Con la decisión de falsear los resultados de las elecciones, el chavismo dio un paso más en el camino de desdemocratización y aceleró el proceso de descomposición de un país que ya no nunca volverá a ser lo que fue.