Día de Muertos: «Bajo el volcán» o cómo volver a la habitación del monstruo
Si hay una novela que le rinde honores al Día de Muertos, ésa es «Bajo el volcán»: ambientada esencialmente en ese día de 1938, el descenso etílico a los infiernos del ex cónsul británico Geoffrey Firmin en la ciudad de Cuernavaca es a la vez un despliegue de la fuerza vital y autodestructiva del siglo XX, de las técnicas narrativas más sofisticadas que lo acercan a nombres como Virginia Woolf y William Faulkner y un mapa de referencias a la tradición cultural occidental que lo vincula con James Joyce. Para Julián Herbert —tal como explica en este prólogo incluido en la edición actual de Literatura Random House y que LENGUA publica para celebrar este Día de Muertos—, todo eso es cierto pero también algo más: la novela del inglés Malcolm Lowry, una de las grandes obras del siglo XX, es el testimonio del doloroso regreso por el camino del arte a la habitación del monstruo original.
Por Julián Herbert

Malcolm Lowry en una escena del documental «VOLCANO: An Inquiry into the Life of Malcolm Lowry», de 1976, dirigida por Donald Brittain. Crédito: Getty Images.
Por JULIÁN HERBERT
En septiembre de 1968, en una entrevista concedida a María Josefina Tejeda para El Nacional de Caracas, José Revueltas hizo una declaración fervorosa e inequívoca: «Todavía no hemos llegado al nivel de la gran novela norteamericana o europea. ¿Qué gran novela mexicana hay comparable a Bajo el volcán de Malcolm Lowry? Yo sería el más ferviente admirador y subordinado de un Malcolm Lowry mexicano». La opinión me interesa por la evidente confluencia existencial entre ambos autores, en particular su periplo a través de la luz negra del alcohol, un milagro envenenado al que no soy ajeno. Pero también por lo que atañe al realismo dialéctico, esa «literatura del lado moridor» acerca de la cual Revueltas teorizó larga y confusamente, y en cuyas márgenes México aparece —entre otras muchas y agudas observaciones que vinculan lo político a lo sagrado— como símbolo de una experiencia espiritual llamada infierno.
La primera edición en español de Bajo el volcán —en la misma traducción que publica ahora Literatura Random House— apareció en 1964. Ignoro si Revueltas conoció la obra de Lowry antes de esa fecha, pero lo dudo. De ahí que me parezca relevante traer a colación el prólogo a la reedición de 1961 de Los muros de agua, donde el mexicano establece lowryanamente que: «La realidad debe ser ordenada, discriminada, armonizada dentro de una composición sometida a determinados requisitos. Pero estos requisitos tampoco son arbitrarios; existen fuera de nosotros; son, digámoslo así, el modo que tiene la realidad de dejarse que la seleccionemos.
La realidad tiene un movimiento interno propio, que no es ese torbellino que se nos muestra en su apariencia inmediata, donde todo parece tirar en mil direcciones a la vez. Tenemos entonces que saber cuál es la dirección fundamental, a qué punto se dirige. Dicho movimiento interno de la realidad tiene su modo, tiene su método, para decirlo con la palabra exacta (su "lado moridor", como dice el pueblo.) Este lado moridor de la realidad, en el que se la aprehende, en el que se la somete, no es otro que su lado dialéctico: donde la realidad obedece a un devenir sujeto a leyes, en que los elementos contrarios se interpenetran y la acumulación cuantitativa se transforma cualitativamente.»
Para Revueltas, como para el cónsul Geoffrey Firmin, el lado moridor que organiza la realidad y le confiere dimensión estética está investido de símbolos judeocristianos y de la tensa relación de estos con el caos primitivo; con la violencia y autodestrucción preternaturales. Si José —en El luto humano o en las primeras páginas de Los días terrenales— borda tal tesitura al amparo de metáforas bíblicas, para Malcolm serán la Divina Comedia y el Fausto de Marlowe la doble matriz simbólica de donde emerjan las imágenes siniestras que son leitmotiv de Bajo el volcán. La vida trágica —no existe otra— está determinada —parece decirnos Lowry— por un movimiento circular que nos devuelve una y otra vez no solo a los mismos lugares —Parián, Oaxaca, Quauhnáhuac—, sino sobre todo a las mismas representaciones plásticas de lo insondable: un perro callejero, un caballo herrado con el número siete, un indígena sombrerudo y moribundo, dos volcanes enamorados, una botella de tequila oculta entre las flores del jardín del Edén… «Veo que la tierra anda», dice el cónsul en el ápice de uno de los pasajes más hermosos y tétricos de la historia de la literatura, «estoy esperando a que pase mi casa por aquí para meterme en ella». Y el chiste, expuesto desde el estado de fiebre perfecta que insufla el aguardiente en las almas, logra sonar a condena.
Desde su recepción temprana, Bajo el volcán fue censurada por el crítico R. W. Flint debido a su second-handedness: su recurrencia a materia estética proveniente de otras obras clásicas de la literatura occidental. El juicio no solo me resulta severo, sino ante todo envejecido: en una cultura como la hipermoderna, tan afecta al refill y la parodia, la dialéctica operativa del realismo simbólico de Lowry rivaliza con otros experimentos contemporáneos, excediéndolos en extrañeza y densidad por su tratamiento crudo, casi sin vocación interpretativa, de lo que me atrevería a llamar exotismo hardcore si no lo considerase un retrato fidedigno de México.
Día de Muertos
Tal vez sea este peculiar ejercicio de palimpsesto sublime y aun solemne lo que hace tan auténtica la pátina de mexicanidad (entendida ésta como metonimia cultural y paradigma infernal, no en un sentido nacionalista) implementada por Lowry. A diferencia del de D. H. Lawrence, que confunde a los aztecas con una mascarada veneciana; o el de Graham Greene, cuyo catolicismo no logra diferenciar una política oficial de una idiosincrasia; o el de William Burroughs, quien nunca pretendió ser algo más que un turista despistado y punk-avant-la-lettre, el México que Malcolm Lowry consigue dibujar es verdadero no en un sentido histórico sino poético; porque su sentimiento de la realidad cotidiana está a la altura del mito y el misterio. Un botón: ¿qué superficie narrativa esbozaría con mayor profundidad este país que un veloz tratamiento del perpetuo temor a ser asesinados y/o desaparecidos por un policía corrupto?... Para la mayoría de quienes vivimos aquí, se trata de una recurrente pesadilla lúcida.
«El México que Malcolm Lowry consigue dibujar es verdadero no en un sentido histórico sino poético; porque su sentimiento de la realidad cotidiana está a la altura del mito y el misterio».
Existe por último una sincronía de la imaginación epistolar que me impele a evocar a Revueltas y Malcolm Lowry como colegas marineros en las procelosas aguas de lo que el primero de ellos bautizó como realismo dialéctico. En el prólogo de 1961 a Los muros de agua (escrito veinte años después de la publicación original de la obra, pero que por artes de la autoficción retroactiva se lee hoy como la primera pieza cronológica en el corpus de su autor) aparece consignada una carta que José envió a María Teresa, su mujer, desde un leprosario en Guadalajara en 1955. El texto —uno de los pasajes más rebozantes de pathos de la literatura mexicana— crea un efecto de metaficción que permite a Revueltas corregir su propia obra sin introducir en ella ningún cambio directo, amén de sentar las bases teóricas de su visión narrativa, del horror diferido que genera la realidad cuando es transformada en realismo por un punto de vista.
Paralelamente, en el primer capítulo de Bajo el volcán, Jacques Laruelle encuentra dentro del libro de teatro elizabethiano que le prestó hace más de un año el cónsul (y que ya nunca podrá ser devuelto a su dueño) una carta que Geoffrey escribió (pero jamás envió) a Yvonne antes de los sucesos narrados en la novela (el primer capítulo de Bajo el volcán sucede el Día de Muertos de 1939; los once restantes, el Día de Muertos de 1938). Cima de una desesperación demasiado articulada como para ser soportable, la carta del cónsul prefigura el regreso de Yvonne a Quauhnáhuac, la caída definitiva del protagonista derrotado por la nitidez de sus delirios, y el dolor colectivo de las traiciones íntimas apenas entredichas que involucran a Hugh, el medio hermano de Geoffrey, y al propio Laruelle. La misiva narra también un viaje a Oaxaca que se cuenta entre los pasajes más soberbios de la prosa de Lowry, y que culmina con esta cita ya clásica: «Y así, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno».
El tono del ficticio Firmin no difiere demasiado de lo que escribió el histórico Revueltas en su propia carta acerca de la manera en que los infantes del leprosario tapatío que visitó en 1955 se entretienen: «Los niños, para jugar, se ponen esas horribles máscaras de hule que, ahora me doy cuenta, no son sino de leprosos. ¿Dónde se puede ver que esto sea un juego y una diversión? Solo entre nosotros. Somos un país increíble. De demonios».
«Y así, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno».
Mi oficio me deparó dos sabios maestros, los mejores que un escritor de mi generación podía tener: David Huerta y Rafael Ramírez Heredia. Del primero aprendí lo que es la dicción en un poema. El segundo me enseñó prácticamente todo lo que sé acerca del punto de vista narrativo. En el caso de el Rayo, un matraz de sus lecciones era Bajo el volcán.
Observaba Rafael que la novela de Lowry arranca fuera de centro al menos en sus tres párrafos iniciales: aunque el primer capítulo está todo narrado en una tercera persona encarnada en M. Laruelle, esto solo es evidente a partir de la puesta en situación en el Casino de la Selva, junto al doctor Vigil. Los primeros pasajes —la descripción de la Sierra Madre, los volcanes y el trazo urbano— son proferidos por una voz en off omnisciente, un poco a la manera de las novelas del siglo XIX.
(A mí este inicio, con su mood plano secuencia que va de un wide shot a un medium close-up, siempre me ha recordado las primeras páginas de Rojo y negro de Stendhal, otra de mis novelas favoritas.)
¿Por qué eligió Malcolm Lowry entrar así en materia? La respuesta sencilla —es la que daba Rafael— es que esos párrafos son tan grandiosos y su eficacia narrativa es tanta que bien valen una diminuta traición a la técnica. Sin embargo, no es ésta la única ocasión en la que Lowry rompe la lógica interna de sus voces encarnadas: en el mismo primer capítulo hay un fugaz e innecesario desliz cognitivo de Laruelle a Hugh, y no son infrecuentes las ocasiones en que los capítulos atribuidos a la mente de Yvonne son intervenidos por pensamientos de Hugh o del cónsul. ¿Estoy siendo demasiado quisquilloso? Tal vez, pero es porque deseo llegar a un punto fundamental. Para lograrlo, me valdré de una digresión.
«¿Qué es lo que nos conmueve tanto del cónsul, este hombre incapacitado para algo tan elemental como ponerse los calcetines, un loco en llamas que se sienta a beber desde que Dios amanece con una fruición pusilánime y, sin embargo, heroica?»
Hace unos 25 años, en Guanajuato, Tomás Segovia era importunado en una conferencia por cierto profesor. El académico se quejaba de haber encontrado algún verso de diez o doce sílabas en la Égloga Tercera de Garcilaso. Con amorosa paciencia, Tomás le respondió algo como esto: «Solo caben dos opciones. La primera, no muy rara, sería que nuestra época cuente las sílabas del español de una manera diferente a la del toledano. La otra posibilidad, ésta sí asombrosa, sería que Garcilaso se haya equivocado un par de veces porque era capaz de contar octavas reales del natural, a primer golpe de oreja».
No creo que la técnica narrativa de Lowry sea perfectamente natural —no podría serlo: es una práctica diegética heredera de indagaciones cognitivas propias del siglo XX. Pero estoy convencido, sin embargo, de que su habilidad para interiorizar estas técnicas es más intuitiva y menos intelectual que la de la mayoría de los grandes narradores anglosajones de su período. Narrar en tercera persona encarnada utilizando alternativamente como escenario interior la conciencia de al menos cuatro personajes (Laruelle, Yvonne, el cónsul y Hugh) no es nada fácil, y menos aún si dichas interioridades deben equilibrar su coherencia cognitiva individual y la multiplicidad de sus evocaciones sociales-históricas con un telón de fondo simbólico construido a partes iguales por palimpsestos de pasajes centrales de la literatura clásica occidental y por una suerte de alegoría plástica enmarcada por los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl.
No es gratuito que la confección de Bajo el volcán haya tomado una década de la vida y gran parte de la cordura de Malcolm Lowry. Y aunque quizá su técnica de encarnación del punto de vista no tenga siempre la elegancia de —pongo por caso— William Faulkner o Virginia Woolf, la mixtura entre dicción poética tradicional y sentimiento de lo cotidiano que Lowry logra me resulta, no pocas veces, superior a la de estos autores. Y su capacidad para entroncar con la emoción trágica primitiva solo conoce, me parece, dos grandes rivales en la primera mitad del siglo XX: Thomas Mann y James Joyce.
«¿Qué significa releer Bajo el volcán a estas alturas de la historia, a estas alturas de la vida? Significa, para mí, volver a la habitación del monstruo original. Aceptar que la vida es una cárcel más horrenda y majestuosa que mi comprensión o mi voluntad.»
Es sabido y repetido que el autor concibió y ejecutó su obra maestra mientras era atravesado por el efecto fulmíneo del alcohol. Lo que se dice poco —quizá porque es menos heroico en apariencia; tal vez porque en ello subyace una tragedia más profunda— es que Lowry debió ponerse medianamente sobrio durante una larga época para dar forma definitiva a Bajo el volcán.
La temporada que pasó en la Columbia Británica en compañía y complicidad de Margerie Bonner, su segunda esposa, quien se emborrachaba con él pero también le conminaba a comer y escribir, fungiendo asimismo como pre-editora de muchas de sus páginas, representa el momento más alto de la escritura de Malcolm y también un periodo relativamente feliz de su existencia. Algo de lo que Geoffrey Firmin, su personaje, carece en la oscura noche de Quauhnáhuac. Y algo que, en última instancia, no fue para el autor británico un indulto; apenas si una condena temporalmente suspendida.
¿Qué es lo que nos conmueve tanto del cónsul, este hombre incapacitado para algo tan elemental como ponerse los calcetines, un loco en llamas que se sienta a beber desde que Dios amanece con una fruición pusilánime y, sin embargo, heroica? Hay una frase del recién finado Harold Bloom que resume la epifanía estética de los protagonistas shakesperianos, y que a mi juicio le viene al dedillo a Firmin: «El personaje se escucha a sí mismo por accidente». En la superficie, Geoffrey puede parecer un payaso místico (e inclusive en ese registro posee cierto aroma falstaffiano); sin embargo, en el transcurso de un día descubre —sin quererlo, la verdad— que el alcohol no es un compañero de viaje sino un dios pagano al que le gusta jugar con su comida, pero que en última instancia lo devorará. En esto radica, creo, la principal diferencia entre los apologistas del trago (con Charles Bukowski a la cabeza) y los auténticos santos bebedores del tipo Lowry o Joseph Roth: los mártires saben que no es necesario colocarle guirnaldas al potro de tortura.
La profunda lucidez del cónsul, expresada a lo largo de toda la novela pero quintaesenciada en el capítulo final, consiste en saberse arrebatado por una voluntad más poderosa que la suya, una suerte de teodicea destilada. De ahí el sentido trágico del relato, que a posteriori añadirá una vuelta de tuerca donde el plano de la ficción y el de lo que llamamos realidad intercambiarán miradas: la alcoholizada muerte de Malcolm en 1957, una década después de publicada su novela. Vista a toro pasado, la depurada técnica de Lowry, su prosa envidiable y su aguda observación de los ambientes y escenarios no son más que un larguísimo epitafio (uno alterno al que efectivamente se escribió en verso pero que nadie quiso colocar sobre su lápida); una premonición del ángel recaído (el relapse es una espada de Damocles que pende sobre la cabeza de nosotros los adictos para siempre) que fue durante la mayor parte de su vida.
¿Qué significa releer Bajo el volcán a estas alturas de la historia, a estas alturas de la vida?... Significa, para mí, volver a la habitación del monstruo original. Dejar para otro momento los alegatos autocompasivos en favor de la libertad de autodestrucción. Aceptar que la vida es una cárcel más horrenda y majestuosa que mi comprensión o mi voluntad. Aceptar que el arte, el arte profundo y verdadero, eso que llaman lo Sublime, todavía puede fulminarme. Aceptar que la banalización, la novedad, la levedad incluso —un valor estético que aprecio mucho— no siempre salvan.
Esta novela, verdadero vino de los bravos, me recuerda que la oscuridad existe, que es hermosa, y que solo sabe obsequiar quemaduras. Y que a veces tengo que besarla en la boca.
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