Rodrigo Fresán por Leila Guerriero: el hombre que me enseñó a leer
A principios de los años 90, Leila Guerriero empezó a trabajar como periodista en una redacción. Allí esperaba Rodrigo Fresán, editor de Leila en el medio y un autor a quien ella ya conocía y admiraba. Un día, Leila le dijo: «No sé qué leer». Y él habló de John Irving, de Anne Tyler, de Francis Scott Fitzgerald y de John Cheever. Y Leila leyó, leyó y leyó. Este enero de 2024, más de treinta años después de aquella conversación, Rodrigo Fresán ha publicado «El estilo de los elementos» (Random House), un libro cuyo manuscrito Leila había leído fascinada unos pocos meses antes. «Quien lo presente tiene un problema: es tan bueno que no hay nada que preguntar; solo hay que leerlo», pensó Leila, quien -paradojas del destino... o no- leyó el texto que aquí sigue en la presentación de la novela de Fresán el 24 de enero de 2024 en la librería La Central de Barcelona. Y sí, es cierto: no hay preguntas en este escrito, pero sí respeto y agradecimiento por el autor que -según narra Guerriero- la enseñó a leer.
Por Leila Guerriero
Rodrigo Fresán con su ejemplar de Drácula, el mismo que se menciona en El estilo de los elementos. Crédito: Alfredo Garófano.
Leí esta novela de Rodrigo Fresán en la Costa Brava, durante una estadía literaria que hice allí el año pasado. Por entonces, el libro estaba inédito y ocupaba 666 páginas de un documento de Word. La cifra me pareció una osadía, no porque fuera larga sino porque el número podía invocar sobre él una luz torcida. Pero cualquier atisbo satánico desapareció desde la primera línea. Empezar un nuevo libro de Fresán es como escuchar los primeros acordes de una canción que te gusta y regocijarte por anticipado. Mi regocijo se extendió a lo largo de aquellas 666 páginas y ahora, cuando la releí, a lo largo de las 716 que tiene ya publicada por Penguin Random House.
Están aquí algunos de los temas fresanianos que él reinventa con una frescura de escritor niño: la relación entre padres e hijos; los escritores que no pueden escribir o que escriben mal (a esos siempre les va muy bien); los niños adorables y los adultos patéticos; las ciudades o países sin gentilicios pero tremendamente reconocibles. Pero si esas cosas estaban en libros anteriores, en El estilo de los elementos parece abordarlas como si fuera la primera vez, como si nunca hubiera escrito sobre ellas en, por ejemplo, las 2001 páginas que conforman su trilogía de La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada, en la que trabajó diez años. Porque en El estilo de los elementos reinventa la felicidad de escribir, y la felicidad de escribir es la felicidad de la infancia.
Su protagonista, el entrañable Land, es un niño de diez años al que vemos vivir en Gran Ciudad I, exiliarse en Gran Ciudad II, y ser otra cosa en Gran Ciudad III. Primero niño y después adolescente, siempre arrastrado por la fuerza pavota de adultos desaprensivos y mucho menos inteligentes que él, Land entiende desde pequeño, con una convicción absoluta, que no quiere, de ninguna manera, ser escritor, así como Fresán supo desde pequeño, con una convicción absoluta, que sí quería serlo. No tengo idea de qué pensaban los padres de Fresán acerca de la forma en que se encaminaba como una Ferrari hacia el cumplimiento de su vocación, pero sí sé lo que piensan los padres de Land acerca del cumplimiento de la suya, o sea, de su vocación de no ser escritor (pero de ser un inmenso lector): los padres de Land, dos editores legendarios y muy chantas, sí quieren que su hijo sea escritor porque en la época en la que viven, los años 70, todos tienen hijos únicos y esos hijos únicos deben, por fuerza, ser geniales, y la mejor manera de que el hijo de dos editores sea genial es convertirlo en alguien que escribe.
El estilo de los elementos está dividida en tres partes, todas recorridas por fuerzas opuestas que tironean hasta descuartizarse entre sí y, por tanto, a quien lee: el mundo de los adultos versus el mundo de los niños; el mundo de la lectura versus el mundo de la escritura; el mundo del amor adolescente versus el mundo cruel de los mayores; el mundo del nomeacuerdo y el mundo de la memoria absoluta; el mundo del desencanto y el mundo de la recuperación del entusiasmo.
El narrador desbordante
Es, también, una novela política, con una visión políticamente incorrecta, o poco usual en la literatura, sobre ciertos gobernantes de cierto país, y sobre ciertos intelectuales y grupos armados de izquierda de ese mismo país, y sobre las personas que tuvieron que exiliarse de ese país y sobre el exilio mismo. Esa corriente de violencia soterrada que recorre las páginas como en los años 70 recorría la vida real está recubierta por la mirada azorada, desconcertada, resignada, del niño más dulce y manso de este mundo, Land. No sé cómo hizo Fresán para hacer eso. El libro funciona como una represa: se puede ver la potencia destructiva del agua, pero es un agua domada, dominada por el estilo.
Yo creo que el triunfo absoluto del estilo es cuando fondo y forma se unen de manera perfecta, cuando lo que se cuenta no puede separarse de cómo se lo cuenta. En ese sentido, El estilo de los elementos es un triunfo: estas 716 páginas podrían no tener tapas ni título ni nombre de autor y, aun así, uno podría decir: «Esto lo escribió Fresán». Eso se logra con el trabajo de toda una vida. Hay que tener, además de enorme talento, obstinación, disciplina, coraje e insistencia para lograr una voz así.
Leila Guerriero y Rodrigo Fresán durante la presentación de la novela El estilo de los elementos, el 24 de enero de 2024 en la librería La Central de Barcelona). Crédito: Alfredo Garófano.
Este libro opera un milagro raro: es una novela tristísima que produce felicidad, y es delicada y sutil con un método contrario al que se utiliza para lograr la sutileza, que suele ser no decirlo todo. Acá Fresán no solo lo dice todo, sino que ese todo está elevado a la enésima potencia, y aun así el libro no suena a máximo volumen sino que parece escrito en voz baja. El truco de la trama se revela en la parte final, aunque hay muchas claves diseminadas antes, en la voz de ese autor demiúrgico que narra a Land. Y hay algo profundamente conmovedor en esa voz adulta. Es una voz que ya no hace hermosas listas de los juegos y los programas de televisión y las golosinas de la infancia. Descarnada, cínica, ha sido abatida, derrotada por la adultez. Sin embargo, desde un mundo arrasado por un virus que produce olvido, la voz empieza a agrietarse y por esas grietas se cuela, o quiero pensar que va a colarse, la hermosa, la dulce voz de lo que se ha perdido. La dulce voz de Land. Porque lo que dice la novela, esta novela política, esta novela sobre padres e hijos, esta novela sobre los años más violentos de un país siempre violento, es que la infancia permanece.
Hay una escena en la segunda parte que es la más cruel que yo haya leído en mucho tiempo. Tiene que ver con la destrucción de libros. Pensé que, con la escritura de los suyos, Fresán ejerce una venganza perfecta: la de quien, una vez consumada la destrucción, quiere construir todo de nuevo. Sin queja, sin pausa, como un Sísifo feliz, en una tarea esforzada pero amorosa y sin sombra de resentimiento.
Leila Guerriero y Rodrigo Fresán durante la presentación de la novela El estilo de los elementos, el 24 de enero de 2024 en la librería La Central de Barcelona). Crédito: Enrique Vila Matas (izquierda) y La Central.
Land y Fresán tienen un rasgo en común: son grandes lectores. Fresán habla de los libros que leyó y le gustaron con un entusiasmo casi bíblico, como quien habla de un advenimiento venturoso. Yo crecí leyendo la ecléctica biblioteca de mi padre, autores que me recomendaron profesoras y maestras, libros de los que se hablaba en otros libros, me guié por las desarticuladas recomendaciones de los suplementos literarios. Pero cuando ya había leído muchísimos clásicos y literatura europea y argentina, me di cuenta de que ese caudal se estaba apagando y que de las fuentes de prescripción –profesoras, suplementos, etcétera- sólo llegaba más de lo mismo. No sabía por dónde seguir, qué leer, dónde encontrar deslumbramiento. En 1991 o 1992 empecé a trabajar como periodista en una redacción. Allí, Fresán, a quien yo ya había leído admirada, era mi editor. Un día me atreví y le dije: «No sé qué leer». Él me preguntó: «¿Conocés a John Irving?». Le dije que no y me prestó un ejemplar de Oración por Owen. Desde ese día, mi vida como lectora cambió por completo. No por Irving, sino por Fresán: porque de Irving me llevó a Anne Tyler, y de ahí a Scott Fitzgerald, y de ahí a Cheever, y de ahí a Richard Ford, y me ayudó a construir un gusto, un radar que ahora detecta solo y al que él sigue contribuyendo, año tras año, con recomendaciones formidables. Cuando terminé El estilo de los elementos, le escribí a Fresán un correo con mis impresiones. Una de las primeras cosas que le dije fue que no querría estar en los zapatos de quien presentara ese libro, porque era tan bueno que no había nada que preguntar, sólo había que leerlo. Y ahora estoy acá, presentando esa novela fabulosa, y trataré de balbucear algunas preguntas. Pero esas preguntas se las voy a hacer no sólo a un autor al que admiro y que está en el más opulento dominio de toda su potencia, sino también, con agradecimiento infinito, al hombre que me enseñó a leer.