Stephen King por Rodrigo Fresán: el Rey y yo
Stephen King publica «Holly». Es decir: Stephen King publica otro libro de Stephen King. Y «Holly» (Plaza & Janés) es un magistral y muy terrorífico «thriller» que vuelve a poner en evidencia lo incontestable: el creador de «Carrie», «El resplandor», «Apocalipsis», «La zona muerta», «It», «Cementerio de animales», «22/11/63», «Revival», «Billy Summers» (y siguen y siguen y siguen y siguen y siguen y siguen los títulos) es un clásico vivo por más que buena parte de sus personajes sean vivos que van a morir o muertos-vivos que vuelven de visita de manera más bien poco clásica. A continuación, Rodrigo Fresán -fan desde siempre, súbdito incondicional- ofrece su tributo y entona la gesta de por qué, medio siglo después de subir al trono del género, King sigue siendo el Rey. Y nada indica que tenga intención alguna de abdicar.
Por Rodrigo Fresán
10 de febrero de 2013. Stephen King posa durante un acto promocional previo al lanzamiento de la adaptación televisiva de La Cúpula. Crédito: Getty Images.
Este 21 de septiembre de 2023, Stephen Edwin King (nativo de ese Maine donde transcurren muchos de sus temblores) cumple setenta y seis años de edad y cincuenta y seis de escritor editado (King vendió y publicó su primer relato, The Glass Floor, a la revista Startling Mistery Stories en 1967; aunque ya en 1965, en un fanzine llamado Comics Review, ya pueden rastrearse los cuatro capítulos de algo titulado Yo fui un ladrón de tumbas adolescente). Desde entonces, King viene ofreciéndonos -como el más benigno pero a la vez más feroz de los soberanos- la tan rara como necesaria alegría del miedo.
Toda una vida de detectar miedos universales y auténticos para luego pasarlos por el filtro de lo fantástico y lo terrorífico. Acasos surtidos, gordura, populismo político, temores infantiles que se convierten en pánico adulto, pandemias sin límites, cataclismos familiares como la orfandad o la viudez, catástrofes tecnológicas y climáticas, perros y gatos, masacres estudiantiles, desórdenes psicológicos, tragedias nacionales y fatalidades privadas...
Sí, muchas gracias, alabado seas, queremos más: porque tener miedo a los miedos de Stephen King nos distrae de tener miedo a los miedos propios, desgraciados miedos naturales sin la gracia de lo sobrenatural.
Porque se sabe: es mejor que te asusten de mentira que dar la alarma de verdad.
Y ahí sigue King: sumando. Más de doscientos cuentos después, más de sesenta novelas más tarde (y bastante más de ochenta libros que incluyen guiones y ensayo y cómics, King ya tiene más libros publicados que cumpleaños festejados) y más de medio centenar de adaptaciones cinematográficas y televisivas con resultados variables (no siempre se encuentra un Brian De Palma o un David Cronenberg o un Rob Reiner o un Frank Darabont o un Stanley Kubrick, aunque a King no le haya gustado nada de nada lo que este último hizo con lo suyo).
Es decir: King tiene más libros escritos que años vividos (de acuerdo: César Aira tiene más pero son más cortos y, si mal no recuerdo y no me equivoco, Aira fue el traductor de la primera edición argentina -con el subtítulo de «El riesgo de la fama»- de Misery de King).
Ahí continúa King habiendo ganado todos los premios especializados en su género (que empezó siendo el de horror y fantástico y cada vez es más algo que empieza y termina en sí mismo). Y, entre ellos, no solo los más prestigiosos (entre ellos quince Bram Stoker, cinco Locus, cuatro World Fantasy Awards, el Grand Master Award de los Mistery Writers of America sino, también, galardones de peso literario a secas como el O. Henry, la National Medal of Arts del U.S. National Edowment of Arts y esa medallita del National Book Award por su «distinguida contribución a las letras norteamericanas» recibida, entre otros, por William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike).
Ahí permanece King con cerca de o ya por encima de (el redondeo en su caso es casi un chiste) los quinientos millones de ejemplares vendidos en todos los idiomas del planeta.
Ahí está y ahí sigue Stephen King.
Y ahí están los que (como Harold Bloom en su momento) lo consideraron y consideran una aberración literaria. Un «escritor sumamente inadecuado» y signo claro de la decadencia de nuestro presente (lo que no le impidió a Bloom, poco antes de su muerte, el editar una antología de ensayos de varios autores sobre King y atenuar un tanto sus juicios con un «es, evidentemente, un fenómeno sociológico que trasciende a los límites de la escritura»).
Miseria y riesgo de la fama, sí...
Y, también, están los que consideran que King debería recibir cualquier octubre de estos ese justo y justiciero premio Nobel que los obtusos académicos le negaron a Ray Bradbury.
Y más allá del tan rápido como contundente recuento anterior se impone una pregunta: siendo King inagotable, ¿cómo abarcarlo y definirlo?
El regreso de Holly Gibney
Por encima de actitudes y percepciones extremas (tanto adoradoras como condenatorias), tal vez lo mejor sería moverse por la mitad del camino y afirmar que, seguro, King –hoy por hoy reseñista habitual en The New York Times, colaborador frecuente en The New Yorker y a quien la prestigiosa The Paris Review ya dedicó esa entrevista modélica y canonizadora a la que respondieron Hemingway & Faulkner– es el escritor popular y vivo y en actividad más querido en el mundo entero (como alguna vez lo fue Charles Dickens). Y con una larga entrada en la Wikipedia que puede leerse en ciento cinco idiomas. Y con muñequito Funko Pop en versión limpia o cubierto de sangre y con hacha en mano o sosteniendo uno de esos globos rojos que flotan en las profundidades de las alcantarillas de Derry donde todos flotamos.
Y -last but not least, acaso lo más importante e incuestionable- King es sin dudas uno de los mejores narradores puros y duros en toda la historia de la literatura, más allá de géneros y de gustos.
Y, más o menos consciente de todo ello, King insiste sin tener problema alguno –«No es algo de lo que me enorgullezca; pero así son las cosas»–en confesar que jamás leyó a Jane Austen. Aunque, probablemente, al menos sí habrá visto esa película que se las arregla para centrifugar a las pálidas y casamenteras y prejuiciosas y orgullosas heroínas de la escritora inglesa con esos zombis que, siglos más tarde, arrastrarían los pies y masticarían cerebros idiotizados por una señal emitida por sus teléfonos móviles en, por supuesto, una novela de Stephen King titulada Cell.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Yo diría que lo que hago es como una grieta en el espejo. Si miras mis libros desde Carrie en adelante, lo que verás es una observación de la vida ordinaria de la clase media estadounidense tal como se vivía en el momento particular en el que se escribió ese libro. En toda vida llegas a un punto en el que tienes que lidiar con algo que es inexplicable para ti. Ya sea que el médico te diga que tienes cáncer o la llamada telefónica de un bromista muy pesado. Entonces, aunque yo hable de fantasmas, vampiros o criminales de guerra nazis, no dejo de contar eso que nos es común a todos. Al vivir en la misma cuadra, seguimos hablando de lo mismo. Lo que yo propongo no es más que una intrusión de lo extraordinario en la vida ordinaria y en cómo la afrontamos. Me gusta contar lo que eso acaba revelando acerca de nuestro carácter y de nuestras interacciones con los demás. Es decir: para mí se trata de mucho más que monstruos, vampiros, demonios y fantasmas».
Stephen King en modo Funko. Crédito: D. R.
Y Stephen King es un escritor muy generoso. King tiene miedos para todos y de todos los sabores. Y King empezó dando miedo en un paisaje editorial y literario donde sólo muy de tanto en tanto aparecía un libro con ganas de darlo. Fenómenos esporádicos y contados y casi aberraciones de la naturaleza del best seller ocasional. El bebé de Rosemary, de Ira Levin; El exorcista, de William Peter Blatty (cuya versión fílmica fue un fenómeno de masas y ganó el Oscar a Mejor Guión Adaptado perdiendo el de Mejor Película con El golpe), El otro, de Thomas Tryon, o la novelization de su propio guion a cargo de David Seltzer para el filme La profecía. El género del terror -dejando de lado los clásicos- estaba muy por debajo de la ciencia-ficción o las novelitas románticas. Pero sí se mantenían en la pantalla de los televisores los para King muy (de)formativos episodios en blanco y negro en los que Rod Serling invitaba a la más desconocida pero a la vez tan familiar de las dimensiones y se releían con admiración las novelas y relatos de Shirley Jackson. Todo lo demás era cultista territorio de nerds y de freaks.
Y en 1974, sin que nadie lo esperase, King publicó una novela con telequinética chica cubierta de sangre llamada Carrie (y dos años después su magistral versión fílmica de Brian De Palma la terminó de certificar como el primer de tantos greatest hits).
Y desde entonces King no ha dejado de dar y de dar y de dar y de dar.
Y de seguir dando.
Para que nosotros tengamos y lo tengamos.
Miedo.
Stephen King da miedo.
Mucho.
Pero, además, ofrece y regala la sensación entre infantil y scherezadesca de sabernos (cada vez que abrimos uno sus libros y entrar en ellos como si fuese una puerta que se cierra a nuestras espaldas y ya no volverá a abrirse para permitirnos salir hasta que hayamos alcanzado la última página) en las buenas manos y malas garras de un eximio storyteller que nos clava los colmillos y no nos suelta.
Lo que no lo exime, claro, de haber sufrido altibajos (sobre todo siendo tan prolífico; Woody Allen padece el don y el privilegio de una condición similar). O de pasar por algún periodo problemático (el alcohol y la cocaína consiguieron que, al día de hoy, King no recuerde haber escrito títulos difusos como la apasionante de tan bizarra Tommyknockers o la somnífera de tan aburrida Insomnio). O hasta el haber puesto en práctica y en letra ideas apresuradas o no del todo originales y más bien derivativas; como esos autos y camiones asesinos que, de tanto en tanto, vuelve a sacar a pasear y hasta dirigirlos él mismo en Maximum Overdrive, película espantosa en el peor sentido del término (de ahí que pueda entenderse a ese atropello por camioneta en el verano de 1999 que casi le cuesta la vida a King como advertencia justiciera y poética de que ya venía siendo hora de que dejase de arrancar y pusiera freno a todo el asunto; lo que no ha impedido el que uno de sus hijos, Joe Hill, se los haya pedido prestados con resultados parecidos). Sí: también hay un King Clase B (ahí está la prescindible pero no del todo despreciable El cazador de sueños) pero que no por eso deja de tener su encanto. Un King regular o descuidado o apresurado no deja de ser un King que nos permitirá apreciar aún más el seguro e inevitable gran logro (uno más y van...) por venir. Y también está ese King que en demasiadas ocasiones (como en Doctor Sueño) atormenta con esos clímax finales en los que la batalla final contra el monstruo en plan Kong King largamente perseguido pueden llegar a ocupar decenas y hasta centenares de páginas para caer en el exceso imperdonable de que el terror se degrade primero a susto luego a sobresalto y finalmente a indiferencia.
Está claro que no es fácil ser Rey.
Y mantenerse en el poder.
Es decir: no cuesta nada comparar a King con Elvis. Y, como con Elvis, hay un King joven y revolucionario, un King cómodo y no dormido pero sí un tanto siestero en sus laureles, y hasta hay de tanto en tanto (pero cada vez menos) un King-Size muy gordo y engordado Made in Las Vegas confiado en sus trucos y tics y rellenando con demasiadas páginas a novelas que podrían ser mucho más esbeltas y all shook up. Ese King que hace preguntarse si de verdad le hacen falta cosas a su robusta bibliografía (como si se tratasen de esa musculatura casi caricaturesca de los fisicoculturistas adictos a su propio cuerpo) del tipo de El ojo del Dragón o de Después o de El ciclo del hombre-lobo o de Elevación. O si tiene demasiado sentido el exceso de jóvenes mutantes y que se encienda Ojos de fuego habiendo ya ardido Carrie. O si vale la pena volver a El instituto (con un cierto derivativo y oportunista tufillo a la Marvel) habiendo pasado ya por Ojos de fuego. O si luego de El talismán hacía falta (aunque no esté mal) la reciente Cuento de hadas donde, de nuevo, se nos invita a cruzar pasadizo multidimensional cortesía de misterioso anciano benefactor. O, incluso, sentir un poquito de vergüenza ajena con, para mí, la desproporción de La cúpula (el único de los suyos que no terminé y cuya trama ya había sido mucho mejor aprovechada por Los Simpson) o del supuestamente empoderado pero muy impotente Bellas durmientes en coautoría con su hijo Owen (único entre todo lo suyo que me pareció imperdonablemente malo más allá de todo perdón y redención).
Pero son detalles.
Pequeños pecados (en ocasiones con demasiadas páginas) pero no por eso descartables y desobedecibles edictos de Nuestro Monarca. Después de todo y antes que nada son nuevos King que suceden a viejos King para ser sucedidos por próximos e inminentes King. Nuevos brotes (en más de una ocasión psicóticos) a podar leyendo para que crezcan nuevos vástagos. Así, reverentes, obedecemos y no caemos de rodillas pero sí nos sentamos como si estuviésemos alrededor de un fuego primigenio para escuchar con los ojos lo que tiene para contarnos quien alguna vez escribió un relato en el que unos pequeños hombrecitos viven entre las teclas por siempre inquietas de una máquina de escribir. Ese que llama a sus musas «los chicos en el sótano». Aquel que mira por la ventana con resignación cada vez que el autobús de un tour se detiene al otro lado de la verja de su casa demasiado parecida a la de la familia Addams o que se escapa a su otra casa en Miami para seguir escribiendo todos esos libros que algunos dicen le escriben otros (porque entienden como imposible lo prolífico de su trayectoria) mientras sube el volumen para escuchar ese para él muy inspirador Mambo No. 5 de Lou Bega sin importarle demasiado el que su abnegada esposa lo amenace con irse de casa si sigue haciéndolo sonar y sonar para escribir y escribir.
El y aquel y ese King quien -como bien dijo el escritor/discípulo Michael Marshall, autor de una más que interesante vuelta de tuerca sobre el asesino en serie en su trilogía de Los Hombres de Paja- «es uno de los pocos escritores que incluso la gente que no lee sabe perfectamente quién es y lo que hace. De ahí que, en consecuencia, deba considerárselo o juzgárselo con reglas diferentes a las habituales».
En otras palabras: dentro de lo suyo, King es su principal rival y su peor enemigo. Un referente y una auto-referencia. El mismo problema que tuvieron y no dejan de tener The Beatles o Bob Dylan estando vivos o muertos, pero inmortales y nunca zombis.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «En el pasado, cuando alguien me preguntaba por qué escribía sobre cosas inquietantes, yo respondía: "¿Por qué asumes que tengo otra opción?". Lo cual es una buena respuesta, pero quizás también un poco evasiva. ¿Qué respuesta busca realmente la gente a esa pregunta? Están buscando una fórmula secreta: ¿cómo supiste que esto funcionaría?, ¿por qué pensaste que esto funcionaría? Mi respuesta a eso es que nunca lo consideré. Nunca pensé que sucedería lo que me pasó a mí. Hay días que pienso que todo esto es un sueño. Pero volviendo a esa pregunta, nunca tuve elección. Este fue el tema que me atrajo. Es como la diferencia de gusto. A unas personas les gusta el brócoli. A otras personas no».
Stephen King en una imagen de 1975. Crédito: Getty Images.
Lo ya comentado: su gran debut a la vez que baile de graduación fue con Carrie. Novela más paranormal que sobrenatural pero, también, descarnado retrato de los horrores del ser adolescente distinto en infernal pueblo chico y, en perspectiva y al día de hoy, consagración de ícono feminista mucho más que empoderado. Y desde entonces –luego de una mínima duda en cuanto a si quería ser escritor de género o no y aunque alguna vez haya amenazado con retirarse– King continúa lanzando escalofríos luego de haber convertido al terror/horror en uno de los nichos literarios más exitosos y productivos. A King le debemos descendientes suyos como Catriona Ward, John Ajvide Lindqvist, John Connolly, Dan Chaon, Kelly Link, Jonathan Mayberry, Michael Koryta, Grady Hendrix (quien posteó una exhaustiva y reveladora y personal relectura del monstruo, título a título, que puede leerse aquí), Paul G. Tremblay, Mariana Enriquez, su contemporáneo Dean Koontz, el gran y recientemente fallecido Peter Blue Rose Straub (considerado por muchos, maliciosamente, «un Stephen King para gente que piensa» y con quien King escribió El talismán y Casa negra), Chuck Palahniuk, y hasta a los ya mencionados y propios hijos de King: Joe Hill y Owen King (y siguen las muchas firmas, algunas auténticas, demasiadas falsificadas, pero qué se puede hacer al respecto cuando tu vertiginoso y ascendente ascendiente es tan alto e inalcanzable pero engañosamente próximo y funcional). Y, claro, podemos acusar a King de haber abonado la tierra de cementerio donde germinaron atrocidades como la saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer (despreciada por el Rey Stephen porque «son libros que no tratan de tener miedo a los vampiros sino de tener miedo a no tener novio»). Pero un Rey no es responsable de lo que hacen sus cortesanos.
No hace mucho, el mega-best seller James Patterson (quien vende más que el autor de El resplandor y fue despreciado por el propio King por considerarlo «un escritor abominable») jugueteó con la idea de publicar un thriller en el que Stephen King era asesinado. En resumen: a Patterson le (pre)ocupa King y a King Patterson no parece importarle demasiado.
«Dejemos de lado lo de ser best seller y los estereotipos: este hombre es un genuino escritor de nacimiento. No es Tom Clancy. Escribe oraciones y tiene un gran sentido de lo literario y su prosa desborda historia literaria. Lo que hace no es algo sencillo, no es mero palabrerío contemporáneo, y no es una tontería. Y lo anterior tal vez sea una forma torpe de decir que algo es inteligente, pero eso es lo que quiero decir». Quien habló así no fue un colega en lo más alto de las listas de ventas, o un periodista perfilando un fenómeno de masas de cincuenta años de edad, o un editor intentando seducir al monstruo para que se vaya con él. Quien así habló fue la sofisticada escritora y refinada intelectual y ensayista de alta gama Cynthia Ozick.
Y se refería a Stephen King.
De nuevo: de acuerdo en todo.
Y Ozick no es la única que piensa lo mismo. A la ronda y rueda del elogio se apuntaron en su momento Joyce Carol Oates («un brillante escritor realista-psicológico»), Walter Mosley («es por mucho quien más y mejor conoce el miedo a fuerzas demoníacas pero también el miedo a la pobreza y al hambre y a lo desconocido»), David Foster Wallace («Uno de los primeros que se ocupa de norteamericanos auténticos y de cómo hablan y viven... Tiene un oído bestial»), Lauren Groff («Le debo mucho más de lo que jamás podré expresar y agradecer»), Junot Diaz («Cuando lo leí por primera vez supe que eso era lo que quería hacer»), y Bret Easton Ellis («Nadie que sepa leer y escribir puede negar que el primer capítulo de It es obra de un maestro no solo en lo suyo sino también en lo de cualquier otro») quien lo invoca y evoca una y otra vez en su magistral y reciente Los destrozos como fuerza impulsora e influjo fundante para todo lo suyo.
Por encima de todo y de todos los que fueron y los que vendrán, King continúa firmemente sentado en su trono y no hay quien le haga sombra.
Con dinero y con cada vez más dinero, King sigue siendo El Rey. Sus colegas y aprendices y aspirantes a su cetro pueden tener un impacto ocasional, sí; pero nadie se las ha arreglado para mantener su constancia. ¿Cómo lo hizo y lo hace y lo seguirá haciendo? Sencillo: «La clave de todo pasa por dedicar seis horas al día a leer y escribir. Si no lo haces, no puedes pretender ser un buen escritor. Dos mil palabras muy buenas al día es la meta. ¿Mi definición de talento? Fácil: si has escrito algo por lo que te dieron un cheque y el cheque no rebotó y con eso pagaste la electricidad, entonces te considero alguien talentoso».
Y tener claro algo muy importante y que así proclamó el Rey King: «Terror es ese calculado crescendo camino de ver al monstruo. Horror es ver al monstruo».
Es decir: la clave de lo suyo pasa por un 90% de terror y un 10% de horror (a veces, de nuevo, un 10% demasiado largo).
¿Y qué es el miedo? El miedo es no contar con ese cheque y que te corten la luz y se hagan las sombras.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Cuando somos niños pensamos diferente. Pensamos en ángulos en lugar de pensar en línea recta... La más esencial y definitoria característica de la infancia no pasa por la nada esforzada capacidad para fundir los sueños con la realidad sino por la alienación y por el sentirse tan solo. No existen palabras para describir las oscuras exhalaciones y los bruscos giros que emitimos y damos durante la infancia. Un niño inteligente no demora en comprenderlo y no puede sino rendirse y calcular sus inevitables consecuencias. Y un niño que calcula esas consecuencias ya no es un niño... Pero lo que define a todo niño es que jamás sabrás exactamente en qué está pensando o en qué modo observa lo que lo rodea. Después de haber escrito mucho acerca de chicos (lo que no es otra cosa que poner toda experiencia bajo una lupa muy poderosa) descubres que ya no recuerdas cómo era que pensabas de niño. Así he llegado a la conclusión de que mucho de lo que recordamos acerca de los primeros años de nuestras vidas no son más que mentiras. Lo que tenemos es algo parecido a fotos. Visiones de un determinado momento. Y todas esas historias que nos contaron o que leímos o que vimos entonces y que, paradójicamente, jamás podremos olvidar... son historias. A menudo me preguntan cómo era yo cuando eras niño pensando que voy a responder: "Cuando era niño, me golpearon", o "Fui abusado sexualmente" o "Me secuestraron". Nada de eso me sucedió. "¿Pero es cierto que viste a un amigo atropellado por un tren cuando tenías cuatro años?", insisten como en busca de ese trauma que lo generó todo. No sé. Mi madre pensó que yo había visto eso. Dijo que a un niño lo había atropellado un tren y que yo volví ese día después de haber ido a jugar con él y que yo estaba muy pálido y no hablaba. Ciertamente no tengo ningún recuerdo de ello, al menos no en mi mente consciente. Lo que sí recuerdo es que mi madre me contó que tuvieron que recoger los pedazos del cuerpo en una canasta. ¿Qué te parece ese detalle? Mi madre podría haber sido Stephen King».
Stephen King en Nueva York en septiembre de 2002. Crédito: Getty Images.
Y aún así, ¿habrá un hilo conductor en todo esto, una viga maestra que sostiene el entramado de la telaraña? ¿Existirá un ingrediente más o menos secreto en la vida y obra de quien hoy por hoy es cada vez menos rebajado a la categoría de Burger King, de alimento trash a consumir más o menos a escondidas, porque se ha ido aprendido a reconocer al Rey King no sólo como el terrorista literario más consistente de nuestros tiempos sino, también, como el autor más cerca de emular el efecto radiactivo más allá del tiempo y del espacio de, otra vez, un tal Charles Dickens. King -como Dickens- como ese a quien, al leerlo, sentimos como si estuviese a nuestro lado, leyéndonos lo suyo, lo nuestro. Es decir, digámoslo: el poder de King pasa por el influjo sin fecha de vencimiento de un gran escritor popular. Influjo acompañado por una vida con ribetes legendarios y, sí, dickensianos.
A saber:
Padre abandonador (una mañana -cuando Stephen tenía dos años- «mi padre salió a comprar cigarrillos y no regresó nunca» dejando a la madre a cargo de la educación y manutención de Stephen y de su hermano mayor, David).
Y luego el pequeño Stephen King siente mucho miedo cuando ve por primera vez Bambi y descubre que leer puede dar miedo aún más miedo que un cervatillo huérfano corriendo por un bosque en llamas. O que -enseguida- la proyección de La tierra contra los platillos voladores súbitamente interrumpida en el cine de su barrio porque el encargado decide encender las luces para informar al público de que los rusos han puesto en órbita su Sputnik que atraviesa una vez cada noventa minutos (lo que dura una película) los cielos de America The Beautiful. Y que, por lo tanto, el apocalipsis nuclear va a demorar en acontecer menos tiempos del que se demora en tragar esas palomitas en una oscuridad de pronto más oscura que nunca. Entonces, sí, el pequeño King sometido a la exposición a todas esas radiaciones entre psicodélicas y atómicas a las que estaba expuesto todo niño norteamericano de la posguerra. Y la mutación se completa un día en que sube al ático y encuentra allí un viejo paperback abandonado por su padre: una antología de los horrores cósmicos y tentaculares de H.P. Lovecraft. «Supe que había llegado a mi hogar en el momento que abrí por primera vez ese libro», dirá King en una entrevista de 2009.
Algunas cosas que ha dicho Stephen King acerca de lo que hace Stephen King: «Desde muy niño, siempre quise que me asustaran».