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El día en que Rosalía y Raül Refree llamaron a la puerta de «Los Ángeles»
Desde Barcelona, ciudad donde la tradición se cruza con la audacia, Raül Refree (1976) ha construido una carrera marcada por la insatisfacción creativa y el riesgo. Compositor, músico y productor, emergió de la escena independiente con bandas como Corn Flakes o Élena, hasta levantar un universo propio en discos que ya insinuaban su vocación experimental. Hoy, tras colaborar con figuras como C. Tangana, Amaia, Kiko Veneno o Silvia Pérez Cruz, publica «Cuando todo encaja. Apuntes sobre creatividad» (Debate, septiembre de 2025), un libro en el que indaga en el misterio del acto creativo. En el extracto que LENGUA publica a continuación, el músico explora la pulsión que lo lleva a adentrarse en lo desconocido y recuerda el momento en que su camino se cruzó con Rosalía, a quien produjo su primer y deslumbrante primer disco: «Los Ángeles».
Por Raül Refree
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Raül Refree. Crédito: Àlex Rademakers.
El día en que escribo esto, en un ensayo para el festival Les Suds, à Arles, donde voy a dar un concierto con el cantante de Casablanca Walid Ben Selim, he tocado dos canciones populares marroquíes que me ha propuesto. Podría haberme tomado el tiempo de investigar las versiones originales, la armonía y el compás con que se suelen acompañar. Podría haber escuchado música árabe antes de encontrarme con él, investigado sobre sus gustos y también las tradiciones musicales de su país. Podría incluso haber intentado transcribir algunas piezas clásicas de la cultura sufí antes de poner las manos sobre el instrumento; entender su origen, su concepto y la escritura. Podría también sentirme cohibido por el hecho de que hay muchas otras personas que conocen bien este repertorio, que lo tienen interiorizado y que para ellos tocarlo bajo el paraguas del conocimiento es algo natural; podría considerar que deberían ser ellos quienes lo interpretaran. Pero, en lugar de todo esto, en lugar de amedrentarme y pensar que soy un farsante, me siento fuerte y legitimado por la necesidad interior, que es casi una obligación, de dar mi punto de vista musical. Una pulsión hambrienta que no está adiestrada, y, aunque la llevo atada con una correa, tira tan fuerte que no me queda más remedio que correr detrás. No juzgo si este enfoque es mejor o peor que otros, no lo comparo con nada. Sé que es el mío y que es personal, y que la única manera que conozco para desarrollarlo plenamente es respondiendo al impulso interior, sin limitarlo con miedos y convenciones. Debe ser libre y nunca caminar de puntillas. ¿Y cómo saber si esta interpretación desubicada, fruto de la necesidad, tiene algún valor más allá del estricto aprendizaje íntimo? La respuesta resulta compleja y sencilla al mismo tiempo. Debemos ir a lo más elemental, la emoción pura. Si el efecto es conmovedor, si hay algo que nos mueve por dentro de una forma u otra, será suficiente para legitimar nuestro enfoque. Esa conexión, visceral y honesta, es la señal de que hemos logrado comunicar algo que trasciende las palabras, las formas y hasta la misma lógica de nuestro conocimiento, y con ellos del arte y de la obra misma.
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Últimamente me pregunto por qué me siento tan cómodo en la cuerda floja, por qué disfruto tanto de los momentos de riesgo artístico en los que tengo que esforzarme mucho por tomar las riendas y lograr cierto control de la situación. Suele pasarme en conciertos, a menudo repertorios nuevos que nunca he tocado en directo, que me sumen en un estado de tensión extrema, de mucha inseguridad y duda. No son situaciones agradables, sobre todo en los instantes previos a salir al escenario, cuando la responsabilidad crece y me siento como un adolescente que no ha estudiado para el examen; dudo de mi memoria e incluso de los conocimientos adquiridos a lo largo de los años. Me encuentro incómodo y frágil, muy perdido en multitud de pensamientos que buscan entre la bruma del nerviosismo una respuesta que no existe, un repaso al setlist que me aporte tranquilidad. Es quizá por todo esto que, cuando me siento tan indefenso y desorientado, ocurre algo revelador: logro conectar con una parte de mí que no se relaciona con el conocimiento, con lo racional y lo aprendido, con aquello ya recorrido. Al estar todo perdido antes de salir, no tengo miedo de abandonarme a la corriente y que sean las aguas de algún río —siempre distintas— las que guíen mis decisiones. Cuando cada paso se da en falso, es imposible equivocarse: no hay fracaso cuando todo está por hacer.
Cuando me siento tan indefenso y desorientado, ocurre algo revelador: logro conectar con una parte de mí que no se relaciona con el conocimiento, con lo racional y lo aprendido, con aquello ya recorrido.
Tras años enfrentándome a este tipo de situaciones, aunque es muy posible que sean parecidas a otras pasadas, sigo viviéndolas con la sorpresa y el respeto de saber que pueden salir mal. Son estables mientras puedo creer en ellas y conservar cierto grado de concentración, pero también permeables a cualquier distracción externa y muy sensibles a la falta de confianza. Igual que si volara una cometa en la playa, necesito mantener la tensión del cable para dominar su trayectoria. Es imprescindible sentirme bien en el escenario, sólido y seguro. Si noto la tirantez del cuello de la camisa, el zapato demasiado suelto para acertar los pedales del piano, las uñas demasiado largas o alguien del público hablando o haciendo una foto con flash —o abandonando la sala—, es muy posible que me caiga del vehículo en el que estoy viajando, que se rompa la conexión con lo desconocido. Entonces tengo que volver a levantar la cometa, y no siempre sopla el viento.
Rosalía presenta Los Ángeles dentro de la plataforma Deezer Next. Publicado en 2018 bajo el sello Universal Music Spain y con licencia exclusiva de Refree y la propia artista, este trabajo marcó una etapa inicial en la proyección internacional de la cantante.
Sería injusto obviar que una de las razones por las que he podido caminar por la cuerda floja es porque he tenido la suerte de compartir estudio, discos y directos con artistas muy talentosos y, sobre todo, muy conocedores de un género o una tradición. De ellos no solo he aprendido a relacionarme musicalmente con lo inestable de la improvisación, sino también a encontrar mi lugar en cada proyecto. Me atreví a abordar el flamenco en Los Ángeles sin ser más que un amante intermitente del género, ni mucho menos un erudito, porque a mi lado tenía a alguien que sí lo era. Rosalía estudiaba al detalle cada pequeño melisma, cada giro melódico de las voces más importantes; lo aprendía y lo reproducía con una gran fidelidad y un amor imperturbable hacia el flamenco y hacia el pasado, pero también con una personalidad contemporánea que lo impregnaba todo. Gracias a esa erudición tras su voz pude enfocar el acompañamiento, los arreglos de guitarra y el sonido del disco desde una total libertad, donde la ortodoxia importaba poco en comparación con lo esencial, es decir, la búsqueda de la emoción. Mi bagaje heavy y punk, la actitud frente al instrumento, el ruidismo y la aproximación más contemporánea se mezclaban con los recursos del flamenco que había aprendido años atrás de la mano de Kiko Veneno. Y lo hacían de forma natural, porque no existían leyes que seguir ni nadie a quien contentar más allá de nuestra escucha atenta. Rosalía, con su capacidad de entender las voces antiguas y su profundo conocimiento del género, creó un espacio perfecto para que yo me sintiera cómodo, y eso nos permitió confiar en el concepto de un disco que no podía ser de otra manera. Resulta muy fácil crear desde el desconocimiento cuando a tu lado tienes a artistas que dominan muy bien el estilo y se muestran lo bastante abiertos para abrazar la libertad más absoluta.
Rosalía, con su capacidad de entender las voces antiguas y su profundo conocimiento del género, creó un espacio perfecto para que yo me sintiera cómodo, y eso nos permitió confiar en el concepto de un disco que no podía ser de otra manera.
He contado con el privilegio de repetir esta experiencia con muchos discos en los últimos años. Trabajos donde me he sentido completamente libre durante el proceso de creación gracias a que tenía artistas a mi lado que dominaban su tradición como pocos: Lina, Rocío Márquez, Rodrigo Cuevas o Maria Mazzota son solo algunos nombres de una larga lista. Todos ellos, cada uno a su manera, construyeron con su conocimiento y su talento un espacio seguro para mí, donde pude expresarme sin miedo a experimentar y a imaginar. No solo compartieron en silencio décadas de aprendizaje, sino que fueron generosos y me sostuvieron cuando el ensayo-error era más error que acierto; y, a pesar de que conocían las melodías mejor que nadie y que sus voces estaban preparadas desde hacía años, me esperaron pacientes, concediéndome el tiempo y las repeticiones necesarias para que yo encontrara confianza y belleza en mi desconocimiento.
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