«Es un corazón muerto. Está dentro de mí. Es un extraño»: Anne Sexton frente al abismo
La literatura de Anne Sexton (1928-1974) nació de la necesidad de transferir al papel la angustia de una depresión posparto, pero abarcó mucho más que el tormento de quien persiguió la muerte durante años. Su desnudo lírico, crudo e íntimo, fue clave en el camino hacia la legitimidad de la subjetividad femenina en la creación literaria. El aborto, la menstruación, el adulterio o la masturbación son algunos de los temas tabús que supuran sus textos. Como lo es también la tristeza, que se adueñó de ella hasta el punto de provocar que decidiese quitarse la vida inhalando el humo que se escapaba de su coche. En estos tres poemas, incluidos en el libro recopilatorio «Poesía completa» (Lumen), la Premio Pulitzer de poesía 1967, una de las voces norteamericanas más contundentes del siglo pasado, se sumerge en algunos de los traumas que marcaron su vida... y su muerte.
Por Anne Sexton

Anne Sexton. Crédito: Nancy Crampton.
PARA EL SEÑOR MUERTE, QUE ESPERA CON LA PUERTA ABIERTA
El tiempo se va atenuando. El tiempo que tan largo era
se acorta, el tiempo, con los ojos como platos,
sacude sus faldas, canta su canción de desamor,
llama a los chicos por teléfono y los transporta,
esa mamá nazi con su cerveza y su sauerkraut.
El tiempo, vieja moza mía, pronto se apagará.
¿Sabes lo joven que era el tiempo entonces,
jugando a las brujas y al hulahop,
bailando el jango con seis hombres horrendos,
dejando escapar a los pollos del corral,
prometiendo casarme con Jack y Jerome,
y sin preocuparme jamás, jamás,
de volver a casa?
El tiempo era cuando el tiempo tenía bastante tiempo
y el mar me bañaba a diario con su delicada sal.
No hay terror cuando nadas en cueros
o aceleras la lancha o tiras la caña de pescar.
El tiempo era cuando podía tener hipo y contener la respiración
sin encontrarme en ese instante con el señor Muerte.
Señor Muerte, menudo actor, tienes muchas máscaras.
Antaño fuiste elegante, una especie de Valentino
con la ginebra de mi padre en la petaca.
Con mi cintura estrecha y mi absurdo vértigo
cogida de tu largo brazo blanco
aunque nunca me doblabas hacia atrás, jamás, jamás,
ni me arropabas con tu encanto canalla.
Después, señor Muerte, echaste el cebo
durante mi primer declive, como lo llaman,
diciéndole a aquella aprendiz de suicida que celebrara
su propia despedida con su función de marionetas.
Salí a escena tragando píldoras y exclamando adieu!
en mi campo de exterminio particular con mi tímida judía.
Ahora la barriga cervecera te cuelga como a un gordo.
Revientas los botones y te echas gases.
¿Cómo voy a poder tumbarme contigo, mi cómico galán,
cuando ya peinas canas y eres un pobretón?
Y aun así me aplastas dentro de tu sobre;
me aplastas tanto como a una mariposa, para siempre, para siempre,
junto a Mussolini y al Papa.
Señor Muerte, cuando te acercaste a los hornos fue rápido
y con el hombre que se ahogaba también fuiste amable,
y sobre todo fuiste amable con el bebé que tuve que abortar
y no tanto con todos los crucificados combinados.
Pero cuando se trate de mi muerte, deja que sea lenta,
deja que sea una farsa este último peep show,
para que pueda acuclillarme en el rincón y probarme
mi necesario ajuar negro.
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HABLAR CON AMARGURA
Nacida como una enana
en 1894, la última
de nueve hijos, embutida en mi carrito
en Louisberg Square o la más baja
de la fila en el muelle del puerto de Boothbay
donde las percas azules se enfadaban y nadie nadaba jamás.
Charlando entre las langostas y las algas pardas
nos dirigimos a Squirrel Island con cinco sirvientes.
La cocinera vomitaba
por la borda y los terriers escoceses ladraban
y el viento azotaba la bandera nacional
hasta que los Stewart, los montones que había, desembarcaban.
Yo amaba esa isla como Jesús ama al jesuita
aunque me ahogué más allá del faro de Cuckold, otra historia.
A los ocho años me azotó la polio. Yo era la lisiada.
El mundo entero por la boca, salvo el esqueleto.
Me pusieron una enfermera
para que viviera toda mi vida,
pero ya he sobrevivido a los diecisiete
sin un solo hombre al que decir Sí, quiero, sí, quiero.
Madre, ser de buena cuna es otra maldición.
Ahora no soy más que una anciana llena de odio,
que deambula por el centro de Boston con un sombrero horrendo,
que nunca vivió y a la vez sobrevivió a su época,
odiando a hombres y perros y demócratas.
Cuando tenía treinta y dos
el médico me besó los miembros marchitos
y dijo que dejaría a su mujer y huiría
conmigo. Ay, recuerdo su aspecto,
su mano sobre mis botas, subiendo por la falda como un sacacorchos.
Al mes siguiente trasladó la consulta a Washington.
¡Ni un solo hombre merece el perdón! ¡Este, Oeste, Norte, Sur!
Arranco a mordiscos sus sandeces. Cristo se pudre en mi boca.
Maldigo la semilla de mi padre que me puso aquí
porque cuando muera no habrá nadie que diga: «¡Ay, no!
Ay, amor».
29 de agosto de 1972

7 de marzo de 1974. La poeta Anne Sexton durante una intervención pública en el teatro Sanders de la Universidad de Harvard, en Boston (EE UU). Crédito: Getty Images.
EL CORAZÓN MUERTO
Tras escribir este poema, un amigo garabateó en la hoja:
«Sí». Y dije para mis adentros: «Ojalá pudiera ser para
otro empeño… como Molly Bloom con su "y sí dije sí
quiero Sí"».
No es una tortuga
que se esconde en su caparazón verde.
No es una piedra
que guardarte bajo el ala negra.
No es un vagón de metro obsoleto.
No es un pedazo de carbón que puedas encender.
Es un corazón muerto.
Está dentro de mí.
Es un extraño,
aunque antaño fue agradable,
abriéndose y cerrándose como una almeja.
Ni imaginas lo que me ha costado,
loqueros, curas, amantes, hijas, maridos,
amigos y todo lo demás.
Ha sido caro mantenerlo a flote.
También recompensaba.
¡No lo niegues!
Medio me pregunto si abril lo devolvería a la vida…
¿Un tulipán? ¿El primer capullo?
Pero no son más que cavilaciones mías,
la pena que una siente ante un cadáver.
¿Cómo murió?
Lo llamé MALIGNA.
Se lo repetía, tus poemas apestan a vómito.
No me quedé para oír la última frase.
Murió con la palabra MALIGNA.
Lo hice con la lengua.
La lengua, dicen los chinos,
es como un cuchillo afilado:
mata
sin derramar sangre.
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