Todo esto es una reconstrucción: «El cuento de la criada» y su fuego sonoro
Los cuerpos secuestrados reclaman su dignidad, aniquilada por el régimen teocrático. A él se opone la marea roja que la voz de la criada protagonista encarna y documenta, vibrante de lucidez, firme en sus intenciones, que transita de la página a la pantalla. El diálogo entre «El cuento de la criada» (1985; editada en español por Salamandra), la extraordinaria novela de Margaret Atwood (Ottawa, 1939), y la serie de televisión del mismo título (Hulu, 2017-2025), renueva las preguntas acerca de la escritura como ficción y reconstrucción, testimonio y escucha, como oportunidad para cuestionar y comprender el presente, en las llamas del lenguaje, que son lava, cenizas, destellos.

Nolite Te Bastardes Carborundorum... Defred y Margaret Atwood a ojos de la ilustradora María Simavilla.
Cuando la lengua bombea verdades, su fuego contagia los sentidos y se vuelve incendio. Por eso, la frase que nació como verso de «Deletreo», incluido en el poemario Historias reales (1981), se convirtió en título del documental biográfico producido por Hulu en 2019, dirigido por Nancy Lang y Peter Raymond, y ahora vibra como eco en los tímpanos y recordatorio en las páginas: efectivamente, Una palabra tras otra tras otra es poder. Y la obra de Margaret Atwood, narradora, poeta y ensayista, materializa este mandato en todas sus dimensiones. La mecha temática, por un lado, se sumerge siempre en el terreno de la contemporaneidad y tensiona, con la fricción semántica, los equilibrios inestables de las relaciones, el rol de la mujer en las sociedades, la intersección de identidades, las políticas de la ambición, las versiones de lo bello y lo monstruoso y su fusión, las consecuencias del cambio climático, la mentira, el amor, la pérdida, el mito. La prosa y el verso, por el otro, danzan las acrobacias de la palabra en la reformulación de estructuras narrativas y la trasfusión entre códigos representativos: las novelas y los cuentos incorporan la poesía, y viceversa. El proceso complementario de condensación –el dibujo minucioso de los personajes centrales y de sus motivos– y expansión –la construcción de un universo entero, plasmado en sus elementos topográficos y simbólicos– teje la multiplicidad de hilos que la lectura y todas las transformaciones posibles amplifican. Así se gesta incendio.
La chispa estalla el 17 de abril de 1985. Las estanterías de las librerías de Canadá y Estados Unidos acogen El cuento de la criada, la sexta novela de Margaret Atwood. La voz de la protagonista conduce al público lector en un viaje que combina tiempos y espacios, noche y día, para documentar la estructura social y política de Gilead, la teocracia que rige los antiguos territorios estadounidenses. La narradora es una criada, al servicio del comandante Fred Waterford y de su esposa, Serena Joy (con cuánta ironía dramática la autora plasma los nombres de los personajes). A ellos les pertenece, despojada hasta de su nombre: es Defred (Offred en el original, término que también sugiere el calificativo offered, es decir: ofrecida). Cada mes, en la habitación matrimonial, en el corazón del hogar, Fred viola a Defred, mientras Serena aguanta con su propio cuerpo el cuerpo de la criada y la pareja recita los versículos de la Biblia en cuya interpretación falseada se sustenta la ceremonia, su violencia y perversión. En un contexto de baja natalidad, la función de las criadas es la procreación. A partir de esta premisa, Atwood despliega un cosmos narrativo que detona, implacable, los interrogantes que en este siglo XXI se levantan con llamaradas cada vez más altas: ¿Cómo se establece una dictadura? ¿Hasta qué punto los derechos fundamentales pueden vulnerarse? ¿Cómo aseguran las jerarquías sociales su propia supervivencia? ¿Acaso la brutalidad del ser humano hacia otro conoce límites? ¿Es la mujer libre de tomar decisiones que afectan a su propio ser, su economía, su futuro? ¿Resistir implica aceptación o rebelión? ¿Cuántas formas puede asumir un credo? ¿Hasta dónde empujan los extremos y los extremismos? ¿Qué implica la alianza mezquina entre poder, prohibición y control?
En un contexto de baja natalidad, la función de las criadas es la procreación. A partir de esta premisa, Atwood despliega un cosmos narrativo que detona, implacable, los interrogantes que en este siglo XXI se levantan con llamaradas cada vez más altas.
«Me impuse una condición: no incluiría nada que los seres humanos no hubieran hecho ya en algún lugar y en alguna época, ni nada para lo que no existiera ya una tecnología. […] Las ejecuciones en la horca activadas en grupo, la destrucción de seres humanos, la indumentaria específica de castas y clases, el parto forzado y la apropiación de sus resultados, los niños robados por los regímenes para ser criados por oficiales de alto rango, la prohibición de la alfabetización, la negación de derechos patrimoniales: todos tenían precedentes», explica la autora en la introducción a la novela, reeditada en ocasión del lanzamiento de la serie de televisión. En el territorio de la ficción estos precedentes se concretan en la jerarquía biopolítica de comandantes, esposas, tías, marthas, criadas, jezabeles, en la red panóptica de Ojos que controlan la aplicación de las normas y la ausencia de libertades, con la retórica del miedo, con la exposición pública del pecado y sus castigos visibles.
La vigencia trascendental de la novela sustenta su permeabilidad en el encuentro con otros lenguajes creativos, en una propagación ígnea que de la página pasa al escenario, a la pantalla y al espacio público. En 1998, El cuento de la criada se vuelve ópera, compuesta por Poul Ruders y con libreto de Paul Bentley, representada por primera vez en Copenhague en el año 2000, y sucesivamente en Londres y Estados Unidos, en la Minnesota Opera House en 2003 y en la Boston Lyric Opera en 2019, respectivamente. La adaptación cinematográfica es de 1990, con guion del dramaturgo británico Harold Pinter, dirigida por el director alemán Volker Schlöndorff, con banda sonora del compositor japonés Ryuichi Sakamoto: un equipo internacional para un texto que traspasa fronteras. En el año 2000, la BBC emite, con la voz de John Dryden, una adaptación radiofónica de la novela. Y en 2022, la llama se eleva en el ballet de los movimientos de la Canada’s Royal Winnipeg Ballet, con coreografía de Lila York. La novela gráfica, con guion de la propia Atwood e ilustraciones de la artista canadiense Renée Nault, se publica en 2019, mientras se emite la tercera temporada de la serie.

Nueva York, junio de 2022. La casa de subastas Sotheby's exhibe una edición especial de El cuento de la criada: un ejemplar único, resistente al fuego, concebido como símbolo contra la censura que ha perseguido con frecuencia a esta obra. El volumen, bautizado como The Unburnable Book, salió a subasta con un precio estimado entre 50.000 y 100.000 dólares. Crédito: Getty Images.
Creada por el productor estadounidense Bruce Miller y producida por Hulu, a lo largo de sesenta y seis episodios, distribuidos en seis temporadas de diez episodios cada una, El cuento de la criada recrea el relato de June Osborne, interpretada por una incendiaria Elizabeth Moss. Las variaciones de su mirada en primer plano, esculpida en el rostro en tensión, cuentan por sí solas el destello interno del personaje, que la voz en off y los gestos complementan o contradicen, retan o confirman. La relación con el personaje de Serena (encarnado por una también excepcional Yvonne Strahovski) se palpa en diálogos de una dureza granítica que enfrenta a las dos mujeres en los polos opuestos de la experiencia y, sin embargo, expuestas cada una a un recorrido de transformación. Si la primera temporada reproduce el desarrollo narrativo de la novela (Margaret Atwood colaboró como asesora y actuó en una escena del primer episodio), las cinco siguientes imaginan desarrollos posibles a raíz de las semillas que la autora ya había sembrado en la página. El final metaliterario de El cuento de la criada desplazaba la acción al año 2195, con las actas del congreso de la Asociación Histórica Internacional que, mientras revelan los rasgos de la mirada póstuma –que es también la nuestra–, preservan la apertura del recorrido de la protagonista. Defred escribe el futuro y el pasado con su propia voz. Ahora, aquí, ¿estamos siguiendo su invitación?
La historia de Defred y de las criadas, que Atwood escribió en Berlín en una máquina de escribir con teclado alemán, ya es cicatriz en la piel de nuestro siglo, recordatorio de lo que ya ocurrió, puede volver a ocurrir y, de hecho, está ocurriendo.
Para el lanzamiento de la primera temporada de la serie, en 2017, Hulu encargó al equipo del estudio Pentagram una intervención pública, en la línea de metropolitana High Line de New York. Paula Scher y Abbott Miller diseñaron una instalación interactiva compuesta por un muro de doce metros de longitud por cuatro de altura, dispuesto en acordeón, con paneles que exhibían la silueta sin rostro de la protagonista, intercalados por 4.000 copias de la novela y por citas que se convertirían en emblemáticas. «Cuando se estrenó, la serie El cuento de la criada halló un público que no necesitaba que lo convencieran», escribe la autora de la novela en la introducción a su colección de ensayos Cuestiones candentes. En una entrevista concedida a Eliana Dockterman, publicada en Time el 12 de abril de 2017, Margaret Atwood y Elizabeth Moss ya apuntaban la actualidad urgente de la novela y de la serie. Justo unos meses después de terminar la filmación, contra la previsión (el deseo) de victoria de Hillary Clinton, Trump ganó las elecciones y las manifestantes en la Women’s March llevaron carteles con el mensaje Make Margaret Atwood fiction again (Que la obra de Margaret Atwood vuelva a ser ficción), y con la frase en latín citada en la novela y que adquiría en la serie dimensión visual y simbólica: Nolite te bastardes carborundorum (No dejes que los bastardos te aplasten). A partir de la emisión de la primera temporada, por cierto, el lema se convirtió en tatuaje habitual: «Era una broma en las clases de latín con mis compañeras. Así que algo de mi infancia ahora está tatuado permanentemente en los cuerpos de muchas personas», revela Atwood en la misma entrevista. La historia de Defred y de las criadas, que Atwood escribió en Berlín en una máquina de escribir con teclado alemán, ya es cicatriz en la piel de nuestro siglo, recordatorio de lo que ya ocurrió, puede volver a ocurrir y, de hecho, está ocurriendo.
En 2019, la escritora canadiense publicó Los testamentos. La novela, galardonada con el Booker Prize (ex aequo con Niña, mujer, otras, de Bernardine Evaristo), sitúa la acción quince años después del final de El cuento de la criada: las voces intercaladas de tres personajes femeninos ensanchan el universo de Gilead y agudizan el bisturí de las preguntas. En 2022, Hulu y MGM anunciaron el desarrollo y la producción de una serie de televisión basada en Los testamentos. El rodaje empezó a principios de 2025 (Ann Dowd volverá en el papel de Tía Lydia) y la primera temporada podría estrenarse en 2026. Los destellos nacen de las cenizas, tatuajes del fulgor.

Páginas interiores de la adaptación gráfica de El cuento de la criada, de Margaret Atwood y Renee Nault. Crédito: cortesía de Salamandra Graphic.
Tres chispas habían avivado los dedos que tecleaban el cuento de ficción más real: las lecturas de literatura distópica –Orwell, Huxley y Bradbury–; la investigación histórica sobre Estados Unidos de los siglos XVII y XVIII; el interés por las dictaduras y su funcionamiento. Atwood encontró el marco exacto en la literatura testimonial: «Defred registra su historia como buenamente puede; luego la esconde, con la confianza de que, con el paso de los años, la descubra algún ser libre, capaz de entenderla y compartirla. Es un acto de esperanza: toda historia registrada presupone un futuro lector». En los silencios de su soledad, la criada dice, se dice y nos dice: «Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Debo creerlo. […] Al contarte algo, lo que sea, al menos estoy creyendo en ti, creyendo que estás allí, creyendo en tu existencia. Porque al contarte esta historia logro que existas. Yo cuento, luego tú existes». El dispositivo graba la voz y la memoria, su reconstrucción necesariamente fragmentaria, expuesta al oído desconocido que recibe el don y la responsabilidad de la escucha: el yo más completo –en la lectura, la escritura y la vida– sólo palpita en el reconocimiento y el respeto de un tú.
Tres chispas habían avivado los dedos que tecleaban el cuento de ficción más real: las lecturas de literatura distópica –Orwell, Huxley y Bradbury–; la investigación histórica sobre Estados Unidos de los siglos XVII y XVIII; el interés por las dictaduras y su funcionamiento. Atwood encontró el marco exacto en la literatura testimonial (...).
«Deseo que alguien […] pronuncie mi nombre»: es la plegaria de Defred/June. La desintegración de la identidad infecta todos los volúmenes de la existencia, empezando por el vestuario que codifica la jerarquía y marca la función: el rojo de la sangre para las criadas, el verde para las esposas, el marrón para las tías, el beige para las marthas. La paleta cromática, delineada en la novela y convertida en emblemática en la pantalla, es un rango de tonos sociales. El diseño de vestuario de las primeras dos temporadas estuvo a cargo de Ane Crabtree, que creó el uniforme icónico de las criadas. En 2018, el SCAD FASH Museum of Fashion + Film de Atlanta dedicó una exposición al trabajo de la diseñadora: el título Dressing for Dystopia (Vestir para la distopía) evoca la fusión de prenda e identidad impuesta que domina el universo serial. Natalie Bronfman, Debra Hanson y Leslie Kavanagh tomaron el testigo en las temporadas tres, cuatro, cinco y seis respectivamente, representando la incandescencia del cuerpo único de las criadas, sus heridas y sus gritos.
«¿Qué es una novela, en realidad?», se pregunta Margaret Atwood en La maldición de Eva, y dibuja un recorrido en negativo: una novela no es un texto sociológico ni un tratado político, no es un manual ni un tratado de moral, ni un testimonio del valor del arte por el arte, sin conexión con la vida. Porque «las novelas son ambiguas y tienen muchas caras, no porque sean perversas, sino porque intentan enfrentarse con aquello que llamamos condición humana, y lo hacen por medio de algo que es notoriamente escurridizo —a saber, el propio lenguaje».
Ese lenguaje que sigue latiendo en su fuego sonoro.
Una mirada crítica a la realidad actual, desde ...

