De Agatha Christie a «La paciente silenciosa»: una mirada al maquiavélico arte del «plot twist»
Publicada originalmente en 2019, la novela «La paciente silenciosa» (Alfaguara), de Alex Michaelides, sigue siendo hoy, cinco años después, un fenómeno editorial sostenido por unos números de vértigo: dos millones y medio de ejemplares despachados en 50 países, números que han llamado la atención de Brad Pitt, quien la llevará próximamente al cine. Los motivos de su éxito son muchos y variados, pero principalmente se reducen a estos dos, que son causa y consecuencia: el giro argumental final (lo que también conocemos como «plot twist») y el boca a oreja digital (en TikTok, por ejemplo, hay decenas de miles de vídeos de lectores reseñando del libro, muchos de los cuales sintetizan el desenlace con un simple y contundente «me voló la cabeza»). Aprovechando la fructífera segunda vida de este «thriller» de referencia, en LENGUA recordamos algunas de las enésimas vueltas de tuerca más representativas de la literatura contemporánea. Porque el lector es una criatura crédula por naturaleza, de ahí que existan pocas satisfacciones más excitantes que cuando ve sus expectativas destrozadas con un giro narrativo tan astuto e imprevisto que resignifica toda la historia: sin destripar nada, a continuación repasamos la importancia del golpe de efecto y algunos de esos grandes títulos que consiguieron desencajarnos la mandíbula.
Por Antonio Lozano

Desde la izquierda: Agatha Christie (crédito: Getty Images), Henry James (D. R.), Sarah Waters (Getty Images), Pierre Lemaitre (Marta Calvo), Gillian Flynn (Heidi Jo Brady), Dennis Lehane (Gaby Gerster) y Alex Michaelides (D. R.).
Podría decirse que la historia de la literatura sufrió un pequeño seísmo el mes de septiembre de 1925, cuando el periódico London Evening News publicaba la última entrega de El asesinato de Roger Ackroyd, tercera de las novelas de Agatha Christie protagonizadas por su tan perspicaz como relamido inspector Hercules Poirot. Para asombro de todos los lectores, y la indignación de no pocos de ellos, un giro copernicano al final de la trama revelaba que el narrador de la historia -y, para colmo, presunto ayudante del detective en la resolución del caso- era el asesino. Genialidad para algunos, manipulación escandalosa para otros -a la redacción del diario le llovieron cartas de protesta-, el desenlace marcaría un hito no solo en las ficciones de misterio -lanzando simbólicamente al género una invitación a seguir rizando el rizo-, sino que quedaría en el imaginario colectivo como un ejemplo recurrente sobre el poder de la ficción para engañarnos, o siendo más benévolos, jugar con nuestras expectativas.
No puede argumentarse que la controversia de la novela partiera de la incapacidad de los lectores para enfrentarse a una sorpresa mayúscula. En su Poética, Aristóteles estableció los principios que debían regir las tragedias, entre los cuales descollaban los tres actos -planteamiento, nudo y desenlace-, reservándose el último para mostrar la capacidad del protagonista para superar obstáculos y desafíos a priori insalvables, así como los cambios de carácter experimentados durante el trayecto, momento pródigo en revelaciones chocantes (sin salirnos de la tragedia, pensemos, por ejemplo, en el momento en que Edipo descubre que es el asesino de su propio padre). No, los lectores y el público llevaban siglos acostumbrados a finales que los dejaban ojipláticos. ¿Qué fibra sensible había tocado pues El asesinato de Roger Ackroyd? ¿Qué lo hacía tan imperdonable? La explicación más plausible es que el relator de la historia había decidido confundirnos y sustraernos información clave de forma consciente e intencionada (otros lo llamarán directamente mentir). Una cosa era un narrador no fiable, aquel de cuyo testimonio podemos albergar serias dudas -un ejemplo clásico sería el de la institutriz de Otra vuelta de tuerca, de Henry James-, pero que se diría que actúa de buena fe, siendo la primera víctima de unos hechos que se le escapan, que es incapaz de interpretar correctamente. Otra muy diferente, alguien que retuerce los hechos al dictado de sus caprichos e intereses, enmarañado la cronología, sembrando pistas falsas, ocultando elementos significativos...
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La psicología ha estudiado a fondo la figura del lector y demostrado que es ingenuo por naturaleza, es decir, que se inclina de forma natural a creer el testimonio de una voz que le cuenta una historia en primera persona. En definitiva, toda ficción se levanta sobre un pacto entre autor y lector que exige que el segundo tome por verosímiles unos acontecimientos transmitidos por el primero que, en el fondo, sabe que son producto de la imaginación. Sin esta «suspensión de la credibilidad», expresión acuñada por el poeta y filósofo Samuel Coleridge en 1871, el disfrute sería imposible. Ahora bien, ¿dónde está el límite entre credulidad sana y ser objeto de una manipulación flagrante? Aunque obviamente la tomadura de pelo escocerá ahora y siempre, no es lo mismo un lector de 1925 que el de hoy, casi un siglo después. El consumidor actual de cualquier ficción está curtido en trampas, zarandeos, culs de sac... y no solo acepta, sino que da por supuesto e incluso demanda que géneros como la novela negra o el thriller exploten los arabescos o tirabuzones narrativos y lo reten a anticiparlos (otro tema es que el mecanismo se haya ido de las manos y se abuse repetidamente de él, acumulando bandazos y finales sucesivos). La línea roja vendría a ser no insultar a su inteligencia. Aunque probablemente los giros extremos más grabados en la mente colectiva procedan del cine -El planeta de los simios, si bien cabe recordar que la fuente es la novela homónima de Pierre Boulle, de 1963; El sexto sentido, Sospechosos habituales...-, la literatura de los últimos veinte años ha dado brillantes muestras de historias que han impactado con vuelcos que resignificaban todo lo leído hasta ese momento. Ahí están Expiación (y, en menor medida, Operación Dulce), de Ian McEwan; o Falsa identidad, de Sarah Waters, de las que no entraremos en detalles, pero sí apuntaremos que generaron una cierta controversia cuando uno de los dos escritores acusó al otro de no jugar limpio, formulando de paso un principio muy interesante a la hora de medir el giro narrativo honesto: aquel que no borra lo ocurrido/explicado, sino que lo reenfoca desde un ángulo diametralmente opuesto.

Fotograma de The Usual Suspects (conocida como Los sospechosos de siempre o Sospechosos comunes en Latinoamérica y Sospechosos habituales en España), película dirigida por Bryan Singer. En la imagen, desde la izquierda, los actores Stephen Baldwin, Benicio del Toro, Gabriel Byrne y Kevin Spacey. Crédito: cortesía de Polygram Filmed Entertainment.
No faltarían ejemplos, pero cabe destacar dos de ellos por la fuerza y astucia de su planteamiento: 1) Perdida (Reservoir Books), el best seller global de Gillian Flynn, de 2012, objeto de una celebrada adaptación al cine a cargo de David Fincher. La inocencia o culpabilidad de un hombre en la desaparición de su esposa es la incógnita base de una historia que se ramifica y muta de formas que noquean al lector. Por medio del salto del punto de vista entre los dos cónyuges, Flynn nos obliga a recalibrar constantemente los hechos, abandonándonos en manos de dos trileros dispuestos a que nos explote el cerebro. Un matrimonio fundamentado en los secretos y las falsas apariencias deviene en el espejo perfecto de las técnicas empleadas por la novelista para destrozar nuestra inocencia lectora. 2) Vestido de novia (Alfaguara), probablemente el juego de manos más abracadabrante que ha facturado Pierre Lemaitre, quien en sus novelas policíacas regó sus tramas, siempre milimétricamente confeccionadas, de un espíritu particularmente lúdico y gamberro. Una mujer, Sophie Duguet, comienza a perder el control sobre su mente y sus acciones (sufre lagunas de memoria, extravía cosas, lleva a cabo pequeños hurtos...), lo que la arroja a un estado permanente de desconcierto y turbulencias para el que carece de explicación. Cuando al fin la encuentre, y el lector con ella, mejor será que ambos estén sentados. Entrar en más detalles sería peor que revelarle a un niño la verdad sobre Santa Claus...
¿Dónde está el límite entre credulidad sana y ser objeto de una manipulación flagrante? Aunque la tomadura de pelo escocerá ahora y siempre, no es lo mismo un lector de 1925 que el de hoy. El consumidor actual está curtido en trampas y demanda que la novela negra explote los tirabuzones narrativos (...). La línea roja vendría a ser no insultar a su inteligencia.
Un recurso muy valioso a la hora de explorar el giro narrativo bombástico en un contexto en el que la sobreproducción de contenidos de entretenimiento en los más diversos formatos es apabullante ha sido el de la psicología perturbada. En 2003, Dennis Lehane homenajeaba al terror gótico y al pulp en Shutter Island -posteriormente llevada a la pantalla grande por Martin Scorsese-, haciéndonos acompañar, a mediados de los años 50, a un agente federal a un hospital/isla para enfermos mentales del que se había escapado un paciente. Historia de redención salvaje con una pregunta trágica en su centro -«¿Qué sería peor: vivir como un monstruo o morir como un hombre bueno?»-, su protagonista encarnaba una suerte de paroxismo de las trampas que nos puede tejer nuestro cerebro traumatizado. La idea de la decodificación problemática del entorno ha estado en la base de best sellers planetarios de los últimos años como La chica del tren, de Paula Hawkins, o La mujer en la ventana (Grijalbo), de A.J. Finn, thrillers con crimen en los que mujeres en un estado emocional vulnerable servían a sus creadores la posibilidad de explotar, tan angustiosa como entretenidamente, el mecanismo del narrador no fiable y los consiguientes giros sorpresivos cuando al fin se revelaban las brechas (o no) entre sus lecturas de la realidad y la verdad.

Imagen promocional de Perdida (Gone Girl), adaptación del libro de Gillian Flynn dirigida por David Fincher. En la imagen, Rosamund Pike y Ben Affleck. Crédito: cortesía de 20th Century Fox.
Cinco años después de su publicación, La paciente silenciosa (Alfaguara), de Alex Michaelides (Chipre, 1977), que en cierta forma bebe tanto de Shutter Island -la mente como laberinto espeluznante, un espacio claustrofóbico...-, como de los libros citados de Lemaitre, Flynn, Hawkins y Finn -la mujer que funciona al modo de un enorme misterio para el lector, y en ocasiones para sí misma- sigue levantando pasiones entre los lectores y generando contenido entusiasta en las redes sociales (en TikTok ha devenido todo un fenómeno), en buena medida por un giro final que consigue que el comentario más repetido sea «me voló la cabeza».
Estudiante de Literatura Inglesa y de Psicoterapia, Michaelides estuvo muy influenciado desde niño por la mitología griega, de ahí que, cuando se planteó dar el salto de la escritura de guiones cinematográficos a la novela -cansado de aguantar egos destructivos en el plató y de carecer de libertad creativa, al tiempo que frustrado ante la imposibilidad de dar auténtico relieve a los personajes-, encontrara en el mito de Alcestis y Admeto uno de los motores narrativos. De cara a completar su ópera prima, no menos determinante fueron su familiaridad con los mecanismos de la psicoterapia y su trabajo en una unidad de seguridad para jóvenes con problemas psiquiátricos. Traducida en cincuenta países, La paciente silenciosa ha vendido dos millones y medio de ejemplares, al tiempo que sus derechos cinematográficos han sido adquiridos por la productora de Brad Pitt.
La trama gira en torno al misterio que supone la falta de respuestas a los motivos que impelieron a Alicia Berenson, una pintora exitosa, a descerrajar cinco tiros en la cabeza de su marido, un fotógrafo de moda. Sumida en un silencio inquebrantable, la asesina lleva seis años recluida en un centro psiquiátrico en el norte de Londres, al que llega un psicoterapeuta forense, Theo Faber, decidido a devolverle la voz y sacar a la luz la verdad de un caso que no ha dejado de fascinar a Inglaterra.
Bajo la influencia confesa de ascendentes tan variados como Agatha Christie, Alfred Hitchcock y las mencionadas tragedias griegas, el autor reflexiona sobre los abismos de la mente y el poder catártico del arte (y de la confesión) para sobreponerse a los traumas, apostando a generar tensión por medio de los espacios en blanco -léase, el mutismo de la protagonista- y la lenta revelación de los secretos enquistados, al tiempo que va conformando un puzle diabólico en el que se juega astutamente con las líneas temporales y las fuentes de información inesperadas. Nada diremos del final, más allá de insistir en que reconfigura todo lo leído e invita a una revisión para intentar dilucidar cómo se las ingenió el escritor para dejarnos con la boca abierta. Michaelides ha publicado otros dos thrillers superventas, Las doncellas y La furia (ambas también en Alfaguara), en los que la intriga, el crimen, la psicología y los mitos vuelven a combinarse de maneras que propulsan la lectura hacia delante.
Cinco años después de su publicación, La paciente silenciosa, que en cierta forma bebe tanto de Shutter Island como de algunos libros de Pierre Lemaitre o Gillian Flynn, sigue levantando pasiones entre los lectores (en TikTok ha devenido todo un fenómeno), en buena medida por un giro final que consigue que el comentario más repetido sea «me voló la cabeza».
Y cuantos disfrutaron de La paciente silenciosa están estos días de enhorabuena con la publicación de una novela que aborda algunos temas concomitantes y echa mano de recursos narrativos similares para convertir el viaje en una fuente de misterio hechizante y de angustia gozosa, con capas y más capas de nuevos significados abriéndose sin descanso. En Anna O (Salamandra), Matthew Blake ha conseguido seducir a miles de lectores -un fenómeno internacional, publicado en más de treinta países- con una aproximación original y sugerente: vincular el crimen al sueño. La protagonista que da título a la novela no solo parece cometer un doble asesinato en un estado de sonambulismo extremo, sino que a continuación padece el denominado síndrome de resignación, un trastorno neurológico funcional, vinculado a estados depresivos y a experiencias traumáticas, por el que la persona cae en un letargo o catatonia profundos. ¿Cómo entender y juzgar (en un sentido tanto moral como ante los tribunales) los actos de un individuo si se han cometido en un estado inconsciente? Preguntas de tan difícil respuesta son las que plantea una historia inquietante y absorbente.
Quedan advertidos: también les esperan unos giros de órdago. Los que salieron airados de la lectura de El asesinato de Roger Ackroyd en 1925 probablemente hubieran llevado a su autor a los tribunales.
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