Alejandra Pizarnik por Gabriela Borrelli Azara: una traición permanente
«Una traición mística» (Lumen, octubre de 2024) es una antología que recoge los mejores relatos de Alejandra Pizarnik, quizá la parte más desconocida de una obra en la que los géneros se transgreden constantemente. Considerada una de las escritoras en español más influyentes de la literatura de nuestro tiempo, Pizarnik es también la creadora de una escritura «densa y peligrosa», según sus propias palabras, así como la responsable de una de las experiencias de lectura más revolucionarias que podamos encontrar. Una revolución interna y profunda, cuyo movimiento conduce al enigma, tal y como cuenta la escritora argentina Gabriela Borrelli Azara en el epílogo del libro, un texto exquisito que reproducimos en LENGUA a continuación. «Una traición mística» es, en definitiva, un viaje asombroso, lúdico y a ratos delirante por el universo narrativo de Pizarnik, en cuya prosa sin duda hallaremos las claves de su obra: la visión irónica y burlesca de la realidad y de sí misma, la reflexión sobre el lenguaje, la muerte, así como los límites entre la cordura y la locura.
Alejandra Pizarnik. Crédito: Cortesía de Lumen.
El descubrimiento de la obra de Pizarnik es una de las experiencias más revolucionarias de lectura con las que una se pueda cruzar. Constituye una revolución interna y profunda. Recuerdo la primera vez que la leí, la incredulidad que me nacía: ¿era que realmente se podía escribir así? Se podía, y en mi propia lengua. Los poemas entonces nuevos para mí libraron pequeñas batallas con lo anteriormente leído y así, cada vez, dentro de una se van formando ejércitos del yo que marchan buscando algo. ¿Qué buscan? Encontrar, por ejemplo, esa tierra lejana de la que la última inocencia fue testigo, trazar aventuras perdidas, reposar bajo el árbol de una revolución permanente: la de Diana, patrona y cazadora, entre otras cosas, de bestias salvajes. El movimiento interno que produce la obra de Pizarnik está más cercano, sin embargo, al enigma que a la revelación. Es como si algo de aquello que no puede ser revelado se hiciera parte de una, algo que nos hace pensar que quizá no todo tenga explicación. Un movimiento enigmático, una revolución que traiciona todo lo que estaba construido. Así, al recorrer su obra se avanza sobre lo establecido y se transforma en traición permanente. Cada libro va arrastrando al anterior hasta hacerlos explotar en prosas dispersas pero cuidadas, ultratalladas. Contrariamente a una interpretación que diferencia su obra poética de su prosa, o enfatiza en lo que se considera un cambio de obsesiones literarias, aquí leo continuidades, insistencias y profundizaciones. En toda lectura se funda un espacio íntimo y al mismo tiempo compartido con otros lectores. El espacio que nos ofrece la obra de Pizarnik quizá sea uno de los más diversos y laberínticos: su poesía y su prosa no dejan de producir interpretaciones, emociones, intrigas, desacuerdos, leyendas que se van descifrando y acomodando a diferentes olas analíticas. Toda Pizarnik pasó ya por las lecturas psicológicas, las góticas, las postestructuralistas, las que confunden vida y obra, las feministas, y las del yo en el centro de la escena. Los más estimulantes quizá fueron los análisis guiados por la lingüística o la filosofía, o los de la dislocación del yo, tan fecundos. Lo cierto es que poco se ha reflexionado sobre la relación con los tiempos históricos en los que escribió, y sobre los diálogos secretos, indirectos y hasta invisibles que mantuvo con otros escritores de su época. Ahí radica tal vez una clave para leer estas prosas que traicionaron a algunos lectores y fundaron en otras nuevas batallas. La obra de Pizarnik fue durante mucho tiempo leída a la luz de su temprana y narradísima muerte, en 1972, después de consumir cincuenta pastillas de Seconal sódico. De toda una vida, fue la forma de su muerte el hecho que se convirtió en patrón para que su obra circule en clave maldita, una carga que cayó sobre todos sus versos. Algo así sucedió también con su prosa. Sin duda, los textos más sexuales dentro de su obra, verdadera radicalización lingüística y sonora, fueron incluso interpretados como consecuencia de la toma de unos antidepresivos. Todo acontecimiento dentro de su obra fue subyugado a la escena no menor, pero sólo la escena final de su vida. Me rehúso a reproducir este acuerdo; intento, en cambio, leer su prosa tanto en relación con sus poemas como con el momento político-literario en que la escribió.
Ver mas
Alejandra Pizarnik publicó su primer libro en 1955, en septiembre, con la ayuda financiera de sus padres y el empuje de Juan Jacobo Bajarlía, escritor, poeta y un nombre clave de la intelectualidad de esos años, que la conectaría con el surrealismo argentino y con quien tendría una relación principalmente intelectual. En Alejandra Pizarnik. Anatomía de un recuerdo, libro en el que Bajarlía narra su relación con Alejandra e intenta una biografía de sus primeras lecturas, aparece este diálogo:
Recuerdo, aún hoy, lo que me dijo ese día en La Paz*: «La muerte que sólo existe como necesidad de la vida también es poesía». La miré fijamente y le dije: «Has creado un poema, un poema pesimista pero un poema». Ella respondió con su frase obsesiva: «Quiero publicar».
Alejandra tenía sólo diecinueve años y ya poseía una obsesión vital: escribir, publicar. En ese momento estudiaba pintura, periodismo y filosofía. Lo conoció a Bajarlía en una clase de periodismo. Él la doblaba en edad, pero los libros y la conversación sobre literatura y filosofía los fueron acercando. Bajarlía le presentó a su editor y se mantuvo muy cerca de la edición de su primer libro, el único que Pizarnik firmó como Flora Alejandra Pizarnik, su nombre completo. La cuestión de la identidad no es algo menor, como nos lo dice el mismo Bajarlía en su libro, que no escatima comentarios sobre la curiosidad que le provocaban a Alejandra los autores que se habían suicidado; incluso expone diálogos y pensamientos de cómo llega a defender el suicidio y el lesbianismo de Safo: «El tema del lesbianismo le interesaba tanto como el del ocultismo. Ambos, según ella, servían para descubrirse. Era como escarbar en el principio de identidad. Ser uno mismo a través de una acción homeopática que consistía en tomar el propio cuerpo como una vía de escape». Parece que ella continuó diciendo: «Dentro de la naturaleza todo es verdad». ¿En qué escape piensa Pizarnik? En el escape del yo a través de las palabras, o tal vez en la creación de ese yo como cuerpo textual puramente. De ahí la plasticidad de su obra: las imágenes van desde la observación de la noche, en su poesía, hasta la rítmica picaresca y absurda de «En Alabama de Heraclítoris» o «La pájara en el ojo ajeno» en «Hilda la polígrafa».
La relación con Bajarlía alumbra una sentencia que insiste en la obra de Alejandra. Es una frase que une lecturas, influencias y finales. Alejandra tenía, entonces, un libro publicado y se estaba haciendo un nombre dentro del ambiente literario porteño: una noche de noviembre de 1955 se sentó frente al escritor y con una valija en la mano le dijo: «Me fui de mi casa, quiero casarme». Bajarlía, azorado, no respondió o respondió vagamente y entonces ella sentenció (parece que en una mesa del bar La Paz, siempre el bar La Paz): «Ahora o nunca». Finalmente fue nunca, y Alejandra tuvo amores, desencuentros y otras relaciones. Quisiera no detenerme sin embargo en la realidad de la anécdota o en la historia, sino en esas palabras, en ese ahora o nunca, para que funcionen como la marca emocional que provocan sus escritos, que parecen jugarse el tiempo entero, como si algo de la irreversibilidad se posara sobre ellos: es ahora o nunca que se escriben, es ahora o nunca que se leen. No existen por fuera de esas dos dimensiones. Es también esa disyuntiva, ahora o nunca, lo que conecta directamente con un poema que le dedica a Antonio Porchia, italoargentino autor de un solo, inmenso e inagotable libro: Voces. Poeta, pensador y místico, Porchia vivía más allá de la poesía y la escritura. Era él todas las voces, y su libro, un único libro lleno de poesía y sentencias a medio camino entre el aforismo y la condensación literaria. A Porchia, Pizarnik le escribió estos versos en su —tal vez— mejor libro de poesía: Los trabajos y las noches, de 1965. El poema se llama «Las grandes palabras»:
aún no es ahora
ahora es nunca
aún no es ahora
ahora y siempre
es nunca
Que Porchia y Pizarnik compartan las iniciales, A. P., y que entre los dos hayan cultivado la brevedad y la exaltación del pensamiento no puede ser casualidad. Algo del milagro de la lengua castellana se cifra entre ellos dos y en una constelación literaria que trama la poesía argentina. «Porchia tuvo la mayor importancia para Pizarnik», afirmó César Aira en su texto sobre Alejandra, y no usó la palabra «influencia», sino «importancia». Leer sus Voces fue para Pizarnik importante y fundante, y la relación entre sus obras es evidente. Veamos, por ejemplo, estas voces de Porchia: «Mis ojos, por haber sido puentes, son abismos», o «Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras».
Alejandra Pizarnik. Crédito: Sara Facio.
Pizarnik aumenta el caudal porchiano con la incorporación de lecturas que vienen de otro nombre con el que también comparte las iniciales, que, como si fuera alguna de sus prosas, podríamos llamar «incidentales».
Aldo Pellegrini fue un poeta argentino que fundó el primer grupo surrealista de Sudamérica en Argentina y compartió con Pizarnik traducciones y charlas sobre los surrealistas franceses que la cautivaron. Son éstas las aguas que desembocan en la creación de Pizarnik, tramas ocultas detrás de las palabras, las iniciales o la noche que se hace de la conversación. Lejos de la idea de creación única y solitaria de una niña maldita, Pizarnik fue una lectora voraz y lúcida que tenía la obsesión de una escritura: la suya. Si en su primer libro, La tierra más ajena, el epígrafe de Rimbaud —«¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia, / el optimismo estudioso: ¡cuán lleno de flores / estaba el mundo ese verano!»— señalaba la salida al mundo; sus poemas no delataban egoísmo ni adolescencia, sino el germen de un ritmo único en la poesía hispanoamericana: «Mi ser henchido de barcos blancos. / Mi ser reventando sentires. / Toda yo bajo las reminiscencias de tus ojos. / Quiero destruir la picazón de tus pestañas. / Quiero rehuir la inquietud de tus labios. / Por qué tu visión fantasmagórica redondea los cálices de estas horas?».
Pizarnik publicó casi ininterrumpidamente desde 1955 hasta 1972, año de su muerte. Su obra no hizo más que crecer, adquirir plasticidad y ganar en la mezcla de géneros. Como se puede ver en las prosas contenidas en este volumen, sus narraciones nunca abandonaron el ritmo poético ni la observación intensa, ni el yo fuera de lugar que trabajó en sus poemas. Pizarnik encarna la figura de la escritura permanente. La fascinación que nos produce su lectura no es más que espejo de su fascinación por la escritura y el descubrimiento voraz. Alejandra descubre el mundo a través de las palabras, que, claro, nunca le alcanzan, no le son fieles, se esconden detrás de otras. Para ella, la vida es oscuridad porque no muestra su otro lado, el después de la noche de la existencia, por eso poco se sabe de la noche (como de la muerte) pero ella sí parece saber de nosotras. Si, como afirmaba Osvaldo Lamborghini, el poema «es una desgracia pasajera», esta prosa sólo demuestra el tránsito de esa desgracia a la graciosa adversidad del diálogo o la desventura de la glosa. La obra de Pizarnik se cifra en tres dimensiones: la surrealista, que nunca abandona; la picaresca, con la que pone a prueba la lengua, y la del teatro del absurdo, en la que vuelve a indagar el ser. En el diálogo entre Segismunda y Carol, en «Los perturbados entre lilas», obra de teatro de 1969, la referencia a lo obsceno se vuelve declaración de principios literarios y clave para la lectura de su prosa:
CAR: Cuando entrás en el seno de la obscenidad, nunca más se te ve salir.
SEG: La obscenidad no existe. Existe la herida. El hombre presenta en sí mismo una herida que desgarra todo lo que en él vive, y que tal vez, o seguramente, le causó la misma vida.
«Los perturbados entre lilas» está plagado de elementos de un barroquismo carnavalesco: cinturones de castidad, féretros-inodoros, falos de oro como silbatos, triciclos mecanoeróticos: como si la maquinaria de la escritura no fuera otra cosa que posibilidad de erotismo. No pronuncio nombres (ni hombres) en vano. No traigo a colación el nombre de Osvaldo Lamborghini sólo por la cita del poema, sino por una conexión que retroalimenta la lectura. Lamborghini, al igual que Alejandra, publicó poemas y prosas, pero en un sentido inverso. Su literatura tiene la carátula de la prosa, de novelas cortas y cuentos, y sus poemas aparecen (como muchos escritos en prosa de Pizarnik) póstumos.
Osvaldo Lamborghini publicó su primer libro, El fiord, en 1969, el mismo año de «Los perturbados entre lilas» y otras prosas de Pizarnik. Compartían también la lectura de Antonio Porchia. Para los dos fue importante en los términos en los que lo plantea Aira. Lamborghini le dedicó un texto llamado «Porchia estaba loco», que comienza así: «Vamos a escribir unas cuantas frases para no entender, siguiendo el hilo, desde el supuesto de entender. Que toda demora se contabilice: ganar el tiempo». Ya María Negroni había señalado en su texto El testigo lúcido que la prosa de Pizarnik, sobre todo «Hilda la polígrafa», se «emparentaba» con la obra de Lamborghini por su pulsión neobarroca y su interés por los signos (más que por las emociones), la insistencia en la excrecencia y lo grotesco sobre lo bello.
Alejandra Pizarnik. Crédito: Sara Facio.
Ahora bien, y con esto voy llegando al punto, a la triangulación de la que les hablé antes: acercar mi lectura a la época y situar (o sitiar) a Pizarnik en el momento histórico en el que escribe su obra, específicamente, el momento de creación de su prosa que procuro leer políticamente, es decir, no separada de un contexto general de producción de textos en un momento histórico de la Argentina en particular y del mundo en general. Intento, rastreo en la oscuridad, casi sin antecedentes, una lectura sitiada de los textos en prosa de Pizarnik desde 1955 (año en que se abre para la Argentina una época de proscripción y seguidillas de gobiernos militares) hasta su muerte, en la convulsionada década de los setenta. Si la obra de Pizarnik fue abandonando la desgracia pasajera del poema para ganar la celebración del signo por sobre el tema, y la carnavalización y el juego sonoro se reúnen en sus prosas para señalar violencia, sexo y muerte (como en la biografía de «La Condesa Sangrienta»), ese proceso puede mirarse en el reflejo de la historia argentina. Aunque sea sólo una brisa, un clima de época con otros contemporáneos, con los que únicamente compartía, como en el caso de Lamborghini, la lectura de Porchia. El texto que le da nombre a este libro, por ejemplo, «Una traición mística», es un relato en prosa, un cuento, una autobiografía y algo todavía más difícil de definir, como la misma época en que fue publicado: febrero de 1970. La década de los setenta en Argentina fue sin lugar a dudas uno de los períodos más convulsionados de la historia del país. Se caracterizó tanto por las grandes movilizaciones populares, sindicales y estudiantiles como por el accionar de los diferentes grupos armados de izquierda y paramilitares. Manifestaciones como el «Cordobazo», que se había dado en 1969, continuaron con otras como el «Viborazo», por ejemplo, al año siguiente. El regreso de Perón en 1973 (exiliado en España desde 1955), los dieciocho años de proscripción del peronismo y su campo semántico marcan también el peso lingüístico de una época. Desde 1968, las influencias de las ideas marxistas, la Revolución cubana y las luchas armadas definen una época estremecida. La idea de la revolución (palabra que en Argentina había estado cooptada por movimientos conservadores de derecha) se extendía a cambios sociales y a la subversión de valores tradicionales. La violencia en la Argentina va a estar presente, en vida y muerte, como un fantasma constante que no descansa jamás. En este contexto Pizarnik escribe su prosa, sus más radicales y obscenos textos, como indicando otra impudicia, la que Lamborghini señala a través de sus ficciones atravesadas también por la política, el sexo y la violencia. Pizarnik parece jugar las cartas del humor y lo obsceno. Entiendo lo obsceno como un fantasma político, una presencia espectral que acecha, pero que no se puede siempre precisar con entidad material. La debacle social traducida al lenguaje aparece cuando el clima enrarecido de la violencia política argentina se cocinaba, en textos como éste:
¿Pero no resulta medio afligente ser la única náufraga sobreviviente en este cementerio hecho con aullidos de lobo y con el áulico ulular de Ulalume, cuya sombra yerra cerca del estuario, entre animales que parecen estatuas?
(Seguí, no seas vos también la marquesa Caguetti).
—Las desgracias no vienen solas puesto que vinieron con su madrina. Ché, Chú, quedate kioto.
—¿Entre qué tréboles treman los tigres? ¿De súcubo tu culo o tu cubo?
Lectoto o lecteta: mi desasimiento de tu aprobamierda te hará leerme a todo vapor.
[...]
¿Qué he de agregar si Plinio el Joven y Aristarco el Terco definieron para siempre el invisible fin de todo jardín? Porque yo, en 1970, busco lo que ellos en 197. ¿Y qué buscás, ché?, me dirá un lector. A lo cual te digo, ché, que busco un hipopótamo.
Claro que las relaciones entre textos e historia no son lineales, nada lo es. Es la temperatura social la que se cuece en la literatura, que no necesariamente toma elementos miméticos (soldados, guerras, crisis), pero se forja bajo la presión que todos estos signos producen. Esa temperatura percibo en la obra de Pizarnik: un territorio, un tiempo, una lengua en jaque. Esta misma lengua en la que ustedes leen, en la que Alejandra vivió y sigue viviendo y en la que se cometieron crímenes. La misma lengua con la que se torturó y se defendió la tortura. Todo, todo en nuestra misma patria castellana. Alejandra Pizarnik nunca escribió fuera del mundo, sino muy dentro de él, vorazmente comprometida con su obra y con la lectura. Le gusta París, le gusta menos Nueva York, y al final dirá: «Mi único país es mi memoria, y no tiene himnos».
Está el otoño, Señor, sobre mi vida, y todavía, Señor, no logro olvidar ese chiste malísimo que, en el verano de 1893, nos infligió esta patasanta en Haït-les-Bains, a un grupo de argentinos que tomábamos sol sin decir oxte ni moxte. Estábamos Eduardo Mancilla, Eduardo Wilde, Eduarda Mancilla, el segundo triunvirato, un indio ranquel, Ulrico Schmidl (supuesto amante de Isadora Duncan), un indio prendido, un indio aranculo, un indio cano, Leopoldo Lugones (supuestamente amante de La Sobaquinha), Andrés Bello (del brazo de Tórrida, su prometida), Leandro Alem, Parquechás, Chiclana y el Bebe Campo de Mayo.
—A ver si hacés un poco de mutis, pedazo de medio y verde pelo recorriendo la Costa Azul en bañadera —dijo la noble coja o, mejor, la blenojaco. Y arrodillóse no sin agregar:
—No me arrodillo ante vos, mierda que te verdo mierda, sino ante la mierda de la humanidad, a la que también le duelen las putas, no vayas a creer.
Finalmente, me gustaría que este epílogo empuñara otra traición. Que estas palabras que tuve el honor de escribir traicionaran, por un lado, el recuerdo sentimentaloide instalado, y por otro, la lectura que se hizo de estas prosas como «desviadas» de su obra más «seria». Creo que la prosa de Alejandra fue la gran explosión de una acumulación creativa que tenemos el privilegio de leer. También me gustaría que la celebración de su prosa sea un homenaje a su «carcajada de tamboriles y llamas» (como la recuerda el poeta Fernando Noy). Un manifiesto a favor de su tartamudeo pensante, su voz de "susurro orgásmico" o la risa que despertaba en sus amigos. Ivonne Bordelois la recordaba así, por ejemplo: «Yo lamento que haya trascendido con el halo trágico. Suicidarse se suicida mucha gente: ella era distinta, era una visionaria... Su humor tenía cantidad de matices y hacía cosas preciosas cuando conversaba». Agregaría que hacía cosas preciosas cuando nos internaba en el mundo del carnaval de su imaginación, un carnaval que subvierte, traiciona y comanda ejércitos en cada lector, para que enfrentemos la oscuridad de la vida con ritmo poético e imaginación literaria.
* Bar emblemático de la ciudad de Buenos Aires, abierto en 1944, situado en la calle Corrientes. Lugar de reunión de la intelectualidad argentina de las décadas de los cincuenta, sesenta, setenta y ochenta. Alejandra vivía muy cerca del bar, y lo frecuentó mucho los últimos años de su vida. Su amigo Fernando Noy afirmó: «La Paz fue el templo de la desmesura».