Socio número 15.885: de cómo el Rayo Vallecano me cambió la vida
El 20 de agosto de 2022, en un Madrid azotado por una ola de calor, el escritor y guionista Nicolás Casariego se subió al metro en dirección a Vallecas con el objetivo de abonarse al Rayo Vallecano. Ignoraba que le esperaba una noche al raso y una aventura de diez meses. Lo que aquí sigue es la crónica de aquella aventura para conseguir un abono, una hazaña que después se convertiría en el primer capítulo del libro «Rayografía» (Debate), un título que es en realidad la historia en clave de humor de un aficionado que trata de entender de qué va hoy el fútbol siguiendo los pasos del equipo de un barrio singular: del análisis financiero de las cuentas de un club al crecimiento urbanístico de una ciudad pasando por la explicación científica de lo que nos ocurre en el cerebro al celebrar un gol.
Vallecas, Madrid. 5 de noviembre de 2023. Decenas de manifestantes pro palestinos pasean frente al mural en honor a los aficionados del club de fútbol Rayo Vallecano. Los manifestantes se citaron en el barrio de Vallecas para expresar su solidaridad con Palestina y el rechazo a los continuos ataques israelíes desde que comenzó el conflicto entre Israel y Hamas el 7 de octubre. Crédito: Getty Images.
Sábado, 20 y domingo, 21 de agosto de 2022
Salí de casa a las ocho y media de la mañana del sábado 20 de agosto de 2022. Iba confiado en que mi misión era sencilla y que volvería en un rato, como si me hubiera propuesto comprar una lubina en el mercado y hubiera ido con tiempo de sobra. El problema fue que no iba a comprar una lubina, sino a hacerme socio y abonado del Rayo Vallecano. Algo que, como veremos, no tiene nada que ver con comprar pescado ni con casi ninguna otra cosa. Aquella había sido mi idea feliz y había estado esperando ser capaz de transmitiros por qué fue una idea feliz.
Había estado esperando unas semanas para poder ponerla en práctica. El Rayo Vallecano había sido el último club de la Primera División en lanzar su campaña de abonos; de hecho, se lo habían tomado con tanta calma que la Liga ya había comenzado hacía una semana. Lo de vender los abonos online, algo que ya hacían incluso clubes de Primera Federación, la tercera categoría del fútbol español, no parecía entrar en los planes de los vallecanos.
El cielo estaba azul, todavía no hacía calor y me subí al metro en la estación de Bilbao, ilusionado como un niño, repasando las razones que me habían llevado allí. El Rayo es un equipo popular e histórico del barrio de Vallecas, un suburbio obrero del sureste de Madrid con mucho carácter. El equipo, pese a estar en una gran urbe, representa fundamentalmente a una comunidad muy determinada y está orgulloso de ello. A diferencia de mi club, el flamante Real Madrid, cuyo primer mandamiento es ganar, el del Rayo es sobrevivir, y lo hace en la misma ciudad que sus vecinos merengues y atléticos, dos colosos. Hay vida más allá de los grandes. En lugar de obtener títulos sin parar, su objetivo es mantenerse en Primera División cuantas más temporadas, mejor. En sus noventa y nueve años de historia ha jugado veinte en Primera, su único título es de Segunda División y sólo ha jugado en Europa en una ocasión, en la extinta Copa de la UEFA, y fue como premio a su buen comportamiento en el campo. El apelativo que recibe, «matagigantes», expresa a las claras que el disfrute es máximo cuando se vence a alguno de los clubes grandes. La perspectiva de la competición era otra, nueva para mí.
¡Vamos, Rayito!
Si convertirse en abonado del Real Madrid es una quimera porque no hay abonos libres y su precio en reventa es inasumible, al menos en mi caso, el Rayo es el equipo de la élite del fútbol español más barato de ver; en la temporada 2022/23 se pagaban 210 euros por un abono en el fondo, y 390 en tribuna, precios a los que se aplican reducciones para jóvenes y otras. Además, el Estadio de Vallecas es pequeño y eso significa que se ve bien el fútbol desde casi cualquier localidad y puedes oír a los jugadores y los golpeos de balón. No está lejos de donde vivo, en el centro: en media hora en metro por la línea 1 me planto allí. Cuando sales, no te diriges a cualquier calle, sino a la del Payaso Fofó, en homenaje a uno de los célebres y televisivos «Payasos de la Tele», un vallecano que llegó a actuar con Buster Keaton y Cantinflas. En lo estrictamente deportivo, la Franja —llamado así por la franja roja que cruza en diagonal su camiseta blanca— es un equipo que, entrenado por Andoni Iraola, juega bonito, intenso, vertical y alegre. Sin miedo.
Por si fuera poco, mi idea había sido secundada por dos futboleros como mi hermano Juan y su amigo Bernardo, lo que completaba el plan. Juan es uno de mis cinco hermanos; tengo, también, dos hermanas y una familia numerosa cuyos integrantes irán asomándose por estas páginas. Salí del vagón en la estación de Portazgo, cuyo nombre, en letras grandes colgadas de una pared, lucía los colores blanco y rojo del Rayo. Subí las escaleras y salí a la calle: allí estaba el estadio, delante de mí, con su vetusta estructura de hormigón y su aspecto de no querer llamar la atención. Mi nuevo estadio, pensé. ¿Me haría algún día aficionado del Rayo de verdad o sólo iba a ser un turista, alguien de paso? Eché un vistazo alrededor y pronto me di cuenta de que mi genial idea de abonarme la habían tenido más de mil personas que, como yo, ese año no veraneaban fuera de la ciudad.
Las taquillas abrían a las diez de la mañana y en la zona más cercana a la entrada había familias y grupos de amigos sentados en sillas de playa plegables, con neveras portátiles, desperdicios alrededor y pinta de llevar allí horas. Vaya exageración, pensé. Comencé a rodear el estadio en busca del final de la cola, en dirección a la calle del Teniente Muñoz Díaz y comprobé que ya se extendía a lo largo de tres cuartos de su perímetro. Todavía confiado en que aquello era pan comido, me coloqué detrás del último, un chico lampiño y delgado que bebía un Nestea a sorbitos. Consulté la hora y la carga de mi móvil. Las nueve de la mañana y tenía un 90 por ciento de batería. Qué maravilla.
Los seguidores del Rayo Vallecano sostienen camisetas con un mensaje de apoyo a su equipo femenino durante un partido disputado en noviembre de 2021, año y medio antes de que explotará el célebre Caso Rubiales y el posterior movimiento #SeAcabó. Crédito: Getty Images.
Cinco horas y media después di un mordisco a un sándwich e inmediatamente se confirmó lo que me temía: el mixto no era una de las especialidades de aquel bar, situado al otro lado de la avenida de la Albufera, frente al estadio. Eran las dos y media de la tarde y ni en mi predicción más pesimista hubiera pensado que estaría aún lejos de conseguir los abonos. Tenía la paradójica sensación de que desde mi llegada no había pasado nada y a la vez habían pasado muchas cosas. La fila avanzaba a tirones, a paso de tortuga reumática, hacía un calor de mil demonios y la única buena noticia era que Bernardo estaba también en Madrid y, solidario, se había acercado a hacerme compañía.
Bernardo pertenecía al grupo de fieles amigos de mi hermano Juan conocidos en casa como «los del fútbol». La mayoría había coincidido en el colegio de los agustinos de Madrid. Para todos ellos el fútbol era parte indisoluble de su ser. Los había aficionados del Real Madrid, del Atlético de Madrid y uno, para poner la guinda, del Athletic de Bilbao. Mi hermano conoció al corazón del grupo, entre los que estaba Bernardo, en una liga promovida por empresarios de discotecas. Benditos años ochenta. Después jugó con ellos y con mi hermano Antón en el San Fermín, el equipo de otro barrio histórico del sur de Madrid, ahora perteneciente al distrito de Usera. Eran los primeros años de recién estrenada democracia, de libertad y de la Movida madrileña, pero también de la crisis económica, del paro y de las drogas duras.
San Fermín era un barrio conflictivo y las categorías en las que competían eran duras: recibían más patadas que Maradona, pero sin ser dioses del balón. Jugaban en tierra en campos que ahora son de césped artificial. Se trataba de un fútbol semiprofesional: recibían primas por las victorias que les permitían a algunos sobrevivir y a otros, los universitarios, cubrir sus gastos personales. Allí, tonterías, las justas, y pasión por la pizarra y la táctica, tampoco. Una de las arengas preferidas de un entrenador muy recordado era decirles, justo antes de saltar al campo: «¡Chicos, salimos como los tigres, con los huevos pegados al culo!». Bernardo, que jugaba de central o de lateral, acabó un partido con la nariz rota porque sus compañeros y amigos se la miraron —la sigue teniendo hoy completamente desviada— y le dijeron que no tenía nada; la gran aportación de un compañero fue, tras el partido, visitar a un hermano suyo veterinario en lugar de ir a las urgencias de un hospital.
Ir a verlos jugar, cuando tenía la suerte de que alguien me llevara, era una aventura para mí. Su uniforme, camiseta roja, pantalón negro y medias a rayas rojas y negras, me encantaba. Los aficionados eran broncos en general y simpáticos cuando se enteraban de que era el hermano pequeño de un extremo y de un central. En una ocasión mi hermano Juan llegó tras el partido con su camiseta roja llena de mocos: un defensa rival se había sonado en su camiseta para amedrentarle. Aquel color verde intenso y el espesor de las secreciones me convencieron de que ese tipo jugó con gripe, como poco. En otra ocasión, jugando en un pueblo bajo la lluvia, a Juan, al ir a sacar de banda, un juguetón espectador le metió por entre las piernas su paraguas y tiro de él para que el mango le golpeara los testículos: no fue expulsado del estadio. La vez más mítica, la más impresionante para mis ojos de once años, fue aquella en la que, de pronto, un hincha se lio a jamonazos con otro espectador. El jamón era el de una rifa para recaudar fondos, el agresor era un delincuente hermano de un jugador del San Fermín y el agredido, un aficionado del equipo rival que debió gritar algo fuera de lugar. Ahora entenderéis por qué, cada vez que me anunciaban que me llevaban a un partido, las manos me sudaban de nervios y emoción.
Bernardo, mi compañero ese día, era uno de aquellos míticos jugadores a los que sólo las lesiones retiraron de los campos. Su aspecto actual no recordaba a su pasado de jugador duro y expeditivo, salvo porque a sus sesenta años se mantiene en perfecta forma. Es abogado. Una de sus virtudes es que suele estar disponible para los planes que surjan porque es soltero y sin hijos, y casi todo le parece bien. De hecho, siendo abonado del Atlético de Madrid, allí estaba, en busca del doblete. El toque que lo convierte definitivamente en una persona muy interesante es que sigue saliendo muy a menudo de noche, algo digno de respeto y elogio por su ánimo y resistencia, pero excepcional por haberse conservado sano física y mentalmente. Lo dice alguien que tuvo un bar de copas, La Guillotina, y conoce el medio.
Mientras comía, Bernardo guardaba el sitio en la cola. A esas alturas, yo estaba de mal humor. Aquella situación me recordaba a mi servicio militar, una época absurda y sombría de mi vida. En la cola había la misma falta de información, suponía la misma pérdida de tiempo y se regía por la misma arbitrariedad y dejación de los organizadores del asunto. Nadie sabía cuántos abonos iba a vender el club, ni si llegaríamos a obtenerlos. Entre los aficionados cundían el desánimo y la rabia y nuestro alimento eran los rumores. Ya se sabe, alimento de desgraciados, el de los rumores. Se comentaba que sólo había tres taquilleras, que no había límite del número de abonos que podía comprar cada uno —lo que facilitaba la reventa—, que cada aficionado se demoraba una hora para elegir su asiento y que en cualquier momento se iba a llegar al cupo límite en venta. Me apresté a comerme la otra mitad de mi triste sándwich, hecho con el mismo amor con el que cocinaban por entonces en la base militar de Colmenar Viejo, donde serví, cuando apareció Óscar, un hondureño.
—¿Te importa si me siento?
—Adelante, siéntate —le dije.
Moreno y compacto, de unos treinta años, Óscar era el sufridor que estaba en la cola justo detrás de Bernardo y de mí y ya nos conocíamos. De hecho, durante la jornada ya había intercambiado unas palabras con al menos una veintena de personas. No había experimentado tal furor social desde la noche que probé el éxtasis en una discoteca londinense, a principios de los años noventa. El fútbol tiene eso. Con algunos había comentado el despropósito y con otros había charlado sobre el Rayo, para irme ambientando. La mayoría de los aficionados era del barrio o de los alrededores. No resultaba raro que en ocasiones se reconocieran y se saludaran, algo que, en una ciudad del tamaño de Madrid, no ocurre en otras zonas. Alternaban comentarios jocosos de resignación cristiana con insultos variados al presidente del club, Raúl Martín Presa, a quien, además de incapaz, tildaban de fascista. Óscar se pidió un bocata de calamares y charlamos sobre Honduras y sobre su hija de ocho años, con la que proyectaba ir al fútbol. Yo todavía ignoraba que iba a ser mi primer colega del Rayo. Estábamos rodeados de aficionados, bastantes con las camisetas del equipo puestas, supongo que como homenaje el día que iban a abonarse. A lo mejor, pensándolo bien, iban siempre vestidos con ella, quién sabe. De pronto se plantó delante de nosotros un rayista de mediana edad y generosa barriga, borracho como una cuba. Lata de cerveza en mano, nos abordó sin contemplaciones.
—¿Veis esa cola? —nos preguntó, señalando hacia el estadio. Me abstuve de contestar porque supuse que la pregunta era retórica, y acerté—. Pues ninguno de todos esos idiotas va a conseguir el abono.
Nos miró entre divertido y desafiante, tambaleándose antes de continuar:
—Yo me he venido a las dos de la mañana y me lo acabo de sacar ahora mismo. ¡No te jode! Esos gilipollas de ahí —señaló la fila— no se lo van a sacar ni de coña.
Se rio con el estilo de una hiena feliz y preferí no decirle que uno de esos gilipollas, técnicamente, pese a no estar en ese momento en la cola, era yo; otro más era el que estaba sentado a la mesa. Por suerte me callé: volver a casa sin el abono y con un ojo morado no entraba en mis planes para aquel sábado de agosto. El nuevo socio, visto que no le dábamos bola, se fue a seguir con su cogorza a otra parte y Óscar y yo continuamos hablando de su país como si hubiéramos oído llover, ignorando la información recibida. Nada peor que alguien te deje claro que estás haciendo el bobo cuando tú ya sospechas que estás haciendo el bobo. Al fin y al cabo, sólo es un borracho, me dije, para engañarme. Pagué la comida, regresé a la fila junto a Bernardo, que aprovechó entonces para irse a hacer unas gestiones. Busqué una sombra —bien escaso a esa hora— y me senté en el suelo, sin importarme demasiado la suciedad. Las piernas ya me dolían bastante.
Agosto de 2013. Un joven aguarda a las puertas del Estadio de Vallecas. Crédito: Getty Images.
Eran las cinco de la tarde y Bernardo se había quedado de guardia en la cola para que yo pudiera pasar un rato por casa.
—Vaya pinta tienes —me dijo mi hermano Antón, socarrón—. Pareces Tintín.
No le faltaba razón. Vestía al estilo del célebre personaje de Hergé: una camiseta blanca, pantalones cortos beige, calcetines marrones y botas de cuero de ante que algunos graciosos llaman «pisamierdas». Mi hermano me había hecho el favor de acercarme una silla plegable, útil tan indispensable como la tarjeta de crédito para sacarse un abono del Rayo. La silla era una menorquina de madera y tela azul cobalto, nada que ver con las sillas de playa y los taburetes plegables de Decathlon que usaba el resto del personal; en combinación con mi atuendo, tenía todas las papeletas para ser el friki de Vallecas. A Antón le preocupaba mucho que le devolviera la silla en las mismas condiciones en las que me la había prestado.
—Devuélvela, eh. Y cuídala.
Uno sigue siendo un niño para sus hermanos mayores, aunque haya sobrepasado los cincuenta. Es agotador, pero no hay nada que hacer. Antón es diseñador gráfico y editor. Fue un central técnico, contundente, serio y enérgico, ganador de duelos y con una capacidad de salto, pese a su poca altura, increíble. Sus condiciones físicas y coordinación le permitían destacar en cualquier deporte. Su juego podía recordar, si hablamos de grandes jugadores, al de los argentinos Daniel Passarella o Roberto Ayala. Jugó, como tantos deportistas aficionados, hasta que madrugar dejó de entrar en sus planes de fin de semana.
Tras una refrescante ducha, volví a tomar el metro y regresé con Bernardo. Ya estábamos en la fachada de la calle del Payaso Fofó, donde se encontraban las taquillas. Todavía nos quedaba un trecho y por delante de nosotros había más de cien personas.
—Sin novedades —anunció mi amigo a modo de saludo, lacónico. Luego, al ver la silla, sonrió.
—Eres un profesional.
Eran las seis de la tarde y ya había pasado hacía tiempo ese momento clave en el que sabes que es absurdo seguir haciendo una cola como esa, pero llevas tanto invertido que abandonar tampoco es una opción. Nos habían informado de que la taquilla cerraba a las nueve de la noche y confiábamos en que, si no llegábamos a ellas, nos darían un tique para respetar nuestra posición en la fila el día siguiente. Pero hacia las siete y media de la tarde, la llegada de seis furgonetas antidisturbios de la Policía Nacional no auguró nada bueno. Al verlas, se elevó un murmullo entre la gente y se escucharon algunos gritos e insultos. Todavía, pensé, esto se tuerce aún más y me vuelvo a casa con el ojo morado. Los policías se dirigieron hacia las taquillas sin responder a las preguntas de los aficionados para saber qué hacían allí. Tras unos minutos Bernardo y yo nos dimos cuenta de que se había formado una segunda cola que discurría en sentido contrario a la nuestra, frente a nosotros. El desconcierto de la gente era total. Por suerte, como dicta la experiencia, una segunda fila nueva suele ser mejor que la primera antigua. No tardamos en plegar la silla y situarnos en ella.
Según nos comentaron otros penitentes iban a cerrar en breve las taquillas y habían sacado afuera a los que estaban ya en el corredor de acceso. Aquellos eran quienes habían creado la segunda fila. Mientras rumiábamos nuestro descontento, llegaron unos policías con vallas y las colocaron delimitando la acera, en paralelo a la fachada, y nos dejaron encerrados en el espacio entre las vallas y la pared del estadio. Me entró complejo de oveja.
—¡Señores! —comenzó un policía enorme con ese tono del que anuncia y no negocia—. Las taquillas han cerrado por hoy. Los que quieran pernoctar, pueden hacerlo. Los que no, irse.
Pernoctar. Vocabulario militar. Hubo tímidas protestas y exclamaciones de asombro. También algún intento de diálogo para hacerle entender al policía que lo más justo era que fueran inmediatamente a detener al presidente del Rayo y a su directiva, en lugar de habilitar un cercado para nosotros. Algunos infelices seguían exigiendo tiques para no perder el sitio al día siguiente, todavía creyendo que alguien nos iba a tratar como a seres humanos. La policía seguía órdenes y se limitó a oír nuestras quejas con paciencia mientras unían mediante cinta aislante cada valla con la siguiente.
—Que nadie salga, ni entre, ni abra las vallas —comentó el policía más cercano—. Que luego tenemos problemas con quién estaba y quién no.
—¿Y si tengo ganas de mear? —le preguntó un graciosillo, con toda la razón.
Cumplidas las órdenes, los policías abandonaron el lugar satisfechos de que no se hubiera producido ningún altercado grave. No me dio pena verlos marchar, aunque en su favor he de decir que fueron las únicas personas que se habían dirigido a nosotros en toda la jornada. Los ánimos estaban por los suelos. Parte de los aficionados habían abandonado la zona, pero otros muchos se habían quedado, todavía indecisos.
—Bueno, ¿qué hacemos? —le pregunté a Bernardo, sin ganas de asumir la responsabilidad.
Mi amigo miró alrededor y suspiró.
—Mañana va a ser igual: seguro que no habilitan más taquillas.
Yo me voy a casa.
—Ya —concedí, comprendiendo que su decisión era la razonable—. Pero no sabes lo que me molesta irme con las manos vacías. Bernardo se encogió de hombros, se despidió y desapareció calle abajo. Agotado, desplegué la silla y me senté a reflexionar. Tras más de diez horas en Vallecas, era el momento de analizar los pros y los contras de quedarme o abandonar.
Encendí un cigarrillo y comencé por los pros. Con suerte, todavía podía conseguir los abonos. Pese a todo, me había divertido y el ambiente me gustaba. Al fin y al cabo, hacer algo que se salga de la norma y de la rutina siempre es beneficioso e instructivo. Más aún, si cabe, tras la pandemia de la COVID. El premio de la resistencia, además, era un plan para todo el año, no algo puntual. Pasé a los contras. Tienes ya cincuenta y un años y a veces sigues actuando como un crío, la vas a palmar de un infarto en cualquier momento y a ver quién es el valiente que le explica a tu hijo por qué moriste. Casi no puedes tenerte en pie; por el dolor que estás sintiendo ahora mismo, estás seguro de que tienes otro cálculo de riñón en su camino de salida y no llevas analgésicos; juraste hace años que jamás volverías a hacer una cola en tu vida salvo en hospitales; si te quedas es por orgullo y sabes perfectamente que el orgullo es un sentimiento dañino, y a evitar. En realidad, no puedes ya más del omnipresente fútbol, los del Rayo te están tomando el pelo y tratándote como basura, vas a dormir en la calle del Payaso Fofó pero aquí el único payaso eres tú y tu idea que te parecía tan buena no es más que un mal chiste. Di una calada profunda, me levanté, tiré la colilla al suelo, plegué la silla y miré a mi alrededor. Estaba más claro que el agua. Necesitaba aliados para establecer turnos y pasar allí la noche.
Vallecas, febrero de 2022. El grupo de aficionados ultras del Rayo Vallecano, también conocidos como los Bukaneros, ondean banderas y encienden bengalas en las afueras del Estadio de Vallecas antes del partido contra el Real Betis en la semifinal de la Copa del Rey. Crédito: Getty Images.
Una furgoneta blanca y roja, pintada con los colores del Rayo, entró en la calle vacía. Aparcó junto al estadio y dos operarios distribuyeron agua, refrescos y alimentos entre los esforzados y heroicos aficionados del club, quienes, felices y agradecidos por la iniciativa, les aplaudieron. De pronto, de la furgoneta salió un dragón enorme.
Me desperté del sueño y noté el dolor de espalda, la sequedad de la boca, el cansancio. La noche era fresca, si llamamos fresco a los 32 ºC de temperatura. Apenas había un ruido; los que hablaban a gritos y cantaban hacía unas horas ya estarían durmiendo la mona. Miré el móvil: las cuatro de la mañana. Mi compañero de turno, el chico sentado a un par de metros, se había dormido con la cabeza caída hacia un lado. Daba grima verlo. ¿Se rompería el cuello? No, no había peligro, era muy joven, estaba en la flor de la vida. ¿Cómo se llamaba? Llevaba ya tres horas con él y era muy simpático, pero… Aquel era un buen momento para orinar. Me levanté de la silla y zigzagueé entre tipos dormidos o al menos callados en dirección hacia la salida, donde terminaban las vallas.
Me alejé unos metros y en medio de la calle, bajo la luz de las farolas, sentí cierta sensación de amplitud, de libertad, además del placer de estirar las piernas entumecidas. Fui más allá, hasta un árbol, y oriné sobre la tierra del alcorque. No, no suelo mear en la calle, costumbre asquerosa que fue muy española hasta que por las multas se fue perdiendo. Regresé a mi puesto y traté de volver a dormirme.
No tenía muy claro quiénes integrábamos el grupo que habíamos reunido para turnarnos de noche, pero confiaba en los demás. Al tomar la decisión de quedarme, abordé a un joven de unos veinticinco años con gafas, una barba rala y una gorra gris que podría parecerse a las de los chulapos madrileños, sin serlo. Se llamaba Jesús, fue muy amable y al rato formaba parte de un grupo de WhatsApp que se denominaba «Isinho es Dios» en honor a Isi Palazón, uno de los mejores jugadores del Rayo, cuyo diminutivo, por su calidad, habían brasileñizado. El nombre del grupo me encantó. Nos distribuimos los turnos y el mío fue de una de la mañana a siete, el más largo, aunque no me importó. De hecho fue mucho más relajado y llevadero que el día. Cuando me relevaron y volví a casa pude dormir al menos cuatro horas.
Al día siguiente, a la hora de comer, como si fuera Bill Murray en Atrapado en el tiempo, estaba casi en el mismo lugar y en parecida situación a la del día anterior. Bernardo había vuelto, seguían pasando cosas y, a la vez, no pasaba nada. La odisea había salido en los medios y algunos jugadores del Rayo se habían solidarizado en las redes sociales con sus fans. Óscar Trejo, el capitán argentino del equipo, había publicado un tuit en el que decía: «Solo queda agradecer que a pesar que las cosas no las ponen fácil, ustedes siempre responden. Agradecerles en nombre del equipo». Un punto para Trejo, pese a la gramática. Por allí pululaba todavía una pareja de reportero y cámara de alguna cadena en busca de que se produjera alguna noticia fresca, ya fuera un infarto o una pelea de borrachos. Por otro lado, ya ponía cara —que no nombre, me cuesta horrores retenerlos— a casi todos los integrantes del grupo de WhatsApp. Había dos parejas de hermanos —Jesús y su hermano Pedro, con quienes había compartido turno, y dos uruguayos— y otros que quizá iban por libre. Óscar, el hondureño, estaba con nosotros. Todos menos yo y un tipo calvo con barba de unos cuarenta años eran jóvenes o muy jóvenes. La mayoría muy rayistas, como era de esperar.
A esa hora del domingo, otra vez bajo el sol inclemente de la meseta, por fin ocurrió algo de verdad. Alguien del club salió a informar. Se trataba de un hombre poderoso en su físico, calvo, con una barba larga canosa y aspecto de conducir una Harley Davidson en la Ruta 66. Entonces no sabía quién era, pero ahora sí. Poco probable que haya conducido una Harley en su vida. Era Jesús Fraile, exgerente, director financiero, apoderado y consejero del Rayo Vallecano en la época en la que dirigía el club Teresa Rivero, primera mujer en presidir un club de fútbol en nuestro país, en 1994. Hoy, casi veinte años después, hay dos mujeres presidentas de clubes profesionales, Victoria Pavón del Leganés y Amaia Gorostiza del Eibar. Rivero era también la célebre viuda del polémico empresario y político José María Ruiz-Mateos, alias Supermán, el fundador de Rumasa, el conglomerado empresarial y bancario del logo de la abeja. Estuvo en la cárcel tras la expropiación del grupo por parte del Gobierno socialista en 1983, cuando también pasó de ser supernumerario del Opus Dei a enemigo de la Obra al considerar que había sido traicionado; murió en 2015, con ochenta y cuatro años de edad, condenado otra vez por estafa, en esta ocasión por Nueva Rumasa, su segundo proyecto, desarrollado junto a sus hijos. Fraile y Rivero, por su parte, fueron condenados en 2018 por delitos contra Hacienda, él por administración desleal y desfalco. Abandonó sus cargos con la llegada de Raúl Martín Presa, el empresario que compró la gran mayoría de las acciones a los Ruiz-Mateos en 2011 y preside desde entonces el Rayo y su fundación. Fraile seguía inhabilitado. Ignoro si en ese momento estaba contratado por el club, pero era quien se ocupaba aquel día de las taquillas. Fraile las había visto ya de todos los colores y aguantó con estoicismo las críticas de los aficionados. Su gesto de salir a explicar la situación y tratar de encontrar una solución no me cabía duda que había sido una iniciativa propia y estimable. Fraile nos informó educadamente de que aquel día iban a entregar 200 abonos más. La idea era ir dando papelitos numerados desde el inicio de la cola hasta llegar a esa cifra.
—Los que no tengan papelito, tendrán que esperar a mañana.
—¡Llegamos, llegamos! —La voz se corrió como la pólvora en mi heterogéneo grupo: ya no había demasiada gente delante.
Fraile fue repartiendo los preciados papeles y, efectivamente, llegamos. A mí me tocaron los números 51 y 52, a Bernardo el 53. Todavía tuvimos que esperar un par de horas a cruzar el umbral de la puerta por la que se accedía al patio en el que se encontraban las taquillas, pero aquel fue un momento mágico. Lo hice junto a Bernardo y con la silla a cuestas y los chicos, con guasa y entre risas, corearon mi nombre.
—¡Niiiiiico, Niiiiiiico…! ¡Esa nocheeeee!
Inolvidable. Para un futbolista no valdrán nada, pero para un seguidor esos breves aplausos significan mucho. Una hora después Bernardo y yo éramos dueños de los tres abonos y los fotografiamos sobre una repisa del despacho de las taquillas para enviar la captura a los amigos y familiares que habían seguido el sainete con interés creciente. Eran las cinco y media de la tarde y Bernardo, vaya aguante, se iba al Metropolitano a ver a su Atleti jugar contra el Villarreal. Por desgracia para él, fue a verlo perder.
Regresé a casa y al entrar sentí el alivio de las grandes ocasiones, de esos días en los que tu apartamento o donde vivas te parece el mejor lugar del mundo, la guarida de tus sueños. Caí rendido sobre la cama y pensé, que, por increíble que pareciera, haber sido maltratado por los responsables del Rayo Vallecano había sido el primer paso para convertirme en aficionado suyo. Según explicaron desde el club, que no se pudieran comprar los abonos online se debía a que habilitar ese canal de venta hubiera sido un agravio para las personas mayores, poco duchas en navegar por la red. Era preferible, supongo, que palmaran en la fila, bajo el sol. Fuera como fuese, me habían ganado para la causa. El funcionamiento del cerebro es algo inexplicable. ¿Les suenan las ganas crecientes que tenías de joven de entrar en una discoteca después de que un portero malcarado y sádicamente arbitrario te hubiera rechazado un par de veces y cómo volvías a intentarlo, como si fueras una polilla dándote de golpes una y otra vez contra la bombilla? ¿O haber renovado tu voto de confianza en sucesivas elecciones a un partido que no cumplió ni una de sus promesas en la primera ocasión ni jamás tuvo la intención de hacerlo? Pues eso.
El abono que guardaba en mi cartera, el número 15.885, con mi nombre y asiento impresos, se había convertido de inmediato en una de mis propiedades más preciadas. Cerré los ojos. La aventura de aquella temporada había comenzado 32 horas antes. Ahora quedaban diez meses. Lo mejor.
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