Cómo nos hicimos posmodernos: el caso Jenny Holzer
En el mundo posmoderno, opina el escritor británico Stuart Jeffries, el arte transgresor corre a menudo el riesgo de sufrir sumisión por parte del sistema al que parece estar haciendo objeto de sus críticas. Y ello no se debe a una colaboración aquiescente de los artistas, sino a una característica primordial de dicho mundo: la apropiación. En las siguientes líneas, una parte de la introducción de su libro «Todo a todas horas en todas partes» (Taurus), el propio Jeffries reflexiona sobre esta paradoja a través de la obra de la artista Jenny Holzer, quien se inició en el «street art» y terminó trabajando servicialmente para marcas de lujo y bancos dentro del mismo sistema que antes había condenado.
Por Stuart Jeffries

Año 1990. La artista Jenny Holzer posa frente a una de sus instalaciones en el Museo Guggenheim de Nueva York. Crédito: Getty Images.
En 1982 apareció en el centro de Manhattan un mensaje desconcertante. «Protect me from what I want» [«Protégeme de lo que quiero»], decía un enorme rótulo led ubicado en Times Square. ¿Qué estaba vendiendo? ¿Por qué querría nadie verse protegido de sus propios deseos? ¿Quién iba a encargarse de dicha protección? ¿Y quién nos ha hecho desear cosas que no deberíamos? La responsable de la instalación de aquel rótulo, la artista Jenny Holzer, no ofrecía respuesta alguna.
Lo que Holzer podría habernos dicho, en todo caso, es que no se trataba de un letrero publicitario sino artístico, aunque tampoco de la clase de arte que, habitualmente, se ve expuesto en las galerías. Quizá lo más conocido de toda la obra de Holzer sean las camisetas, las gorras de béisbol y hasta los preservativos con lemas impresos que produjo a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980 en Nueva York. Hacía también arte de guerrilla y, de noche, empapelaba las calles con carteles en los que podían leerse textos de Karl Marx, Susan Sontag o Bertolt Brecht y otros escritos por ella misma, como «El deseo de reproducción es un deseo de muerte» o «El amor romántico es un invento para manipular a las mujeres». «A la mañana siguiente, me acercaba por allí a hurtadillas para comprobar si la gente se paraba a leerlos —explicó Holzer—. Esa es la verdadera prueba del street art, que la gente se pare. Había quienes tachaban los carteles que no eran de su gusto y escribían otras frases. Me gustaba que la gente interactuara con ellos». (Ver notas al pie: 1)
«Da la sensación de que las cosas desesperadas atraen la atención y las cosas bellas despiertan una celebración —me dijo en 2012—. Si tuviera que elegir optaría por lo horrible, con la esperanza de hacer algo que produjera un resultado más feliz». Quizá lo que la artista esperaba era que sacar el arte de las galerías a la calle le permitiera denunciar una cultura de desenfreno consumista y comunicar su mensaje subversivo a nuevos sectores demográficos.
Eso «horrible» hacia lo que gravita Jenny Holzer tiene que ver con el hecho de que, en nuestra era posmoderna, la tragedia existencial humana del deseo que va seguido de la decepción que va seguida del deseo que va seguido de la decepción se ha visto explotada como nunca. Con toda probabilidad, Holzer estaba señalando la forma en que ese ciclo de deseo-decepción contribuye a mantener en funcionamiento al capitalismo; de lo que tenemos que protegernos es del peligro de ser corrompidos por el deseo en general y por el deseo de comprar en particular.
Su rótulo es un vistoso emblema del nuevo mundo posmoderno en el que hoy vivimos. Un mundo en el que tenemos la conciencia de estar atrapados en un sistema cuya transformación consideramos bastante imposible. Un mundo, de hecho, en el que nosotros mismos provocamos nuestra propia opresión por medio de las cosas que deseamos.
La obra de Holzer invocaba un 1984 de un tipo distinto al que concibe la novela de Orwell. Para mantener el poder, el Gran Hermano debía hacer uso del electroshock, la privación del sueño, el confinamiento solitario, las drogas y la propaganda intimidante. Para mantener a los sujetos en un estado artificial de necesidad, su Ministerio de la Abundancia se aseguraba de que escasearan los bienes de consumo. En nuestra era del neoliberalismo desindustrializado, esa forma de biopolítica ha quedado obsoleta, defiende el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. El capitalismo ha descubierto que no tiene que mostrarse represivo, sino seductor, y ahora, en vez de decirnos que no, nos dice que sí; en vez de prohibirnos cosas a base de mandamientos, disciplina y escasez, parece que nos permite comprar todo aquello que queramos cuando queramos, convertirnos en lo que queramos y cumplir nuestros anhelos de libertad. (2)
Así somos hoy
La idea que deseo exponer en este libro es que la cultura posmoderna surgió bajo la estrella del neoliberalismo, una ideología económica global entre cuyos héroes o demonios —según cuáles sean las convicciones políticas de cada uno— figuran Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Deng Xiaoping y el general Augusto Pinochet. Una ideología que defiende que la iniciativa empresarial debe estar liberada de la supuesta mano muerta de la intervención estatal. Antes de que el neoliberalismo nos tuviera sometidos a su control, los estados industriales avanzados de la posguerra, en especial en Europa occidental, mantenían un compromiso con dos cuestiones: la escalera social y la red de seguridad. La primera ofrecía la oportunidad de ascender a las personas más desfavorecidas; la segunda, protección ante cualquier posible caída. La educación pública gratuita era parte de la escalera; el sistema de sanidad socializado formaba parte de la red de seguridad. Los neoliberales, como Reagan y Thatcher, echaron abajo la escalera y agujerearon la red de seguridad. Recortaron el Estado y lo dejaron circunscrito a un papel más humilde. Su nueva labor consistía en construir un marco para defender y extender el libre comercio, el libre mercado y el derecho de propiedad privada. ¿Paliar la pobreza o favorecer la igualdad de oportunidades? El Estado podría olvidarse de todas esas tonterías paternalistas.
A lo mejor nuestros padres se ganaban la vida haciendo cosas útiles y empleando para ello destrezas hoy obsoletas, pero, en nuestro caso, es más probable que hoy trabajemos en algún call center de un sitio web de préstamos.
Poco después del nacimiento del neoliberalismo, la economía mundial experimentó una recesión económica. La crisis de 1973-1974 y la posterior de 1979-1983 acabaron con el modelo fordista de producción industrial integrada. Proliferaron, en cambio, los contratos a corto plazo y la externalización del trabajo desde ciudades industriales como Walsall, en Reino Unido, hacia Varsovia y más al este aún. La era de la información suplantó a la era de la fabricación, el capital fluía con mayor libertad por el mundo entero, las empresas se expandieron a escala mundial. A lo mejor nuestros padres se ganaban la vida haciendo cosas útiles y empleando para ello destrezas hoy obsoletas, pero, en nuestro caso, es más probable que hoy trabajemos en algún call center de un sitio web de préstamos.
Para que el capitalismo pudiera superar las crisis de recesión —de hecho, para que pudiera salir fortalecido de ellas—, el neoliberalismo necesitaba los servicios de una cultura populista basada en el mercado como medio de diferenciación y en un libertarismo individualista. «En ese sentido, se demostró más que compatible con el impulso cultural llamado "posmodernidad" que durante largo tiempo había permanecido latente batiendo sus alas, pero que ahora podía alzar su vuelo plenamente consumado como un referente dominante tanto en el plano intelectual como cultural», afirmó el geógrafo marxista David Harvey. (3)

Marzo de 2019. La proyección titulada Instalación para Bilbao sobre la fachada del Museo Guggenheim de Bilbao como parte de la exposición Jenny Holzer: Lo indescriptible. Crédito: Getty Images.
Pero ¿qué es la posmodernidad? Como su propio nombre indica, es posterior a la modernidad. Es un movimiento que desdeñó la perspectiva moderna. Para sus entusiastas, se trataba de un carnaval vertiginoso, lúdico y libidinoso que tenía lugar después de los años de prisión comunal, un despliegue de color y entrecomillados que llegaba para reemplazar a las hectáreas de hormigón brutalista de la modernidad. Pero la posmodernidad es algo más que ese ayudante cultural del neoliberalismo que describió Harvey. Es una paradoja. Funciona, al mismo tiempo, como coartada del orden neoliberal y como acusación contra él. Peor aún, las mismas acusaciones pueden servirle también de coartadas.
El «Protégeme de lo que quiero» de Jenny Holzer es un buen ejemplo. Es posible que la artista lo concibiera como una subversión radical de los hábitos consumistas, y quizá lo fuera. Pero si su obra debía «hacer algo», tal como ella deseaba, no es que en este caso estuviera haciendo gran cosa por crear un mundo más feliz, si por «más feliz» quería decir uno más justo. Así lo refleja otro de los lemas de sus piezas de arte urbano de la década de 1980: «Enjoy yourself because you can’t change anything anyway» («Pásatelo bien, porque en todo caso tampoco puedes cambiar nada»). El mensaje era irónico, sin duda; hacía gala de ese cinismo lúdico que en ocasiones se ha señalado como característico de la posmodernidad.
Podríamos descodificar el mensaje de la obra entendiendo que lo que está diciendo es que, para derrocar un sistema económico degradante, hay que acabar con el mandato del disfrute y con el fatalismo, y que el problema es justamente ese cínico fatalismo ante el poder desmesurado. Sin embargo, el mensaje también podría entenderse al pie de la letra, como si el clásico listillo autocomplaciente nos estuviera explicando las virtudes del quietismo. La ironía es necesariamente subversiva porque el significado de lo que se dice es lo contrario de lo que se está enunciando; pero el riesgo que entraña la ironía posmoderna es que lo que subvierte no es aquello que se propone criticar, sino la propia agencia crítica del mensaje.
Así como el sarcasmo es la forma más baja de ingenio, la ironía es la forma más débil de acusación. Sin embargo, se ha convertido en la pose retórica posmoderna de referencia. Al mantener una postura fría, desafecta, la ironía termina confabulándose, de modo consciente o inconsciente, con aquello que pretende desdeñar abiertamente. Muchos de los eslóganes de Holzer están impresos en bienes de consumo: gorras, camisetas, monopatines, tazas... «¿Has llevado alguna vez una de tus camisetas?», le pregunté en una ocasión. «No, qué vergüenza. Si alguna vez me ves con una, mátame». El comentario es revelador; como si Holzer deseara permanecer inmune a ese merchandising corruptor al que su arte, manifiestamente subversivo, ha quedado reducido. Jenny Holzer es demasiado cool para mostrar sus sentimientos o llevar sus eslóganes en la camiseta.
Así como el sarcasmo es la forma más baja de ingenio, la ironía es la forma más débil de acusación. Sin embargo, se ha convertido en la pose retórica posmoderna de referencia. Al mantener una postura fría, desafecta, la ironía termina confabulándose, de modo consciente o inconsciente, con aquello que pretende desdeñar abiertamente.
Holzer no es una artista con conciencia que se dedica a bombardear la calle con sus mensajes políticos, sino algo más típicamente posmoderno: una terrorista semiótica que pone bombas en el lenguaje y que se empeña en subvertir su propia autoridad como creadora. Su colega Dan Graham consideraba que los carteles callejeros de Holzer eran más que políticos. «A diferencia de la mayoría del arte "político", que parte de una conclusión a priori y después aplica una metodología para demostrarla, las frases de Holzer deconstruyen todos los supuestos (políticos) ideológicos» (4). Lo que Holzer producía era lo que el filósofo italiano Umberto Eco llamó «textos abiertos», interminablemente interpretables, cambiantes, inestables. Algunos teóricos posmodernos franceses como Roland Barthes y Michel Foucault habían defendido no hacía tanto la muerte sacrificial del autor como garantía necesaria del significado de la obra. Ya no era el autor, afirmaban con placer, quien decidía de una vez para siempre la verdad inamovible de la obra. «Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras de las que se desprende un único sentido "teológico", en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios) —escribió Barthes—, sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original». (5)
Foucault consideraba que había que matar al autor, pues su existencia era un freno para la libre circulación del capital intelectual. «La verdad es completamente diferente: el autor no es una fuente indefinida de significaciones que se colmarían en la obra, el autor no precede a la obra. Existe un cierto principio funcional mediante el que, en nuestra cultura, se delimita, se excluye, se selecciona; en una palabra, el principio mediante el que se obstaculiza la libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, descomposición, recomposición de la ficción». (6)

Washington D. C. 20 de febrero de 1985. El presidente de Estados Unidos Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher pasean al perrete Lucky en los jardines de la Casa Blanca. Crédito: Getty Images.
Los eslóganes callejeros de Holzer eran, consciente o inconscientemente, fruto de esos tiempos; entrañaban una celebración de la muerte de la propia artista como figura de autoridad e invitaban al borrado, la amplificación y la reapropiación de su obra por parte de una supuesta democracia callejera de intérpretes. Sus eslóganes funcionaban de forma equivalente a lo que Barthes escribió sobre la literatura: «La literatura [...] al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un "secreto", es decir, de un sentido último, se entrega a una actividad que podría llamarse contrateológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis: la razón, la ciencia, la ley». (7)
Al mismo tiempo que Barthes y Foucault mataban al autor, su compatriota Jacques Derrida deconstruía lo que llamaba la «metafísica de la presencia», la idea de que el significado de una palabra tiene su origen en la estructura de la realidad y traslada directamente a la mente la verdad de esa estructura. Derrida afirmaba que toda clase de disciplinas (la filosofía, la ciencia, la historia) eran propensas a esta metafísica. Todas ellas daban por supuesto que sus afirmaciones sobre el mundo quedaban confirmadas por el propio mundo. Derrida, por el contrario, insistía en que estamos atrapados en un sistema lingüístico que no guarda relación con una realidad externa a sí mismo. Todos los sistemas conceptuales, defendía, generan falseamiento y distorsión, precisamente porque parecen afirmar cosas sobre el mundo; pero dichas afirmaciones no se sostienen, en realidad, pues el lenguaje está plagado de metáforas y sus términos aluden siempre a otros términos.
«La deconstrucción no es una operación que sobreviene después, desde el exterior, un buen día —escribió Derrida—. Está siempre en obra en la obra» (8). Visto así, las piezas de Jenny Holzer se estarían despedazando a sí mismas con tanta rapidez como la autora las creaba.
En el mundo posmoderno, el arte transgresor corre a menudo el riesgo de sufrir este tipo de cooptación y sumisión por parte del sistema al que parece estar haciendo objeto de sus críticas. Y ello no se debe a una colaboración aquiescente de los artistas, sino a una característica primordial de dicho mundo, la apropiación.
Holzer empezó haciendo street art y terminó trabajando para la marca de coches de alta gama BMW. Sus eslóganes aparecían en camisetas, sudaderas y bolsas de merchandising. Holzer, a la manera lúdica de la posmodernidad, también colaboró con el capitalismo. Fue la primera artista mujer en obtener, en 1990, el prestigioso León de Oro en la Bienal de Venecia. Empezaron a llegarle encargos de bancos, fundaciones de arte y museos de todo el mundo. Y Holzer trabajó servicialmente dentro del mismo sistema que antes había condenado. En 1999 se convirtió en la decimoquinta artista a cargo del BMW Art Car Project. Rotuló su eslogan «Protégeme de lo que quiero» en una plantilla metálica y lo pintó con tinta fosforescente sobre un BMW que, ese mismo año, iba a competir en las veinticuatro horas de Le Mans. En los costados del automóvil añadió otros eslóganes: «You are so complex, you don't respond to danger» [«Eres complicado, no respondes al peligro»] y «The unattainable is invariably attractive» [«Lo inalcanzable resulta invariablemente atractivo»]. El alerón trasero del automóvil ponía: «Lack of charisma can be fatal» [«La falta de carisma puede ser fatídica»] y «Monomania is a prerequisite of success» [«La monomanía es un prerrequisito del éxito»]. A lo mejor Holzer intentaba deconstruir la imagen que los jóvenes pilotos tenían de sí mismos hasta en el momento en el que se ponían los cascos.
Digo «a lo mejor» porque ella misma no decía nada a las claras. Sin embargo, lo que sí era evidente era que la obra de Holzer funcionaba como una marca; sus palabras eran la marca hasta cuando no estaba claro lo que significaban. Y BMW consiguió, mediante la asociación de su automóvil con la sagaz obra de la artista, dar relumbrón a su propia imagen, aunque lo que decían aquellos lemas pudiera interpretarse como una afirmación de que los propietarios de automóviles BMW son todos unos narcisistas sociópatas.
Por desgracia, al final el coche de Holzer no corrió en Le Mans. De todos modos, le quedó el aspecto de haber sido cubierto de pintadas por una grafitera con conciencia política que se dedicaba a denunciar la mercantilización del mundo en el que habitaba. Sin embargo, también era obra de todo lo contrario, de una artista que había sido cooptada por el mismo sistema al que despreciaba. Lo que tenía aspecto de subversión era, al mismo tiempo, sumisión. Lo que parecía que estaba metiéndole caña al Hombre era también el gesto de doblegarse ante su motorizado altar. En el mundo posmoderno, el arte transgresor corre a menudo el riesgo de sufrir este tipo de cooptación y sumisión por parte del sistema al que parece estar haciendo objeto de sus críticas. Y ello no se debe a una colaboración aquiescente de los artistas, sino a una característica primordial de dicho mundo, la apropiación. Todo está en venta, todo tiene un precio al que lo puedes comprar, porque no hay nada fuera del mercado.
Notas al pie:
1) Stuart Jeffries, «Jenny Holzer: Drawn to the Dark Side», The Guardian, 4 de junio de 2012.
2) Byung-Chul Han, Psychopolitics: Neoliberalism and the New Technologies of Power, Londres, Verso, 2017, p. 14 [hay trad. cast.: Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder, Barcelona, Herder, 2021, p. 13].
3) David Harvey, A Brief History of Neoliberalism, Oxford, Oxford University Press, 2005, p. 42 [hay trad. cast.: Breve historia del neoliberalismo, Madrid, Akal, 2007, pp. 50-51].
4) Dan Graham, «Signs», Artforum, vol. 19, n.º 8 (abril de 1981), pp. 38-39.
5) Roland Barthes, «The death of the author», en Image Music Text, Londres, Fontana, 1977, p. 146 [hay trad. cast.: «La muerte del autor», en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1994, p. 69].
6) Michel Foucault, Language, Counter-Memory, Practice, Ithaca (Nueva York), Cornell University Press, 1980, pp. 113 y ss.
7) Barthes, Image Music Text, p. 147 [trad. cast.: «La muerte del autor», en El susurro del lenguaje, p. 70].
8) Jacques Derrida, Memoirs for Paul de Man, Nueva York, Columbia University Press, 1989, p. 73 [hay trad. cast.: Memorias para Paul de Man, Barcelona, Gedisa, 2015, p. 82].
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