El sueño ¿imposible? del Nobel de Literatura
Cada otoño, la Academia Sueca abre el telón de la incertidumbre: ¿quién será el elegido para inscribir su nombre en la historia? A las puertas de la concesión del Premio Nobel de Literatura, repasamos aquí su vigencia, aciertos, omisiones y escándalos, antes de cerrar con varios nombres de los que cuelga la cristalizada etiqueta de «eternos», pese a la naturaleza por lo general imprevisible del veredicto. ¡Hagan sus apuestas!
Por Antonio Lozano

Crédito de la ilustración: María Simavilla.
El próximo jueves 9 de octubre, a las trece horas (Hora de Europa Occidental), un hombre espigado y enfundado en traje y corbata, franqueará unas puertas blancas, ribeteadas de color dorado y flanqueadas por candelabros, se acercará con parsimonia a un atril entre una ola de murmullos y flashes, y pronunciará un nombre que se expandirá por medio mundo, alegrará a muchos, defraudará a otros tantos, hundirá a no pocos y traerá gloria y fortuna a solo uno. Señoras y señores, ya tenemos encima al próximo Premio Nobel de Literatura, de los rituales más esperados del año para los letraheridos y de las escasas noticias que trascienden sobre el planeta libro a los que no se acercan a uno ni en pintura. El anuncio del ganador en una sala de actos del Börshuset, el edificio dieciochesco que antaño acogía a la Bolsa de Estocolmo, honor reservado al secretario permanente de la Academia Sueca, y la entrega de manos del monarca del diploma, la medalla de oro y el cheque de aproximadamente un millón de dólares, en la Sala de Conciertos de Estocolmo el diez de diciembre, junto al resto de agraciados en las variadas disciplinas contempladas (menos el de la Paz), conserva el boato desde su instauración en 1901, y más meritorio aún, la expectación y el interés.
El secreto probablemente haya radicado en el secretismo del veredicto, no al alcance de la fórmula de la Coca Cola, pero sí circunscrito a los dieciocho miembros de la Academia Sueca (y al rey, patrón de la misma y el único con derecho a acudir a sus sesiones), quienes con métodos tan misteriosos como las identidades de sus elegidos antes de la revelación han conseguido evitar filtraciones al público. Eso sí, no pudieron neutralizar la intromisión de un presunto topo en sus filas, Katarina Frostenson, acusada de pasar información sobre las deliberaciones del jurado en al menos siete ocasiones con el fin de que algunos amigos se lucraran en las apuestas en línea sobre los futuros ganadores. Con todo, la traición palideció al lado de las acusaciones de abuso sexual vertidas contra su marido y por las que acabó en prisión. Dos terremotos que sacudieron a la institución, provocando dimisiones, cambios estructurales y el aplazamiento del veredicto correspondiente al año 2018.
Sin embargo, ni siquiera tan mayúsculos escándalos han hecho mella en el galardón que, como los concedidos en las otras categorías, nació de la voluntad del químico, ingeniero, inventor y empresario sueco Alfred Nobel (1833-1896), expresada en su testamento, de reconocer la labor de aquellas personalidades que hubieran contribuido con mayor determinación «al progreso de la humanidad». Ya deben conocer la interpretación más repetida: el hombre que entregó la dinamita a los seres humanos quiso redimirse post mortem celebrando a las figuras que optaron por el camino opuesto, es decir, por repartir bondad, esperanza y avance. Un bello acto de contrición de cuyo relato se excluye que la empresa Dynamit Nobel fue el mayor fabricante de explosivos hasta la Primera Guerra Mundial (mucho tiempo después del fallecimiento de su fundador, al tiempo que recurrió a mano de obra esclava durante el conflicto) y que sigue lucrándose hoy en día, aunque bajo un conglomerado alemán.
Pero volvamos a la literatura...


César Aira y Anne Carson. Crédito: Getty Images; D. R.
De cara a entender el perfil de los agraciados con el Nobel de Literatura nada resulta de más ayuda que las palabras «obras de orientación idealista», escritas por el propio Alfred Nobel en sus últimas voluntades para calificar la naturaleza de los reconocimientos a entregar tras su marcha de este mundo. Aunque la estipulación del espíritu que debía guiar a los premios es lo suficientemente amplio para acomodar a escritores variados, el mensaje evidente es que los candidatos deben promulgar una obra humanista, que contribuya a hacernos mejores personas y que -la otra cara de la moneda- denuncie cualquier actitud o comportamiento que vaya en contra de los valores que dignifican al individuo (condensémoslos en el lema de la República Francesa: libertad, igualdad y fraternidad...). Hablamos pues de una literatura siempre dotada de algún grado de compromiso político y social, a la que mueve la concienciación del lector y la crítica de las miserias que nos golpean.
Esto explica la exclusión sistemática de la literatura de género -ningún genio del noir o de la ciencia ficción, por ejemplo, ha estrechado la mano del rey sueco el 10 de diciembre-, asociada sobre todo con el entretenimiento (pese a las obvias cargas de rebelión y profundidad psicológica que pueden llevar incorporadas, por no hablar de la mera calidad literaria), víctima aún de esa casposa distinción entre alta y baja literatura. La estupefacción, cuando no las burlas, al trascender la candidatura de Haruki Murakami son muy ilustrativas a este respecto. Tampoco se debe olvidar que la Academia Sueca no es insensible a factores puramente extraliterarios como la situación geopolítica mundial -para entendernos, cualquier tipo de posicionamiento contra los conflictos de Gaza y Ucrania sólo podría jugar a favor de los que hayan pasado el corte este año- o el prerrequisito de hacerse eco de la inmensa riqueza cultural, étnica, racial y lingüística del planeta. En definitiva, múltiples y complejos equilibrios que colocan a los académicos no muy lejos de sus pares del Comité Nobel Noruego, los cinco individuos nombrados por el Parlamento de Noruega para fallar el Premio Nobel de la Paz.
A rebajar un poco la solemnidad del Premio Nobel de Literatura contribuyen los ya habituales chascarrillos sobre la imposibilidad de acertar con el ganador ante la costumbre del jurado de apostar por poetas en suajili o novelistas tan minoritarios que ni sus editores originales cuentan con stock de sus obras. Pese a que el efecto sorpresa es una de las bazas indiscutibles del galardón, jugar a adivinar al afortunado es ya una práctica consolidada entre los amantes de la literatura -se sabe que los empleados de muchos sello editoriales organizan porras-, proliferando las casas de apuestas, como las británicas Ladbrokes y NicerOdds, la sueca Betsson, que año tras año transforman la esfera literaria en un casino. Aunque raramente aciertan -sin ir más lejos, Han Kang, la vencedora de la pasada edición penaba muy abajo en la mayoría de listas-, un año más vuelven al ruedo, poniéndose de acuerdo a la hora de señalar el favoritismo de la autora china de ficción experimental Can Xue, el novelista australiano Gerald Murnane y el novelista húngaro Lászlo Krasznahorkai.
Lo único evidente es que el 9 de octubre se hablará tanto o más del bendecido públicamente por el secretario de la Academia Sueca como de los que un año más se quedarán fuera. Y es que la historia del Premio Nobel de Literatura lo es en igual medida de los que inscribieron su nombre con letras de oro en sus anales como de los olvidados. Quizá ya conozcan algunas omisiones que siguen pesando como un manto ignominioso sobre la institución: James Joyce, Jorge Luis Borges, Marcel Proust, León Tolstói, Virginia Woolf, Isak Dinesen, Milan Kundera, Philip Roth, etcétera, etcétera, etcétera. En cualquier caso, guste más o menos el veredicto, se celebre el acierto o se condene una relegación, el relevo de Han Kang coronará una trayectoria literaria sobrada de méritos y/o permitirá a miles de lectores descubrir una nueva voz que, quién sabe, incluso puede llegar a cambiar alguna vida.


Margaret Atwood y Joyce Carol Oates. Crédito: Getty Images.
Sigue una lista de autores que llevan años sonando (¿soñando?) para recibir la bendita llamada -el vencedor es informado poco tiempo antes de hacerse público el fallo-, parte de esa larga lista de «eternos candidatos al Nobel» (el adjetivo siempre es «eternos», igual que un thriller siempre es «trepidante» o una pérdida es «trágica»). Sus méritos quedarán incólumes ocurra lo que ocurra, e incidiendo en el tópico, el verdadero premio es leerlos.
Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938)
Uno de los tesoros nacionales de la literatura estadounidense quien, junto a Stephen King (otro que sin duda merecería el premio si se abriera a la literatura de género), probablemente sea el ejemplo de grafomanía más destacado de la misma: más de medio centenar de novelas, más de cuatrocientos relatos breves, más de una docena de libros de no ficción, once libros de poesía y nueve obras de teatro en sus más de cinco décadas de trabajo. El Nobel la obligaría a ampliar su vitrina de trofeos al reunir ya, entre muchos otros, el National Book Award, el PEN/Malamud Award, el Prix Fémina Étranger, el Premio Pepe Carvalho 2021 y el Premio Stone de la Oregon State University por su carrera literaria. Receptora también de la National Humanities Medal, el más alto galardón civil del gobierno estadounidense en el campo de las Humanidades, su obra le ha tomado el pulso a la sociedad americana del siglo XX, explorando con frecuencia su fascinación por la violencia (ha incurrido con frecuencia en el género negro) y atenta por sistema a la psicología profunda de los personajes. Alfaguara inició en 2008 la publicación de su obra con la novela La hija del sepulturero, a la que han seguido títulos tan destacados como Infiel, Mamá, Blonde, Babysitter y Carnicero. Recientemente ha visto la luz El señor Fox, un whodunnit donde explora la figura del depredador sexual de menores y retrata a un detective fuera de lo convencional.
Margaret Atwood (Ottawa, 1939)
La indiscutible gran dama de las letras canadienses. Su distopía El cuento de la criada ha devenido símbolo global de la lucha contra el patriarcado, respaldada por la popular adaptación televisiva. Ha destacado en los más diversos géneros, aunque es especialmente conocida por sus ficciones especulativas. Traducida a más de cuarenta idiomas, entre su abundante producción descuellan títulos como Alias Grace, Los testamentos, Oryx y Crake, El año del Diluvio, Maddaddam, Ojo de gato y El asesino ciego, la colección de relatos Nueve cuentos malvados y los ensayos Penélope y las doce criadas y Cuestiones candentes, todos ellos publicados por Salamandra. Como en el caso de su predecesora, su colección de reconocimientos necesitaría de una furgoneta aparte en caso de mudanza: Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el Governor General's Award, la Orden de las Artes y las Letras, el Premio Booker (en dos ocasiones), el Premio Montale, el Premio Internacional Franz Kafka, el Premio de la Paz del Gremio de Libreros Alemanes... A principios de noviembres se producirá el esperadísimo lanzamiento mundial de sus memorias Libro de mis vidas (Salamandra), donde al recuento de los episodios más destacados de su existencia se sumarán revelaciones acerca de su proceso de escritura.
Salman Rushdie (Bombay, 1947)
No necesita presentación el autor que deslumbró al mundo llevando el realismo mágico al folclore y los escenarios hindúes en la inolvidable Hijos de la medianoche, y que luego lo tendría en vilo a raíz de la fatwa que puso precio a su cabeza tras la publicación de Los versos satánicos, pesadilla que volcó en su autobiografía Joseph Anton y que regresaría con el brutal ataque perpetrado por un fanático en 2022, mientras dictaba una conferencia en Nueva York, y sobre el que reflexionó en sus memorias Cuchillo (Random House). Si un corpus novelístico de una imaginación y una riqueza literaria deslumbrantes no fuera mérito suficiente para alzarse con el premio (recordemos que su última novela hasta la fecha es Ciudad Victoria, publicada por Random House), su condición de abanderado de la libertad de expresión debería multiplicar las opciones de su candidatura. Sin embargo, cabe recordar que la negativa de la Academia Sueca a repudiar la condena a muerte al escritor, aduciendo que los asuntos políticos quedan fuera de su ámbito, provocó un seísmo en su seno, con varias dimisiones. No fue hasta el año 2016 que finalmente expresó su rechazo.


Jamaica Kincaid y Salman Rushdie. Crédito: D. R; Getty Images.
Anne Carson (Toronto, 1950)
La canadiense, afincada en Nueva York, es una de las voces más innovadoras de la poesía contemporánea, amén de ensayista, traductora y profesora de literatura clásica y comparada en la Universidad de Míchigan. Especialista en lengua y cultura clásicas y con una obra que fusiona estilos, referencias y formatos, la crítica especializada la considera la poeta viva más importante de las letras anglosajonas, lo que provoca que su nombre suene cada año para el galardón. Entre su bibliografía cabe resaltar Eros. Dulce y amargo (Lumen), una meditación sobre los orígenes del deseo y sus contradicciones a través de la figura de Eros, desde Safo de Lesbos o Platón, hasta Madame Bovary, Ana Karenina o la Regenta; y muy especialmente la considerada como su obra maestra, La belleza del marido. Un ensayo narrativo en 29 tangos (Lumen), donde nos introduce de forma muy heterodoxa, alternando la reflexión, el mito, el apunte culto y el humor burlesco, en la historia íntima de un matrimonio que se desmorona. Galardonada con el Premio Princesa de Asturias 2020, Anne Carson sólo tiene (aparentemente) en su contra que la última poeta en alzarse con la distinción, Louise Glück, en 2020, también fuera de lengua inglesa.
César Aira (Coronel Pringles, 1949)
El único autor en lengua española, junto a Enrique Vila-Matas, cuyo nombre suena con fuerza (el fallecimiento de Javier Marías la dejó sin su representante mejor posicionado). Sería el primer latinoamericano en conseguirlo desde el triunfo de Mario Vargas Llosa en 2010, si bien desde una apuesta radicalmente distinta, donde convergen la fantasía, el absurdo y lo fantástico, todo ello aderezado con un sentido del humor sutil y la sensación de que la trama puede tomar los caminos más insospechados en cualquier momento. Traducido a veinte idiomas y reconocido con premios como el Roger Caillois o el Formentor, Aira, también traductor y ensayista, ha firmado una obra ingente. Random House inauguró una Biblioteca con su nombre, donde se recuperan algunos de sus mejores títulos, caso de Ema, la cautiva, Cómo me hice monja, La mendiga, Cumpleaños, El mago, Canto castrato, Las noches de Flores, Un episodio en la vida del pintor viajero, El congreso de literatura, Los fantasmas, La ola que lee y El jardinero, el escultor y el fugitivo, y un larguísimo etcétera. Sus últimos libros hasta la fecha son la novela corta El Pensamiento -Premio Finestres de Narrativa 2024 y entre los mejores libros del año para el suplemento Babelia- y Actos de presencia, once piezas en las que reflexiona sobre el mundo y la escritura.
Jamaica Kincaid (Antigua y Barbuda, 1949)
Profesora de estudios africanos y afroamericanos en la Universidad de Harvard y miembro de las Academias de las Artes y las Letras, y de las Artes y las Ciencias, es una de las grandes voces de la literatura caribeña actual. Su obra, traducida a veintidós idiomas, enamora a la crítica y ha recibido espaldarazos de monstruos como Derek Walcott y Susan Sontag. Entre su producción cabe resaltar Annie John (Lumen), una novela de iniciación ambientada en la isla tropical en la que nació la autora y que la catapultó a la fama; Autobiografía de mi madre (Lumen), el relato de vida de Xuela, nacida a principios del siglo XX en la isla de Dominica, en las Antillas y que, a sus setenta años, rememora los eventos de una existencia marcada por una madre a la que nunca conoció y por los hijos que nunca tuvo; Mi hermano (Lumen), un retrato visceral y desgarrador sobre su hermano menor, Devon, fallecido de sida con apenas treinta y tres años; y Ahora y entonces (Lumen), su última novela, ganadora del Femina Étranger y el American Book Award, punto de fricción entre lo ficticio y lo biográfico, donde la protagonista, la señora Sweet (trasunto de su creadora), pasa cuentas con el pasado y lucha por imprimir motivación al presente. El hecho de que el último autor Nobel caribeño se remonte a V. S. Naipaul en 2001 y acarrear una historia admirable de superación personal, que arrancó con su marcha a Estados Unidos con apenas diecisiete años para que empezara a trabajar ante las dificultades económicas de la familia, pueden resultarle favorables.
Posdata: John Banville (Wexford, 1945)
Aunque no aparezca tan claramente en las quinielas, John Banville no desmerecería en absoluto el galardón. Su doble faceta de escritor muy literario bajo su nombre y de escritor de ficciones criminales más encaminadas al entretenimiento bajo el seudónimo de Benjamin Black singularizan una trayectoria llena de reconocimientos previos. Se da la circunstancia que el autor irlandés fue objeto de una broma pesada cuando en octubre de 2019 una persona que se hizo pasar ser el secretario de la Academia Sueca le anunció que había sido el agraciado. Banville prefirió tomárselo con humor, declarando que no descartaba utilizar el mal trago como futuro material literario.
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